EL RINCÓN DE LA POESÍA

Rubén Darío: El maestro del Modernismo Poético en Nicaragua

Rubén Darío

Nuestro poema de cada día

Fernando Carratalá | Sábado 04 de octubre de 2025

De nombre Félix Rubén García Sarmiento, nace y muere en Nicaragua (1867-1916). En 1892 viene a España, como delegado de su gobierno, con ocasión del centenario del descubrimiento de América, y conoce a los principales escritores de la restauración. Vuelve en 1899, célebre ya en el mundo de las letras, y traba amistad con los miembros de la Generación del 98. Desde 1900 se ocupa en actividades diplomáticas. Muere cuando solo contaba 49 años, tras una vida desordenada que arruinó su salud.



Atrio [Prólogo en verso de la obra Ninfeas,

de Juan Ramón Jiménez]

¿Tienes, joven amigo, ceñida la coraza

para empezar, valiente, la divina pelea?

¿Has visto si resiste el metal de tu idea

la furia del mandoble y el peso de la maza?

¿Te sientes con la sangre de la celeste raza

que vida con los números pitagóricos crea?

¿Y, como el fuerte Herakles al león de Nemea,

a los sangrientos tigres del mal darías caza?

¿Te enternece el azul de una noche tranquila?

¿Escuchas pensativo el sonar de la esquila

cuando el ángelus dice el alma de la tarde,

y las voces ocultas tu corazón interpreta?

Sigue, entonces, tu rumbo de amor. Eres poeta.

La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde.

Madrid, Tipografía moderna, 1900 (edición original, publicada en el mes de septiembre).

Recitación del poema:

https://palabravirtual.com/index.php?ir=ver_voz1.php&wid=1832&t=A+Juan+Ramon+Jimenez&p=Ruben+Dario&o=Francisco+Portillo

Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento; Nicaragua, 1867-1916) hizo de la poesía un arte refinado de exquisita perfección. Amplió el léxico con abundantes voces cultas y arcaicas, así como con atrevidos neologismos; enriqueció el verso dotándolo de nuevos ritmos -con gran objetividad puede afirmarse que todos los poetas posteriores, aun los más alejados de él formal e ideológicamente, se han beneficiado, poco a mucho, de sus innovaciones en el terreno de la métrica-; y concedió a las experiencias sensoriales -musicalidad, colorido- una importancia relevante, abriendo, así, el camino de la sugestión como esencia de la poesía. También revolucionó Darío la temática de la poesía, que pasó de lo cotidiano a lo exótico, de lo vulgar a lo refinado, y que da entrada la exaltación de la sensualidad y el erotismo.

Tres son las obras fundamentales de Rubén Darío: Azul..., -aparecido en Valparaíso, en 1888; obra de prosa refinada y colorista, así como de verso sonoro-; Prosas profanas -de 1896; obra que supone la consolidación de la estética rubeniana, y en la que el vitalismo y la opulencia de Darío se manifiestan en toda su intensidad poética-; y su obra cumbre: Cantos de vida y esperanza, publicada en 1906; obra que representa un giro en su trayectoria poética: Darío abandona la poesía impersonal, brillante en la forma pero vacía de contenido humano, para descubrir las honduras de su propia alma. (“El mérito principal de mi obra -escribe en su Historia de mis libros (1919) al referirse a este volumen-, si alguno tiene, es el de una gran sinceridad, el de haber puesto 'mi corazón al desnudo', el de haber abierto de par en par las puertas y ventanas de mi castillo interior para enseñar a mis hermanos el habitáculo de mis más íntimas ideas y de mis más caros ensueños” [1]). Bellas composiciones contienen también los libros El canto errante (1907) y Poema de otoño (1910).

**********

El libro de Juan Ramón Jiménez Ninfeas se imprimió en tinta verde, y debe su título a Francisco Villaespesa. Se editó a la vez que Almas de violeta, impreso en tinta morada, que debe su título a Rubén Darío. Juan Ramón Jiménez intentó por todos los medios que estas dos obras de juventud desaparecieran de la circulación, y no solo de las librerías, sino incluso de las bibliotecas públicas y particulares, aunque algunos de sus poemas, revisados, aparecerían después en Poesías escojidas (New York, The Hispanic Society of America, 1917) y en la Segunda antolojí̀a poética [1898-1918] (Madrid, Espasa-Calpe, 1919).

El poema de Rubén Darío requiere una previa referencia al contexto en que se genera. Abril de 1900. Juan Ramón Jiménez, con 19 años y el manuscrito del que pretendía que fuera su primer libro de poesía -Nubes-, llega a Madrid, en Viernes Santo, aceptando la invitación que le habían hecho Francisco Villaespesa y Rubén Darío para que se trasladara a la capital y se incorporara al grupo de poetas cuya intención era “luchar por el modernismo”. Juan Ramón Jiménez asistirá a las tertulias en las que se reunían los principales escritores de la época, y tiene la oportunidad de conocer, además de a Villaespesa y al propio Darío, a Salvador Rueda, Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Azorín, Baroja... Y fueron precisamente Valle-Inclán y Darío quienes le convencieron para que dividiera en dos volúmenes Nubes y los publicara por separado; incluso le sugirieron los títulos: Ninfeas y Almas de violeta, libros que vieron la luz en septiembre de ese mismo año, con prólogos a los que llamó “atrios”, y con una acogida bastante fría -en incluso negativa- por parte de la crítica en general. Y no tardó mucho el poeta en regresar a Moguer -a finales de mayo-, al sentirse desencantado y hastiado por el ambiente literario madrileño.

El 3 de junio muere de forma repentina su padre, Víctor Jiménez, circunstancia que le produjo una enorme depresión, que le condujo, en 1901, a Francia, al sanatorio psiquiátrico de Castel d’Andorte (en Le Bouscat -Burdeos-), para intentar recuperarse de unas secuelas que nunca logró superar (en septiembre se trasladó a Madrid e ingresó en el sanatorio del Rosario, donde permanecerá dos años, y no regresa a Moguer hasta 1905).

Enterado Rubén Darío de la muerte del padre de Juan Ramón Jiménez, compone el soneto que abrirá -a modo de prólogo- el libro Ninfeas. Hay que recordar, no obstante, que el 2 de junio de 1990, Jiménez le había dirigido una carta a Darío], solicitándole que le hiciera el prólogo (“Ahora, me atrevería a rogarle que, me hiciese el prólogo, lo más brevemente posible; si no tiene tiempo, hágalo corto o, en verso o como crea más fácil y pronto, evitándose molestias; pero no deje de hacerlo, que colmará V. de ese modo mi ilusión de muchos días”).

Carta de Juan Ramón Jiménez a Rubén Darío (de 2 de junio de 1990). Edición manuscrita de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y transcripción: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/carta-a-ruben-dario-moguer-junio-2-1900- manuscrito--0/html/

El soneto de Darío es mucho más que un retrato de Juan Ramón Jiménez; en realidad, es la visión personal -y los deseos- que de sus posibilidades poéticas tiene Darío; y le da ocasión a este para exhibir un credo estético que tiene su origen en Azul... (Valparíso, 1888), culmina en Prosas profanas (Buenos Aires, 1896; segunda edición ampliada, París, 1901) y alcanza su madurez en Cantos de vida y esperanza (Madrid, Tipografía de Revistas de Archivos y Bibliotecas, 1905).

Simplemente con leer las fórmulas de saludo y despedida, ya se percibe la gran admiración que Jiménez sentía por el poeta nicaragüense: “Maestro y amigo muy querido”; “Un abrazo estrechísimo de su apasionado admirador y amigo”. En la carta le indica, además, que piensa dedicarle el libro Besos de Oro.

El poema “Atrio” es, en efecto, un soneto, pero que se sale del molde clásico, ya que los versos son majestuosos alejandrinos con cesura central -que impide la sinalefa en los versos 3, 4, 10 y 11, y los divide en dos hemistiquios de 7+7 sílabas-; y aun cuando en los cuartetos se respeta la rima tradicional (ABBA/ABBA), los tercetos presentan una rima poco habitual: CCD/EED; todo lo cual, por otra parte, entra de lleno en el ámbito de las renovaciones métricas -y rítmicas- propias del modernismo.

Atrio” es un largo apóstrofe lírico compuesto por seis interrogaciones retóricas, dirigidas al poeta ausente, y aludido con el vocativo “joven amigo” (verso 1) y con los adjetivos -en función de complemento predicativo “valiente” (verso 2) y “pensativo” (verso 10). Estas interrogaciones retóricas se distribuyen de diferente manera a lo largo de las cuatro estrofas del soneto, y el verbo en que se apoyan está siempre en segunda persona del singular, o bien en presente de indicativo (“¿Tienes...?” -verso 1-, “¿Te sientes...?” -verso 5-, “¿Te enternece...?” -verso 9-, “¿Escuchas...?” -verso 10-; o bien en pretérito perfecto “¿Has visto...?” -verso 3-; o bien en condicional (“¿... darías [caza]?” -verso 8-, que no es sino el futuro hipotético “cazarías”). Por otra parte, las interrogaciones retóricas -como ya anticipábamos- no ocupan una distribución similar: cuatro de ellas alcanzan a los dos primeros cuartetos, a razón de dos por cuarteto (versos 1-2, 3-4, 5-6, y 7-8), lo que comporta un recio equilibrio rítmico, sintáctico y semántico. Pero en los tercetos se produce un interesante cambio en la distribución: la quinta interrogación retórica conforma el verso 9, primero del primer terceto; y la sexta, los versos 10, 11 y 12, lo que implica una mayor incardinación de los tercetos, ya que el verso 12 pertenece al segundo de ellos. Es esta una hábil forma de preparar la irrupción de los dos últimos versos del soneto, que configuran el verdadero clímax poético, con verbo en segunda persona del singular del presente de imperativo (“Sigue entonces tu rumbo de amor”), que precede a una afirmación tajante en la que el presente de indicativo -en segunda persona- adquiere un valor intemporal con proyección de futuro (“Eres poeta”). Y de ahí la exhortación final en subjuntivo, con un valor que mezcla lo imperativo con lo desiderativo: “La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde”.

Y con este verso 14 se cierra un soneto “redondo” bajo cualquier prisma, ya sea conceptual, lingüístico o estilístico, que demuestra el dominio de la técnica literaria -y su concepción “modernista”- del arte que posee Rubén Darío.

Los cuartetos encierran una profunda carga metafórica que es necesario desvelar, aun cuando no resulte excesivamente compleja en el contexto global del texto. La divina pelea (verso 2) a la que ha de enfrentarse con valor el poeta es, obviamente, “la creación poética”; y para ello debe comprobar si su “inspiración poética” -es decir, el metal de tu idea, verso 3- posee la protección adecuada -la coraza, verso 1- para resistir su embate -la furia del mandoble y el peso de la maza, verso 4-. Este verso acrecienta la intensidad de la pelea, y su contenido bélico (en perfecta construcción paralelística y rítmica: “furia/mandoble, peso/maza”) da una cabal idea -en imagen de enorme expresividad plástica- de la violencia que entraña sumergirse en el mundo de la creación poética y hacer venir la inspiración. Darío le pregunta, pues, a su “joven amigo”, en este primer cuarteto, si está preparado para ello.

Y esa celeste raza a la que se alude en el verso 5 -ya en el segundo cuarteto- es la de los poetas (no es casual que fray Luis de León les llamara “gloria del apolíneo sacro coro”, en la penúltima de las liras de la Oda a Francisco Salinas); una celeste raza que crea vida, es decir, poemas que aspiran a la más absoluta belleza -verso 6-; y de ahí la referencia a los números pitagóricos -verso 6-, que son, precisamente, los símbolos matemáticos de la perfección. Y esa “lucha” de la que habla Darío requiere por parte del poeta unas cualidades sobrehumanas, propias de la grandeza de los héroes mitológicos, como puedan ser las de un Heracles -el Hércules romano-, que estranguló al despiadado león de Nemea, cuya piel era indestructible -verso 7; es este el primero de los doce trabajos que le fueron impuestos por Euristeo, el rey de Micenas-; un poeta que también debe combatir el mal -literalmente: darías caza-, cuyo poder destructivo queda metafóricamente representado -en el verso 8- por tigres sangrientos, y de ahí la continuidad de la imagen. Las dos nuevas preguntas de este otro cuarteto que le lanza Darío a Juan Ramón Jiménez se refieren, pues, a si se encuentra capacitado para afrontar heroicamente los complejos avatares del quehacer poético; todo un combate revestido de atributos mitológicos -Heracles/león de Nemea-, y que -en clara correlación con el verso 4-, debe resistir a todas las armas (mandoble/maza).

[Recordemos que Alonso de Ercilla, en La Araucana, ya “relató”, en octavas reales, la hazaña de Caupolicán, que fue elegido jefe de los araucanos tras llevar al hombro un fornido cedro más tiempo que ningún otro aspirante. Darío recrea este episodio en el soneto titulado precisamente “Caupolicán”, incorporado a su obra Azul... Y, al menos en los cuartetos, este soneto nos evoca ciertas concomitancias con “Atrio”. Es como si Darío augurara que Juan Ramón Jiménez vendría a ser un “Caupolicán” de la poesía española; y no anduvo muy desencaminado en su vaticinio. Estos son los dos cuartetos del mencionado soneto, también en solemnes versos alejandrinos: “Es algo formidable que vio la vieja raza: / robusto tronco de árbol al hombro de un campeón / salvaje y aguerrido, cuya fornida maza / blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón. // Por casco sus cabellos, su pecho por coraza, / pudiera tal guerrero, de Araucano en la región, / lancero de los bosques, Nemrod que todo caza, / desjarretar un toro, o estrangular un león”].

La quinta interrogación retórica ocupa el verso 9, primero del primer terceto, y representa una cierta tregua anímica: “¿Te enternece el azul de una noche tranquila?”. Conviene recordar que el azul es el color modernista por excelencia; y que el propio Juan Ramón Jiménez iniciaba con este verso el soneto “Éxtasis”, incluido en Ninfeas: “Como adoro un sublime ideal azulado...”. Los versos 10-12 rompen la tradicional división conceptual de los terceros y plantean la sexta y última pregunta retórica -doble-, que anticipa una de las notas más definitorias de la futura poesía juanramoniana: su carácter intelectual (“¿Escuchas pensativo el sonar de la esquila / cuando el ángelus dice el alma de la tarde, / y las voces ocultas tu corazón interpreta?”). Y en los últimos versos, Darío completa, en plan profético, el resto de cuanto habrá de guiar la esencia de su poesía: la disponibilidad amorosa (“Sigue, entonces tu rumbo de amor”, porque “eres poeta” -verso 13-; es decir, que el amor se convierte en una verdadera fuerza incitadora y estimulante); el afán por alcanzar la Belleza impelido por la luz del entendimiento (“La Belleza te cubra de luz” -verso 14-); y la necesidad de Dios (“y Dios te guarde” -verso 14-).

Y es lo cierto que todas las interrogaciones planteadas por Darío a lo largo del poema tuvieron respuesta afirmativa -y con creces- en una de las poesías más originales y depuradas de nuestro parnaso literario intemporal.

Desde una perspectiva sintáctica, llama la atención el número elevado de hipérbatos que contiene el soneto: “¿... si resiste el metal de tu idea...?” (verso 3), “¿... que vida con los números pitagóricos crea?” (verso 6), “... al león de Nemea, / a los sangrientos tigres del mal darías caza?” (versos 7-8), “¿Te enternece el azul de una noche tranquila?” (verso 9), “¿Escuchas pensativo el sonar de la esquila...? (verso 10), “¿... y las voces ocultas tu corazón interpreta? (verso 12). Es evidente que la rima consonante impone su ley, así como el propio ritmo de los alejandrinos; pero también lo es que el poeta “juega” con la colocación de los verbos, unas veces, encabezando verso (“¿... si resiste...?” -verso 3-, “¿Te enternece...?” -verso 9-, “¿Escuchas...?” -verso 10-) y, otras, finalizándolo (“... con los números pitagóricos crea?” -verso 6-, “¿... darías caza?” -verso 8-, ¿“... tu corazón interpreta?” -verso 12-). Y es que Darío tiene muy en cuenta la significación de los verbos, en torno a los cuales “monta” los respectivos alejandrinos, acentuando así su valor expresivo, de forma que la rítmica (plano fonológico), el hipérbaton (plano sintáctico) y el sentido (plano semántico) se aúnan para lograr que las preguntas retóricas que lanza a su “joven amigo” tengan la densidad que el contenido global del poema exige: la exhortación para que, como poeta, siga siempre el camino de la Belleza -con mayúscula-; y de ahí, el alejandrino con el que se cierra el poema: “La Belleza te cubra de luz y Dios te guarde” (verso 14). Y, por cierto, en Ninfeas, Juan Ramón Jiménez le dedica a Darío varios poemas de hechuras modernistas, uno de los cuales se titula “Mis demonios”. Y son tres los demonios que, en esta época, animan el viaje de “mi espíritu hacia lo Ignoto”: el Ensueño, que conduce hacia un mundo en el que brilla “la luz sublime del Ideal”; el Delirio, que permite descubrir una “melancólica Realidad”; y el sarcástico Desencanto, que envuelve al poeta en “las sombras del frío abismo de la Verdad”.

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