De regreso de Tomis-Constanza, sin poder regresar, sobrevolando las nubes, sobrevolando el avión que en vano intentaba encerrarme entre cuatro latas, cruzando el cielo me pregunté por qué, cuando anunciaron mi nombre como uno de los dos laureados con la máxima distinción del III Simposio Internacional de la Academia Tomitana y la Academia Universalis Poetarum, al acercarme a recibir la réplica del “Cocoșul” de Brancusi no pude pronunciar una palabra, se me cerró la garganta y dos lágrimas se deslizaron por los surcos de mis mejillas.
Nunca le di a premios y distinciones gran importancia; escribo, y el que alguien me lea es mi recompensa, los premios los entiendo simplemente como un reconocimiento a la palabra.
Sin embargo, esa noche al cerrarse el Simposio, la emoción me invadió. Hoy intento saber el porqué, y presentar mis excusas a quienes no supe agradecer, o agradecí, raro en mí, con mi silencio.
Quizás fueron esos siete días escuchando a sesenta poetas y académicos, académicas, venidos desde lejanas latitudes; a unos los conocía y nos unía una ya profunda amistad, a otros los conocí, más allá de sus versos ya leídos en la distancia. Allí nacieron nuevas amistades, y amistad de poeta es amistad eterna.
Fue esa amistad la que cerró mi garganta, y es cierto, pero había algo más allá.
Como lo definió Brancusi, “Le Coq es el reloj natural de la gente, anunciaba la llegada del alba, de la luz” y con su canto salían los sembradores a depositar una semilla en el vientre de la tierra, un dolor o una alegría en un verso.
La distinción, entonces, y así lo entendí, era para aquellos que alimentan mi escritura, ellos, ellas, los de abajo, los olvidados, los exiliados del mundo entero, aquellos que dieron, y dan vida, sangre, dolor y muerte a mis versos.
En segundos, por mi garganta cerrada desfilaron siete días.
En los versos y hermano acento de dos poetas argentinos, hacía eco en mi mente el vaso vacío de mi argentina, esa mujer que, en una helada noche en Manhattan, sentada en el suelo, falda corta, blancas botas, sin mirarme elevaba su voz desde un vaso de café, vacío, tres monedas en el fondo, diciéndome: arráncame del frío, llévame, llévame en un verso.
Dos poetas de mi tierra me devolvieron los bosques salvajes de mi niñez.
Los desaparecidos regresaron en la voz de un joven poeta colombiano susurrándome al oído: nunca desaparecerán, los encontramos en nuestros versos.
Y así tantos, sesenta, unidos en la palabra, amándonos en la palabra, comulgando uno del otro en siete días.
Un festival, un simposio cobra su sentido al permitir conocernos, intercambiar poemas y sembrar un verso más cuya semilla caerá en otro festival y de este saldrá otra semilla que dará fuerza a otro festival, y así hasta llegar a construir nuestro próximo poema.
Cómo me hubiera gustado nombrarlos a todos, todas, hablar de cada momento vivido en Tomis-Constanza, pero estas son palabras revoloteando sobre las nubes en un viaje del que jamás regresaré.
¡Gracias! ¡Gracias, poetas!
Eso querían decirles las dos lágrimas que se deslizaron por mis mejillas.
Palabra de poeta.