FIRMA INVITADA

CUANDO VENGAN LOS FASCISTAS

Santiago Abascal
Rafael Balanzá | Miércoles 12 de julio de 2023

Si eres muy joven, encuentras la estupidez de los demás, e incluso la tuya, casi divertida, estimulante o por lo menos risible. En la madurez la estupidez te irrita. Y cuando te haces viejo sólo te produce melancolía. Así estoy yo, melancólico, como atrapado en una canción del Sabina de finales de los ochenta, mientras tontos de todos los colores se enseñorean de los foros de discusión en los medios tradicionales y, sobre todo, en las redes sociales. El lamentable éxito de VOX en las recientes elecciones municipales ha puesto en circulación de manera incontrolada el término “fascista”, utilizado a cascoporro por quienes no han leído jamás un libro de historia o un ensayo riguroso de teoría política. Algunos libramos, nec spe nec metu, una batalla perdida de antemano para poner una nota de sensatez en medio de la histérica algarabía, pero sabemos que no hay nada que hacer. De ahí la melancolía.



Contaba Gabriel Celaya –recoge su testimonio Andrés Trapiello en “Las armas y las letras”- que los jóvenes artistas de una observancia política y de la contraria, iban a parar a los mismos cafés de Madrid y se insultaban de mesa a mesa: “¡Fascistas, cabrones!” “¡Rojos, maricones!” Casi parecía una broma, pero a partir del 36 –incluso antes, con la Revolución de Asturias en el 34 y los asesinatos políticos de los dos años siguientes- se comprobó que no lo era en absoluto. Muchos de aquellos jóvenes eran realmente unos fanáticos. Dalí aseguraba que Freud le había dicho en Londres: “Es usted el español típico: ¡Un fanático!” Desde luego, el fanatismo no era exclusivamente español, pero en la sangrante piel de toro fue donde empezó la fiesta de la crueldad universal que haría arder Europa y el mundo en los años siguientes. Para entender cómo llegó a suceder esto, hay que indagar en el estado anímico y cultural de los pueblos en el periodo de entreguerras. Fue una época frívola y atroz; horrible, sí… pero brillante. Realmente, las ansias de libertad personal, así como las de justicia social, no conocían límites. La tecnología parecía todopoderosa, el futuro quedaba a dos estaciones de metro o a un vuelo en dirigible, y la utopía se suponía que estaba casi al alcance de la mano. Ese era el clima emocional e ideológico en el que se vivía.

El fascismo puede describirse como el monstruo de Frankenstein político construido por ideólogos perversos, como Stewart Chamberlain –yerno de Wagner-, Alfred Rosemberg o Gabriele D’Annunzio con los pedazos de los cadáveres putrefactos del romanticismo. Aunque para llegar a sus orígenes habría que remontarse a la reacción contra-ilustrada (magistralmente descrita por Isaiah Berlin en su ensayo “Contra la corriente”) y a personajes tan peligrosos como Herder o tan siniestros como Joseph de Maistre. Pero si hay un inspirador filosófico indiscutible del paradigma totalitario de derechas ese es, por supuesto, Friedrich Nietzsche. En su estomagante pero muy precisa autopsia cinematográfica del fascismo, “Saló o los 120 días de Sodoma”, con toda propiedad Pasolini puso en labios de los verdugos sádicos de la película citas completas de su “Genealogía de la moral”. Y qué ridículos nos parecen hoy, por cierto, los intentos de la nueva izquierda (Foucault) en esa misma época –años 60 y 70- de blanquear al autor de “Así habló Zaratustra” y convertirlo en la figura atea tutelar de los movimientos libertarios y anticapitalistas posmodernos.

Sin embargo, mucho mejor que zambullirse en áridos tratados o monografías, para entender el proceso cultural y social -así como la degeneración espiritual y mental- que dio lugar al fascismo y al nazismo, lo más recomendable es aventurarse, con la morosa atención que exige el texto, en las densas páginas de “Doctor Faustus”, la compleja y majestuosa novela de Thomas Mann. El narrador, íntimo amigo del músico protagonista, Adrian Leverkühn, nos guía, como Virgilio a Dante por el infierno, desde los salones berlineses donde aún alentaba entre espesos cortinajes y pianos de cola el romanticismo finisecular, hasta la vesania industrializada de Treblinka y Dachau.

Aunque para empezar a desbrozar los jardines mentales de los zotes y demagogos de izquierdas que nos aburren a toda hora, habría que explicar en primer lugar que el fascismo nació en unas circunstancias y coordenadas muy precisas, las cuales probablemente no vuelvan a repetirse. Al menos así lo cree Emilio Gentile, uno de los principales expertos mundiales en la materia. No era en absoluto un movimiento que se presentase como retrógrado o reaccionario. Al contrario: el fascismo era nuevo y “futurista” –sólo hay que recordar el papel jugado en Italia por el vanguardista Marinetti- y pretendía oponerse al bolchevismo que acababa de triunfar en Rusia, pero compartía con él un entusiasmo político que no encuentra parangón en la actualidad. En el citado ensayo “Las armas y las letras”, Trapiello registra otro impagable testimonio, de Liliana Ferlosio, sobre la reunión que mantuvieron José Antonio Primo de Rivera y Rafael Sánchez Mazas en el piso que este último ocupaba en el paseo de Rosales, para decidir si se presentaban por las izquierdas o por las derechas en las elecciones de 1933.

Y es que el fascismo se opone con vehemencia al socialismo; pero, también, al mundo rancio, sentimental y burgués de los conservadores. Esos a quienes Lorca y sus amigos llamaban “los putrefactos”. No puede extrañarnos –por mucho que irrite a Ian Gibson- la innegable corriente de simpatía entre el granadino universal y el fundador de Falange. Se trata, pues, de un asalto de las masas al estado para trascender y superar la “vieja” democracia liberal. Si se acata en apariencia un orden constitucional es sólo con el propósito de subvertirlo de inmediato, como ocurrió en Alemania en 1933, y derivar cuanto antes a un estado totalitario. La utopía igualitaria del comunismo se sustituye en este caso por la fe inquebrantable en la nación y sus deidades ancestrales. El fuego romántico de las emociones desenfrenadas no se ha extinguido por completo cuando debuta el fascismo en Europa. Al enemigo político se lo combate en la calle desde el primer momento, con fuerzas de choque de carácter paramilitar integradas por jóvenes militantes. No hay nada semejante en la actualidad en nuestro país. Hace falta algún tipo de fe para todo eso. Y hoy en Europa ya no queda fe para nada. Lyotard nos explicó hace mucho tiempo que la posmodernidad consiste ante todo en la incredulidad hacia las metanarraciones. La capacidad de entusiasmo de los europeos está a la temperatura de una morgue. No es que no existan peligros; los hay, claro, pero son otros y conviene diagnosticarlos correctamente. Hoy nadie cree en nada con la suficiente pasión como para inflamar los ánimos a la manera de Hitler, Goebbels o Musolini. Citemos otra vez a Dalí, nuestro clarividente sociólogo de cabecera: “Hoy los jóvenes pintores no creen en nada, y cuando no se cree en nada se acaba por pintar casi nada.”

Yo no veo filas de camisas negras, azules o pardas haciendo el saludo romano, ni tampoco masivos desfiles místicos con antorchas, ni constantes emboscadas nocturnas en callejones. Sólo distingo a cuatro geipermanes con pulseritas montando a caballo en algún cortijo, como en un anuncio de Soberano de finales de los 70, y a un puñado de gilipollas nostálgicos del franquismo. No es que no sean perjudiciales para la salud de una sociedad equilibrada. Claro que lo son. Tanto o más que los populistas de izquierdas, esos que no hace mucho practicaban escraches frente a la vivienda de una joven madre o insinuaban la posibilidad del asalto a las instituciones. El populismo es peligroso siempre y conduce a aberraciones legislativas, como hemos visto en el gobierno de coalición, pero de lo que se muere Occidente no es en realidad de extremismo político –eso es sólo un sarpullido- sino más bien de apatía, de frustración, de desilusión, de pura tristeza. La gente no es capaz de sentir nada con la suficiente intensidad o seriedad, ni siquiera odio. En un terreno así no hay fascismo que prospere.

El peligro que yo vislumbro en el horizonte es la renuncia gradual a los principios liberales y humanistas sobre los que se fundaron nuestras democracias, a causa del miedo y de la obsesión por la seguridad, ya se trate de hacer frente a potencias extranjeras, grupos terroristas o virus letales. El peligro que percibo es la muerte de nuestra civilización por falta de espíritu y de compromiso de cualquier clase; por infantilismo o por simple renuncia a la vida. Es cierto, por otra parte, que la demagogia populista de derechas o izquierdas no sirve para resolver problemas tan acuciantes como la crisis ecológica o la integración de los inmigrantes, a quienes evidentemente necesitamos. Y esos problemas pueden estallar con la violencia que hemos visto recientemente en Francia. Pero si utilizamos el término fascista a modo de insulto, si vaciamos las palabras de contenido y sucumbimos a la oligofrenia de las redes, sólo conseguiremos acelerar el proceso de descomposición de nuestras sociedades. Y si resultase que el profesor Gentile estuviera equivocado y el verdadero fascismo resurgiese en nuestras ciudades, tal vez protagonizaríamos un cuento ridículamente semejante a “Pedro y el lobo”. Es decir, bien pudiera ocurrir que cuando vinieran los fascistas de verdad no los identificase nadie. Algo así podríamos lograr desvirtuando el lenguaje. Además de oír a algún chiquillo en el parque quejarse a su mamá de que un niño fascista le ha pegado un chicle en el babi.

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