A estar por presunciones suficientemente fundadas, El matadero, texto canónico de la narrativa argentina, fue escrito por Esteban Echeverría entre los años 1838 y 1840; las numerosas referencias epocales en el interior del relato no desmienten esta hipótesis cronológica. Articulando el paso del costumbrismo (restringido en sus límites temáticos) al realismo (de raigambre más universal), comienza como un artículo de costumbres y evoluciona hacia las formas del texto realista, apropiándose del gran hallazgo de Mariano José de Larra (que lo desarrolló en un sinnúmero de sus célebres Artículos): el maridaje entre las pasiones literaria y política (en la acepción más dilatada del término: la ideología).
Con una marcada influencia de Notre-Dame de Paris (Victor Hugo, 1831), y que habla a las claras de la larga estancia del autor argentino en Francia, desde donde importaría el romanticismo (una estela que deja su huella más claramente en obras como La cautiva), el texto de Echeverría, tal como su modelo estructural, se asienta en los márgenes, la periferia, el matadero: sector limítrofe, frontera entre la campaña y la urbanización, tierra de nadie en cuyo seno la legalidad no funda su imperio, línea friable, en suma, sobre la que avanza el campo y sus códigos (cuya singularidad resulta inquietante para quien los desconoce) sobre la ciudad. Esta borrosa delimitación espacial acaso sea la misma que contagie al texto en cuanto a su discutida pertenencia genérica: exento del rigor del cuento tampoco comporta el aliento de la novela y trasciende en mucho el mero artículo de costumbres o la crónica de época. Cabría preguntarse, a propósito de ello, si no es justamente esta contaminación una de las características fundantes que han hecho posible la existencia de una literatura argentina. ¿Cómo definir, por ejemplo, el Facundo sarmientino: crónica, relato, novela, programa de gobierno, biografía, interpolación de cuentos, ensayo geopolítico…? Del contaminado y fecundo tronco sarmientino (haciendo caso omiso, si tal fuera posible, de la repudiable ideología personal de Domingo Faustino Sarmiento, pasible de muchos epítetos menos el de “ejemplar”) surgen, por lo menos, dos obras tan insoslayables y contaminadas como Adán BuenosAyres y Rayuela (la deuda de la novela de Cortázar con el Adán… es tan relevante como manifiesta), entendiendo la contaminación como un ensanchamiento de límites, como una gozosa celebración de la libertad estética, como un rotundo mentís al corsé genérico. Tal vez la hipótesis de Juan María Gutiérrez, pionero de la crítica literaria en Argentina y quien exhumó el texto tras la muerte del autor, sea la que más se aproxime a la verdad: El matadero es el esbozo –frustrado por la temprana muerte de Echeverría- de un proyecto narrativo más ambicioso; por ejemplo, una novela.
Las huellas materiales del matadero, su carne, los restos coagulados como estrellas de sangre, alcanzan a dejar su pátina en dos textos harto representativos de la literatura argentina. Uno es el poema “Carnicería”, de Jorge Luis Borges, incluido en Fervor de Buenos Aires (1923):
Más vil que un lupanar
la carnicería rubrica como una afrenta la calle.
Sobre el dintel
una ciega cabeza de vaca
preside el aquelarre
de carne charra y mármoles finales
con la remota majestad de un ídolo.
Es la mirada de un joven unitario (seducido por el ultraísmo, importado de España, en relación de complementariedad con el romanticismo echevarriano) que no ha sido ultimado por la Mazorca (organización de choque que operó al servicio de don Juan Manuel de Rosas durante sus dos períodos como gobernador de la provincia de Buenos Aires: 1829-1832 y 1835-1852), y porque no ha sido ultimado puede pasar de la percepción afrentosa a la remisión mitológica para terminar aludiendo al destino común de los mortales.
El otro texto es El juguete rabioso (1926), primera novela de Roberto Arlt. El capítulo IV, “Judas Iscariote”, describe los puestos de la feria municipal en trazo grueso y las carnicerías del arrabal en detalle, con una plasticidad sensorial (y pregnante) que no le va en zaga al texto de Echeverría.
Con todo, ni el poema de Borges ni los párrafos de Arlt alcanzan la violencia demoledora que singulariza el relato de Echeverría, un rasgo que también habría que reputar como fundacional: Echeverría percibe en el matadero la cifra y la clave, la radiografía a escala reducida de una sociedad cuyo rasgo constitutivo será una violencia espiralada y progresiva que, en sus peores momentos, se asimilará a los perfiles de una verdadera carnicería.
Pero acaso donde El matadero se configure como precedente inequívoco y no siempre precisado sea con respecto a “La fiesta del monstruo”, texto debido a Borges y Bioy Casares –o “Biorges, escritor bifronte”, como lo denomina con acierto el eminente y ya desaparecido crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal- incluido en el volumen Nueve cuentos de Bustos Domecq (1977).
Tal como El matadero, “La fiesta del monstruo”, por obvias razones de orden político, no se publica en el momento en que es concebido, sino que recorre circuitos privados íntimamente ligados a sus autores donde se festeja como condigna parodia del modelo político imperante: el primer peronismo. A estar por Emir Rodríguez Monegal (quien lo aclara cumplidamente en las “Notas” a su Ficcionario –Fondo de Cultura Económica, 1985-, una muy completa antología de textos borgeanos), la obra circuló en manuscrito, de mano en mano y con la mayor prudencia, durante el primer gobierno del general Perón, tal especie estaría corroborada por la fecha que exhibe el original: “noviembre 24 de 1947”. Como señala el notable crítico argentino Andrés Avellaneda (El habla de la ideología, “II. El uso de los códigos”, Sudamericana, Buenos Aires, 1983, pp. 57 a 92), se trata del grado extremo de ideologización que alcanza la serie de textos escritos por ambos autores, y en este sentido, las alusiones –tal como ocurre en El matadero- resultan transparentes: el Monstruo es Perón, el grupo del cual el narrador es parte constitutiva se subsume bajo la identidad de “los muchachos peronistas”, la fiesta a la que se refiere es “un día peronista”. A ningún lector atento se le escapa que el uso de códigos que tan lúcidamente desarrolla Andrés Avellaneda en su ensayo parte de una necesidad de carácter imperioso: el trazado de una prolija delimitación entre ellos y nosotros, aquéllos que entienden estos códigos (por carácter de pertenencia al nosotros) y los que irremediablemente no podrán acceder a la decodificación de los mismos (y que, por tal motivo, quedan ineluctablemente condenados a formar parte de un indiferenciado sujeto indeseable y colectivo: ellos), y, fundamentalmente, aquéllos a los que va dirigido el texto: quienes están en condiciones de entender la parodia merced a los códigos comunes que los identifican: nosotros.
Resulta notable, pero no por ello sorprendente, que idéntico sustrato ideológico se pueda verificar en los textos más representativos de la llamada “generación argentina del ochenta” (en alusión al año 1880): La Bolsa (Julián Martel), En la sangre, Música sentimental (Eugenio Cambaceres); curiosa paradoja ésta: la “generación del ochenta” abreva del naturalismo –movimiento revulsivo- que, en su versión argentina, deviene reaccionarismo sin fisuras. O también, en época más reciente, en cuentos tan controvertidos como “Casa tomada” y “Las puertas del cielo”, de Julio Cortázar (ambos incluidos en Bestiario); en todos se advierte un uso de códigos (modos, maneras y hábitos: el universo consuetudinario de la sociedad civil) que define al otro en relación con el uno (más aún: en relación al uno como nosotros, uno de nosotros). Si bien “Biorges” funge como autor bifronte –como Emir Rodríguez Monegal advierte con pertinencia-, no es menos cierto que Borges suele pulsar la cuerda de la codificación para tensar el alcance de la parodia: en “El aleph”, por ejemplo, el caricaturesco Carlos Argentino Daneri merienda con café con leche (y no con té), suele lucir tricotas (y no sweaters), su obra es tumultuosa y oceánica (y no austera y precisa); Carlos Argentino Daneri forma parte, en suma, de ellos; sus características codificadas no dejan margen de duda. En este sentido, un código se lee, o debería leerse, como lo que es: un salvoconducto de quien lo articula que deja en el exilio o bien le otorga carta de ciudadanía a aquél a quien va dirigido; a este respecto, “La fiesta del monstruo” es un cuento paradigmático.
El cuento apareció originalmente en el periódico Marcha, de Uruguay, el treinta de septiembre de 1955; la fecha es harto representativa: exactamente catorce días después de la caída del gobierno del general Perón y la asunción de la autoproclamada Revolución Libertadora encabezada por los generales Eduardo Lonardi y Pedro Eugenio Aramburu, quienes asumen el dieciséis de septiembre. Su trama se sustenta sobre un hecho histórico que consigna Félix Luna en su libro El 45. Crónica de un año decisivo (Sudamericana, Buenos Aires, 1971, p. 211): la noche del cuatro de octubre de 1945 es ultimado de un balazo el estudiante judío Aarón Salúm Feijó a manos de un grupo de la Alianza Libertadora Nacionalista por negarse a vivar el nombre de Perón. Si en el tono del texto de Borges-Bioy se dejan escuchar con nitidez los ecos del relato de Echeverría, el episodio real que le da pábulo y que narra Félix Luna parece directamente extractado de El matadero, con su misma carga de violencia, arbitrariedad y barbarie.
Trascendiendo el cuadro de costumbres y la linealidad de la denuncia frontal (no por caricaturesca menos enjundiosa), “La fiesta del monstruo” se postula como una sangrienta radiografía de un episodio de la época instrumentada en registro paródico. El texto se construye sobre una base lingüística constituida por, al menos, cuatro capas superpuestas y, en ocasiones, convergentes:
Asimismo se verifica una frecuencia representativa en el uso de palabras o expresiones de origen italiano: crosta (cuadro sin ningún valor), popolino/popolo (pueblo), mascalzone (sinvergüenza), niente (nada), anche (también), fratellanza (hermandad, fraternidad), senza (sin), vero (verdadero), doppo (después), atenti/attento (atento), parola (palabra), grosso modo (más o menos), superbo (soberbio), sotto (debajo), babo/babbo (papá/papanatas), nasute/naso (nariz), finestra (ventana), presto (pronto, rápido). La abundancia de italianismos marca, también e inequívocamente, la emergencia del código en un sentido manifiesto: la certidumbre de que las inmigraciones italiana y española (definidos sus integrantes como tanos y gallegos en un sentido tan amplio como peyorativo) fueron la prolija antítesis de la inmigración anglosajona (la genealogía borgeana) con la que soñaba Sarmiento. De hecho, la figura del cocoliche, que surge con fuerza perdurable en el marco del sainete porteño, es la caricatura del habla del italiano recién llegado a la Argentina, a caballo entre el idioma de origen y el vernáculo; el narrador de “La fiesta del monstruo” es un pariente directo del cocoliche original: habla mal, se pelea con las palabras, carece de la fluidez discursiva del argentino culto.
Cabe anotar, asimismo, las alusiones de carácter zoológico y/o cosificador respecto del narrador hacia sí mismo y hacia su grupo de pertenencia: “panza hipopótama”, “cama jaula” –connotación de obligado cautiverio-, “recolectarme” –connotación de basura, desecho, resto-, “tu pato Donald”, “excitado como un ballenato”, “a la hora de la perrera”; cuando el narrador concilia el sueño, se sueña “mascota” del Monstruo y, luego, “su Gran Perro Bonzo”; “mi condición de fardo”; “parecía adornado con el bozal”; la cantimplora se define como “mi segundo estómago de camello”; “todos me confundían con la yegua tubiana del panadero”; “sudábamos propio como sardinas”; “aplaudo como un cuadrumano”; “tu conejito querido”; “trepamos como el mono”; “lo chumbo al Nene”. Pero si, por un lado, el narrador se animaliza y se cosifica –y, junto con él, su grupo-, por otro tiende a usar –y la utilización es grosera, despojada de cualquier orla de prestigio- la tercera persona mayestática, lo que contribuye a acentuar la parodia. La corrosiva animalización del personaje, teniendo en cuenta la fecha en que se declara haber escrito el cuento (veinticuatro de noviembre de 1947, como ya se apuntó), no parece estar ajena al vituperable y recordado discurso de Ernesto Sanmartino, diputado por la Capital Federal, que en la sesión del siete de agosto de 1947 definió a los simpatizantes justicialistas como un “aluvión zoológico” al comenzar su alocución diciendo: “El aluvión zoológico del veinticuatro de febrero parece haber arrojado a algún diputado a su banca…”.
Siguiendo a Andrés Avellaneda (ob. cit.), se puede comprobar que el discurso –no sólo de “La fiesta del monstruo”, sino de toda la serie de Bustos Domecq, constituida por una subversión de la lógica que por momentos roza la frontera de la más exquisita patafísica: cf. el cuento “Esse est percipi”- se sostiene en la figura de la contradicción, que admite la afirmación, pero niega la implicación (en términos de enunciación lógica: “si p, entonces q; p, pero no q); movimiento que abarca, al menos, dos aspectos: el coloquio supuestamente amoroso que el narrador mantiene con Nelly (en rigor, la destinataria de la narración es Nelly, quien no ha podido asistir, como hubiera deseado, a la fiesta) y la pertenencia del narrador al grupo.
Nelly es una oyente a la que se puede calificar, cuanto menos, de dispersa: su atención no sólo no está puesta en el narrador (y, presuntamente, novio o festejante), sino que se concentra en los demás hombres que la miran, la justiprecian y la cortejan a vista y paciencia del propio narrador: “el guardaguja ya se cansó de morfarte con la visual y ahora se retira”, “no te me vuelvas a distraer con el spiantacaca que le guiñás el ojo”.
El tema de la pertenencia del narrador al grupo es pasible de ser articulado en dos planos, obedeciendo a la lógica de la deliberada contradicción que impera a lo largo de todo el texto.
Por un lado, es una pertenencia discutible –litigiosa, en rigor, al menos en lo que a aceptación se refiere- en el interior mismo del grupo, en el cual el narrador parece ser objeto del más rotundo desprecio: cuando lo pasa a recoger el camión con sus conmilitones a bordo “todos votaban por dejarme”; parecería ir por propia voluntad a la fiesta del Monstruo, pero “vuelta que yo creía descolgarme del carro era patada del señor Garfunkel que me restituía al seno de los valientes”; el camionero que lo traslada a la fiesta aborta el intento de fuga del narrador y le pega tanto “que al día siguiente, por los chichones, todos me confundían con la yegua tubiana del panadero”; blanco inevitable de todas las bromas, “todos nos reíamos de mí”; el camionero “se sonrió como el gran bonachón que es; repartió, para mantener la disciplina, algún rodillazo amistoso (aquí tenés el diente que me saltó y se lo compré después para recuerdo)”; el mismo camionero “me tiró cada zancadilla delante de la merza hilarante, que me encasqueté una rejilla como sombrero hasta el nasute”.
Pero, por otro lado, resulta inequívoco que a partir de la figura del personaje-narrador se consolida un movimiento de disolución de la identidad singular a favor del colectivo: el par grupo-barrio (“Todos éramos argentinos, todos de corta edad, todos del Sur y nos precipitábamos al encuentro de nuestros hermanos gemelos, que en camiones idénticos procedían de Fiorito… (…) … ¿quién, tan lejos del pago, iba a desapartarse del grupo?”) termina por construir un aduar (“aunque por Villa Crespo pulula el ruso y yo digo que más vale la pena acusar su domicilio legal en Tolosa Norte”) que reconoce dos consecuencias inevitables: la adscripción a la endogamia y el regodeo en la xenofobia.
Así como en el texto de Echeverría la irrupción del extranjero (el unitario: el extraño, la encarnación de la alteridad) es sofocada por la barbarie hasta llegar al homicidio (en un crescendo de violencia manejado con maestría narrativa), otro tanto ocurre en el cuento de Borges-Bioy.
Aquello que narra “La fiesta del monstruo” es un viaje cuyo punto de partida es la localidad bonaerense de Tolosa y cuya meta es Plaza de Mayo con el fin de asistir a un discurso del Monstruo (la “fiesta” es una transparente referencia a la instauración de días no laborables definidos, en su momento, como días de “San Perón”, una articulación, entre tantas, que permiten aludir con pertinencia a un “santoral peronista”, grávido de efemérides: los días mencionados, las conmemoraciones del diecisiete de octubre, los aniversarios del fallecimiento de Eva Duarte, etc., etc.). El itinerario –que se cubre primero en camión, luego en ómnibus y finalmente a pie- reconoce cinco núcleos temáticos:
Ambos fuegos (el que quema el ómnibus Broackway y el que incinera al judío) resultan prolijamente análogos: ambos se propagan a fin de borrar marcas: las incisiones en los asientos de cuero, las pedradas y cortes en el cuerpo desfigurado del judío.
Asimismo, la escena de la mutilación del judío (cuya profunda gravedad comienza a desarrollarse a partir de un oxymoron de carácter brutal por la cínica sevicia que comporta: “Fue desopilante”) aparece como una refundición o remedo del corpus evangélico. En efecto, el apedreamiento remite al episodio de la mujer adúltera (San Juan, VIII, 1-11), y la ultimación (incluyendo el acto de clavarle un cortaplumas como quien lo clava a la cruz) y posterior remate de los efectos personales del judío asimilan su figura y su derrotero a los de Jesucristo escarnecido y crucificado en el Gólgota. Y para no salir del marco evangélico, sea lícito añadir que no resulta en modo alguno azaroso que el único que no participe en el homicidio del judío sea el “pibe Saulino”, diminutivo de Saulo, nombre con el que se conocía a Pablo, de Tarso, antes de que fuera iluminado en el camino de Damasco, cuando aún era uno de los más tenaces perseguidores del incipiente cristianismo.
El antisemitismo del que hace gala el grupo acaso resulte más abyecto de lo que es per se por no ser rigurosamente programático, sino funcional y utilitario, fruto de una cobardía constitutiva que multiplica su iniquidad. Ningún miembro del sujeto colectivo se atreve a ensayar el menor comentario sobre el apellido de origen judío de Garfunkel, puesto que en él está asentada la autoridad (alusión lateral al principio verticalista que rige al movimiento justicialista): “el capo de nuestra carrada, Garfunkel”. Antes de que se produzca el apedreamiento, un judío pasa por entre las columnas partidarias, pero su barba (y, presumiblemente, su corpulencia) inspira respeto y nadie osa molestarlo. Finalmente, la víctima es señalada y elegida por ser “de formato menor, más manuable, más práctico, de manejo más ágil.” Tampoco se puede obviar un detalle significativo que lo sindica como la víctima propiciatoria más adecuada: “El pelo era colorado, los libros, bajo el brazo y de estudio.” Los libros bajo el brazo componen un símbolo visible (y casi ostentoso) de cultura y, en este sentido, es como si el grupo pusiera en acto una consigna que parte –y sólo parte- del justicialismo enarboló como respuesta a la cerrada oposición universitaria con que confrontaba: “zapatillas sí, libros no”, eslogan elemental en su letra y excesivo en sus alcances que, sin ser mayoritariamente respaldado por el movimiento peronista, le sirve a Borges y a Bioy para cerrar una parodia sangrienta que alcanza ribetes desaforados y que contribuyó, sin duda, a cristalizar en el imaginario una caricatura esperpéntica del movimiento: la irrupción de una barbarie sin atenuantes.
Así como, en más de un aspecto. “El aleph” está prefigurado en “El testigo” (Dos fantasías memorables, H. Bustos Domecq, Oportet y Haereses, 1946: el sótano del caserón de la calle Belgrano al 1.300 anticipa el sótano de Carlos Argentino Daneri en la calle Garay; la niña Flora, de nueve años, es la absorta testigo de la imagen inconcebible de la Santísima Trinidad así como al personaje Borges le va a ser deparada la visión simultánea del multiforme universo; ambos textos alcanzan, paradójicamente, su más alto punto de tensión en el momento de la catábasis: los dos personajes descendiendo al sótano; en ambos, las palabras resultan insuficientes para describir la visión; ambas casas son demolidas quedando, como único rastro de la maravilla que albergaron, relatos fragmentados por la inefabilidad que los informa), también “El Sur” (Artificios, 1944) anticipa algunos elementos que se pueden apreciar, en clave de analogía, en “La fiesta del Monstruo”.
En “El Sur”, en el momento culminante del relato, cuando el protagonista decide encarnar un sueño épico en contraste con la realidad pedestre y burocrática en la que está hundido, se lee: “Desde un rincón, el viejo gaucho extático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo.” En “La fiesta del Monstruo”, antes de incendiar el ómnibus “un veterano me pasó la cortaplumita y la empuñamos todos a uno para más bien dejar como colador el cuero de los asientos”; luego, sobre el cuerpo ya inerte del judío, “Morpurgo, para que los muchachos se rieran, me hizo clavar la cortaplumita en lo que hacía las veces de cara.” Por una parte, se puede verificar el proceso de brutal cosificación del judío: cuero de asiento = rostro del judío. Pero vale la pena advertir que en ambos textos siempre hay una mano que le acerca el arma blanca al personaje: gesto de transmisión ritual que en un caso consolida la construcción de una épica (y de una ética, como correlato necesario) y en el otro pone fin a la progresión de la sevicia (los rasgos del judío ya son un rostro indescifrable y ha quedado convertido en aquello que el antisemita desea: una nada menos que nada sobre la que se puede operar a placer). El “viejo gaucho extático” de “El Sur” deviene –en la versión degradada- “un veterano” que funge como la cifra de un sujeto colectivo y juvenil. Asimismo, la provocación de los peones (grupo cerrado y autosuficiente, cuya dinámica constitutiva es la exclusión del otro a favor del nosotros) a Dahlmann (el otro por antonomasia, el forastero, el que es de afuera y, por tanto, sospechoso de las peores presunciones) en el almacén reconoce la misma lógica que la agresión homicida del grupo nacionalista al judío en “La fiesta del Monstruo”, y ambas escenas resultan claramente deudoras del asedio mazorquero al joven unitario de El matadero.
Por último, y a riesgo de abundamiento, se puede señalar que la explosiva parodia lingüística que singulariza los textos de Bustos Domecq acaso encuentre su más acabado desarrollo en un libro de Bioy Casares que se editó por vez primera en 1978 y conoció una remozada versión en 1990: Diccionario del argentino exquisito, en el cual el blanco de la sátira ya no está puesto en los estamentos de carácter popular, sino en los tics, las inflexiones y los manierismos –que recorren un arco que va desde el grotesco elocutivo hasta la mera incorrección gramatical- de la clase media argentina y de los llamados “comunicadores sociales” de los medios masivos.