Si al nacer se hace un problema incluso apodarte Fefa, por ejemplo, imaginaros sugerir el nombre con el que siempre soñaste llamar al chucho de tu novia, o al gatito de tu ex. Nombrar siempre se nos hace un camino extenso y lleno de dudas. De aquí que sugerirselo ya a un político, burócrata o congregaciones gubernamentales, sea todavía mas imposible de realizar.
Centremos éstos deseos oportunos, dentro de razones fundadas e ideas modernas en una ciudad ,como cualquier otra donde se conocen sus tiendas y mercados, sus bares y colegios por apellidos ilustres, Santos y monjas, o herencias importadas.
Una vez conocí la constancia en un empecinado caballero de nombre José Antonio Sierra Lumbrera, nada sospechoso de no ser ilustre y Español. Su deseo?, poner un nombre. Precisamente no de su gato, ni de su perrito insociable y ladrador.
El amado y su ciudad. Se volvió de una trotamunda trashumancia para descansar ya de una vez y por todas de ése largo viaje que es la vida y quiso despedirla con amor, con pasión y sentido común. Quiso nombrar lo que carecía de nombre. Quiso insistir a los políticos de turno, tarea difícil.
Quiso llamar al sonido por su música, al descalzo por sus zapatos y al desnudo por su ropa.
Quiso llamarle Teresa de Ávila a una estación de trenes y viajeros, de horarios y combinaciones, de rutas y destinos, de trabas y burocracias erguidas.
Quedó en la espera , en sus cincuenta metros de piso alquilado justamente enfrente de la estación de autobuses de una ciudad invernada y sin epitafios.
Y todo por querer poner nombre con sentido, ilustre e inteligente, a una Estación sin nombre:
Estación de trenes Teresa de Ávila.