FIRMA INVITADA

Una novela en tiempo de inútiles

Ciro Alegría
Gastón Segura | Lunes 03 de octubre de 2022

Ignoro si ustedes compartirán esta sensación, pero apenas observo el panorama de la política europea, me parece estar asistiendo a una “discusión bizantina”; aquella estúpida disputa teológica sobre el sexo de los ángeles mientras los otomanos asediaban con sus bombardas Constantinopla, porque, en este instante, alrededor de Europa cunde un cerco de devastación y horror: la triturante prolongación de la guerra en Ucrania, la reciente e imprevisible sublevación en Irán, la sangrienta desmembración de Siria, del Líbano y de Libia, por no mencionar esa guerra silenciosa —al menos para España— e incesante desde hace demasiados años que atraviesa el Sahara desde El Chad hasta Burkina Faso.



Ya ven: un siniestro arco de horror y muerte, que se va cerniendo con la misma lentitud pringosa con que se esparce el aceite entorno a Europa y cuyas consecuencias se nos anuncian terribles; mientras nuestros dirigentes, más allá de operísticas declaraciones y otros gestos de gran efecto dramático, se han demostrado inútiles para acometer una sola acción que haya conducido a un eficaz y rápido apaciguamiento de cualquiera de estos mortíferos y acechantes frentes. Entonces, caigo en la cuenta de que si no han sido hábiles para imponer el sosiego en Kosovo, ¿cómo puñetas van a ser capaces de abordar con energía y claridad la pacificación de los otros y mucho más enrevesados conflictos? Por lo que, y como en el poema de Jaime Gil de Biedma, “definitivamente/ parece confirmarse que este invierno/ que viene, será duro./ Adelantaron/ las lluvias, y el Gobierno,/ reunido en consejo de ministros,/ no sabe si estudia a estas horas/ el subsidio de paro/ o el derecho al despido,/ o si sencillamente, aislado en un océano,/ se limita a esperar que la tormenta pase/ y llegue el día, el día en que, por fin,/ las cosas dejen de venir mal dadas”.

En tanto, las calles se nos llenan de señoritas que pasean a sus perros como antes las tías solteras exhibían a los sobrinitos repipis, alguna que otra estruendosa ruptura matrimonial ocupa el espacio de los noticiarios y el mundial de fútbol se aproxima como el gran baño lustral donde el pueblo enfebrecido olvidará que su sueldo ya no da para los opíparos fines de semana de hace apenas un par de años; si para entonces, claro, Europa no sufre un apagón general y andamos todos entre la tiniebla con candelabros y palmatorias como en una película de Bela Lugosi.

Y en medio de esta turbulenta marejada me encuentro con una novedad literaria —de lo que, en propiedad, deben ocuparse estas líneas— verdaderamente reseñable; más que eso, celebrable casi con alarde de fuegos de artificio: la reedición por Drácena de ese monumento que es El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría.

Todo comenzó cuando el inefable Santiago Palacios, apacible regente de ese rincón barojiano llamado Sin Tarima, en Madrid, me señaló su disgusto porque este enorme relato ya no se hallaba disponible para nuestras librerías. Rápidamente informé a Drácena; la pesquisa para conseguir sus derechos fue algo intrincada por unos desdichados y luctuosos percances acaecidos a los herederos de Alegría, pero al final, Drácena lo consiguió y hoy cualquier lector español puede disfrutar de nuevo con esta relatoria enorme, directa, certera de la cruel trapisonda a la que se ve sometida una comunidad tribal, los rumi, al norte del Perú, casi en la frontera con El Ecuador, una zona montuosa y adversa para el hombre pero donde estos afanosos indios extraen con tesón su supervivencia, hasta que el potentado de la comarca, Álvaro de Amenábar, apetece sus predios; el resto es este novelón.

Y es que El mundo es ancho y ajeno se ubica en el centro de la sucesión de esas novelas llamadas indigenistas que sino arrancan propiamente, al menos descuellan con Los de abajo (1916), de Mariano Azuela, o Tungsteno (1931) de César Vallejo, o Huasipungo (1934), de Jorge Icaza, y prosiguen ya con un sesgo que inicia el “realismo mágico” con Don Goyo (1933), de Demetrio Aguilera Malta, u Hombres de maíz (1949), del gran Miguel Ángel Asturias, y verán una brillantísima culminación con Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962), ambas de Rosario Castellanos; dejo aparte, por su proximidad y paisanaje con Alegría, a José María Arguedas, cuya narrativa, en su integridad, desde Yawar fiesta (1941) hasta la inconclusa El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), pasando por la más conocida, Los ríos profundos (1958), indaga agónicamente en la postergada y azotada circunstancia que vive el indio en nuestras Américas, con sus periódicos y estériles levantamientos sin que se atisbe solución con porvenir, incluso, ahora, pasados tantos años desde que esta ominosa discriminación se manifestase en aquellas repúblicas a final del siglo XIX, con las primeras y sangrientas revueltas.

Porque El mundo es ancho y ajeno expone ese conflicto que, en este momento, algunos dirigentes hispanoamericanos atribuyen con desparpajo a los conquistadores castellanos como si no hubiesen llovidos cinco siglos sobre sus países; los dos últimos, de absoluta independencia. En fin, mendaces pretextos de truchimán para ocultar que no hay más solución, dados estos tiempos de desbocada competición tecnológica, que aquella señalada por Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar: una justicia verdadera y una profunda educación, algo que, por otra parte, está en sus manos y para cuya aplicación se muestran tan torpes como sus homónimos europeos ante los peligros que señalé al principio.

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