FIRMA INVITADA

Secuestran a Banksy mientras Picasso aguarda

Secuestran a Bansky
Gastón Segura | Lunes 12 de diciembre de 2022

En tanto nos conducimos hacia el cincuentenario de la muerte de Picasso, que se anuncia ya con jugosas exposiciones, me encuentro con un par de noticias, casi simultaneas y con bastante guasa, sobre ese singular grafitero llamado Banksy.



Verán, en Barcelona, la sala Espai Trafalgar se ha rebautizado como Museu Banksy al incorporar treinta nuevas copias a su colección de reproducciones de este artista a tamaño real y sobre muros casi idénticos; por cuanto si ya había atraído a cien mil personas, desde este momento, sus propietarios piensan multiplicar tal cantidad, cobrando la entrada a 12’80 € por visitante. Chanceándome aún con esta noticia, me tropecé con que la policía ha detenido al menos a ocho individuos mientras extraían el enlucido de una casa arrasada en Gostomel, a las afueras de Kiev, donde Banksy había estampado uno de sus recientísimos dibujos contra la guerra que padecen aquellos territorios. Al parecer, la capa de pintura con la ilustración se halla en buen estado; es más, las autoridades ucranianas pretenden preservarla como un monumento a su resistencia. Por supuesto, algo tan sorprendente, como es arrancar cuidadosamente el rebozo de una pared para llevarse la pintada allí impresa, se debe a que en el mercado un Banksy genuino alcanza millones de euros; válganos considerar que en 2019, la puja por una de sus obras en Sotheby’s, concretamente Devolved Parliament (Parlamento transferido [2009]), ascendió a once millones de euros; si bien se trataba de un óleo original. No obstante; el año anterior y en la misma sala, una reproducción de su famoso graffiti Girl with Balloon (Niña con globo [2002]) se autodestruyó a la vista pública tras ser adjudicada por un millón de libras; aunque Sotheby’s ya tenía preparada una reproducción, con otro título —todo un detalle—, que el comprador se llevó sin regatear ni un penique. Pero reparen en que tanto la destruida como la finalmente vendida eran copias del célebre graffiti estampado en un muro de Shoreditch, en Londres, que ya había sido extraído y vendido por una empresa especializada, en septiembre de 2015, por medio millón de libras.

Entre tanto, poco podemos añadir sobre la identidad o sobre el aspecto físico de Banksy a lo esbozado por Simon Hattenstone, en una entrevista publicada en The Guardian, el 17 de julio de 2003: se trata de un inglés, ahora, cercano a la cincuentena, con un diente y un zarcillo de plata —o al menos cuando se realizó la interview—, que se manifiesta por Instagram o por medio de su agente de comunicación Joanna Brokks; como ven: muy escasos trazos, más lo insinuado por su documental Exit Through the Gift Shop (Salida por la tienda de regalos [2010]) y alguna foto, como la realizada en Chiapas en 2001; todo eso es cuanto sabemos de la persona. Y contra este premeditado anonimato; ante cualquiera de sus obras, nadie precisa que se le indique el autor: todo el mundo reconoce un Banksy; es más, cada aparición de una de sus elocuentes y sarcásticas pintadas es celebrada y divulgada por los periódicos del mundo y trasladada, rápidamente, a camisetas y a otros objetos de uso corriente. Y con resultar todo esto asombroso por tratarse de ilustraciones callejeras, sometidas a la degradación de la intemperie o a ser manchadas por nuevos graffitis —como ha sucedido en varias ocasiones— nos encontramos, encima, con que la mayoría están realizadas mediante estarcido y, por tanto, son reproducibles de inmediato en cualquier otra pared. En consecuencia; un cúmulo de hechos que convierten la irrupción de Banksy en una aguda e incontestable crítica contra el arte plástico contemporáneo.

Y en absoluto nos sirve catalogarlo, para atenuar su incisiva presencia, como otro representante del pop-art —recuerden al Grupo Crónica, tan parejo en su uso mordaz de la iconografía, o a Andy Warhol con sus reproducciones seriadas—, habilísimo con nuevos materiales y soportes —spray sobre muro urbano— y cuyos resultados podrían ser comparables a las mejores viñetas de los diarios —piensen, por ejemplo, en los chistes de Andrés Rábago, El Roto—; por tanto, obras calificables artísticamente como inferiores por “reproducibles y perecederas”, cuando paradójicamente admiran y emocionan a multitudes de distintos países, quienes, encima, las identifican sin titubear. Por contra, en el mundo —o mejor, en el mercado— del arte contemporáneo se precisa garantizar la genuinidad de la pieza y la autentificación de la firma para la valoración —al menos, monetaria— de cualquier obra; hechos ridiculizados rotundamente por el proceder furtivo de Banksy.

Mientras, nos aguarda el cincuentenario de Picasso, quien jamás abandonó la figura como el más efectivo método para emocionar al hombre; es más, la redefinió incesante y vigorosamente para que sus congéneres contemplasen el mundo tal como él ansiaba; pero ¿queda algo de este primordial empeño en el arte contemporáneo o se ha reducido a una satinada etiqueta como coartada mercantil? ¿Y si así fuera, el arte contemporáneo no debería cuestionarse, ante el surgimiento de Banksy, dado su probado valor crematístico, por un lado, y su clamorosa aceptación, por otro, su elitismo como estrategia comercial? O mejor; ante sus vacuas instalaciones o antes sus aparatosos montajes digitales o ante la actitud de muchos coleccionistas atraídos solo por las cotizaciones de las piezas, ¿no debería preguntarse si no anda tan desnudo como el emperador del cuento de Andersen? La fuente (1917), de Marcel Duchamp, o Jackson Pollock trazando una raya continua sobre la carretera más bien lo sugieren.

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