LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

“LA BELLEZA EN EL FILO”

Alejandro González Iñárritu
Álvaro Bermejo | Viernes 07 de octubre de 2022
Y si nos atreviéramos a contar la guerra de Ucrania desde el juego de perspectivas que levanta ‘Babel’? ¿Y si nos acercásemos a la devastación del hombre contemporáneo cruzando el agónico vuelo de ‘Birdman’ con el descenso a los infiernos de ‘Biutiful’? No les oculto que sigo y persigo a Alejandro González Iñárritu como uno de los contados realizadores contemporáneos que entiende el cine como un arte mayor.


Tanto más entró a matar la crítica a cuenta de su última película, presentada en Venecia, tanto más celebré que se incluyera entre las perlas del Festival de Cine de San Sebastián, ya en puertas de ser estrenada en Netflix.

¿Qué nos ofrece el realizador mexicano? Iñárritu por partida doble. Guionista y alter ego de su protagonista, en la pantalla. Víctima de sí mismo, en el foso de las fieras, frente a ella.

‘Bardo’ se entendería mejor si hubiera respetado su título inicial, ‘Limbo’. De hecho, la historia se abre con la escena de un parto en la que el niño que va a nacer dice que el mundo está perdido, y pide ser reintroducido en el vientre de su madre. Ese vientre gestante es el México de Iñárritu, más que un país, un estado de espíritu. ‘Bardo’ no puede entenderse sin navegar por los páramos de Juan Rulfo, por los confabularios dislocados de Juan José Arreola, por la pintura de Frida Khalo. Incorporemos a este plano secuencia una inmersión simultánea en Fellini –‘8 ½’- y en Bergman –‘Fresas salvajes’-. Para la atmósfera, un toque de Terrence Malick, otro de Tarkovsky. Es dentro de esta genealogía donde se inserta ‘Bardo’, con un pecado mortal: resulta excesiva en fondo y forma. ¿Qué hay detrás?

Cinco premios Óscar en la vitrina de un wetback, un espalda mojada, un mexicano. Eso hay que pagarlo. Iñárritu es Silverio, el bardo que ha triunfado en EE.UU. y regresa, no ya al país que le vio nacer, sino al que no puede contar. No hay otra historia fuera de su privada ceremonia de culpabilidades. Por haber triunfado lamiéndole el culo a los gringos, por llevar una vida burguesa desconectado de su gente, por ser demasiado egocéntrico, por ignorar a su familia. En un mediocre, esto se quedaría en un melodrama. Iñárritu lo trasciende valiéndose, precisamente, de aquello por lo que se le condena: lleva su experimentación visual hasta el paroxismo -como hizo en ‘Carne y arena’-. Un fracaso para el gran público. Qué espléndido fracaso para sus incondicionales.

Mientras la tempestad y el relámpago discuten entre sí, una tijera cae de la mesa y una de sus puntas se clava en el suelo. Parece una bailarina de plata sobre un solo pie. Así es ‘el cine de Iñárritu, la belleza en el filo.

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