LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

El placer del miedo

El placer del miedo
Álvaro Bermejo | Jueves 09 de abril de 2020
Aunque no lo parezca, el pavor metafísico que experimentábamos durante aquellas noches de difuntos de tiempo atrás, cuando veíamos surgir por la espalda de Don Juan Tenorio al espectro del Comendador, tiene mucho en común con todo lo que fantaseamos –y fantasearemos, una vez que la pesadilla quede atrás- a cuenta de la pandemia del Covid-19.


Detrás de todas estas experiencias, ya convertidas en literatura, hay una búsqueda de una sensación tan inequívoca como inquietante: buscamos sentir miedo, sabiendo que se puede enloquecer o incluso morir de miedo.

Por más que lo penséis, os costará encontrar una razón para explicaros por qué la perspectiva de ser despedazado por una criatura monstruosa, o aniquilado por un microbio invisible, además de aterrarnos, puede llegar a producirnos placer. Por supuesto, hablamos de escenificaciones, de simulaciones y no de situaciones reales. Ahora bien, lo curioso del miedo o del pánico como ficciones, es que sólo nos seducen cuanto más veraces llegan a ser, cuando nos aterran de verdad. Hasta hace un par de meses, un virus no pasaba de ser un simple patógeno fácilmente erradicable. Hoy no sólo lo hemos “coronado” como el gran rey de nuestros espantos. Por más que sea invisible, mata tanto o más que todos los aliens imaginados e imaginables. Y sus mutaciones también son las nuestras Ya nada será igual entre nosotros. El miedo ha periclitado la Sociedad de la Opulencia en una Sociedad de Riesgo. Tal como sucedió, entre nosotros, desde los orígenes del género. La novela del escalofrío, surge, no ya en la Inglaterra que acuña la palabra “confort”, sino en la Francia más gentil y afeminada de la historia, en pleno esplendor del rococó.

Leyendo las exageradas novelas de los fundadores del género gótico, no digamos ya la literatura del Marqués de Sade, bien se puede decir que el siglo XVIII tenía los nervios a flor de piel. ¿Se puede añadir que la pasión por lo terrorífico, como en aquella Europa en vísperas de la Revolución Francesa, prospera en las épocas donde se intuyen grandes conmociones sociales?

De ser esta observación cierta, la pasión contemporánea por el género dice mucho acerca del mundo que viene, o se nos viene encima. Pero dice mucho más acerca de un mundo actual donde la sugerencia ha sido sustituida por la truculencia, y donde el horror se exhibe en toda su visibilidad para hacer más transparente algo que raramente se suele advertir: detrás del horror sanguinolento a la manera moderna y extrapop, como detrás de la pornografía, no hay un divertimento inocente ni un inocuo pensamiento débil. No: hay ideología pura y dura, tal vez la más retrógrada que cabe imaginar. Pero vayamos por partes.

Los padres de la literatura del escalofrío eran, en la misma medida, maestros del refinamiento. Sin llegar a los extremos de sutileza, misterio y crueldad alcanzados por Kafka, el mismo Lovecraft tenía por principio no darle jamás todo hecho al lector y así, en su estilo, pesa bastante más la creación de una atmósfera que la descripción de los horrores. Todos ellos sabían muy bien que el miedo que genera en el cerebro del lector o del espectador una simple sugerencia, es mucho más eficaz que cualquier exhibición de truculencias. De hecho, el miedo como figura del pensamiento, nace con la mera exhibición de una línea: la que separa lo real de lo irreal, donde se enraíza el horror total a la pérdida de seguridad. Lo entenderán mejor con un ejemplo: lo que hace especialmente inquietante el sofisma de Aquiles y la tortuga, no es la divertida conclusión de que el veloz guerrero nunca alcanzará al lento animal, sino la sugerencia de que un espacio aparentemente corto y tangible, contenga una infinita sucesión de espacios intermedios... de los que nada sabemos y en el que también nosotros podemos perdernos.

Una manera de no perdernos pasa por recordar una película de Hitchcock: Encadenados. Sin duda, una de las razones de su grandeza artística radica en el modo en que son tratados los conjurados, entre los que se encuentra aquel Sebastian que se casa con Alicia, Ingrid Bergman, la espía aliada infiltrada en la organización nazi. Sobre todo a éstos, los perfila como personajes poderosamente humanos enfrentados a una difícil encrucijada emocional y sometidos a un poder tan deshumanizador que acaban asumiendo decisiones atrozmente inhumanas. Lejos de arrojarlo de bruces en un pozo de sangre, Hitchcock así invita al espectador a una reflexión sobre el mal sin privar a sus protagonistas de un rostro humano. Si, por el contrario, hubiera comenzado deshumanizándolos, esta reflexión ya sería imposible. El espectador, en lugar de reflexión, sólo encontraría una clara inducción hacia actitudes claramente regresivas, sin más objetivo que una descarga emocional primaria abocada a ratificar el código infantil de buenos y malos. Añadamos los últimos avances en casquería y el habitual repertorio de efectos especiales en su forma más burda, y obtendremos un subproducto sumamente rentable y perfectamente valorable como algo bastante más peligroso que la antítesis de Hitchcock.

No es casual que el cine de terror más popular y de más éxito hoy, sea casi clónico en relación a ese otro cine que trataba los mismos temas, aunque con los papeles de buenos y malos invertidos, durante los más arduos años del Franquismo. En ambos casos se persiguen los mismos fines: sustituir una posible obra de arte por una chapuza.

De hecho, la diferencia entre la obra de arte y la chapuza estriba en que aquélla se dirige a un público adulto capaz de llevar a cabo una reflexión sobre aquello que se le ofrece, mientras que la chapuza no quiere ir más allá de los niveles emocionales más elementales. Le basta con suscitar en el espectador la risa más zafia, la delectación en las vísceras y lo visceral, y, ¿por qué no?, también la propensión a la violencia como medio de resolver problemas.

Todo esto no podemos ignorarlo, no es lícito incurrir en el vicio retroprogresista de mirar para otro lado para evitar juicios que pudieran comprometernos. Al contrario, lo progresista es decir ciertas cosas con todas las letras: así como detrás de la pornografía hay una ideología que exhibe modelos y pautas de comportamiento muy significadamente tendentes a reafirmar una forma de dominio –vejatoria- del hombre sobre la mujer, también el subgénero del terror explícito incluye una construcción ideológica tan inhumana y tan deshumanizadora, que lo hace aliado tanto del más puro fascismo como del más burdo puritanismo.

No puede haber placer en el arte del miedo, cuando la sugerencia hacia el escalofrío se ve brutalmente suplantada por una invitación al vómito, aunque éste, finalmente, se evacue en forma de carcajadas. La excitación del terror, sus horrores y sobresaltos, el sueño por unos instantes de males innombrables y temores atávicos puede ser una catarsis perfecta para liberar pulsiones que permanecen incrustadas en nuestro encéfalo, probablemente, desde los tiempos del Homo Antecesor y Atapuerca.

Ahora bien, la diferencia entre ellos y nosotros radica, precisamente, en eso: no basta con sustituir la sangre real por zumo de tomate. Un millón de años de evolución debieran habernos hecho más sutiles en el difícil oficio de transformar, no ya el horror en divertimento, sino incluso lo más terrible –coronavirus incluido - en fuente de lo sublime.

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