LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

CATALINA DE ERAUSO

Joseba Urretavizcaya y Álvaro Bermejo

PASIÓN Y GLORIA

Álvaro Bermejo | Sábado 01 de noviembre de 2025

El pasado viernes, en un viejo convento de San Sebastián, el de Santa Teresa, sobre el que se alzó en su tiempo la ermita de Santa Clara, presentábamos un libro inusual: “Catalina de Erauso. Pasión y Gloria”. Tan inusual como su protagonista. Aquella que entraría en la historia como la Monja Alférez. Un apelativo clarividente, en el que se funden un sustantivo femenino y otro masculino. Monja, pese a que nunca pasó de novicia. Y alférez, que bien pudo ser capitán, si no le hubiera vedado el paso su encarnizamiento en batalla. Sin contar los duelos a espada, nunca provocados por ella, en los que dejó doce cadáveres. Incluido el de su hermano.



Hablamos de la -o del- donostiarra más universal de la historia. Una figura excepcional cuya realidad supera cualquier ficción. Roza las alturas del mito cuando la inmortaliza Thomas de Quincey, capitaliza monográficos de publicaciones tan prestigiosas como la Revue des deux mondes o el British Magazine. Madrid la eleva a icono referencial en el World Gay Pride de 2017. Sara McLaughlin funde su retrato con los de Marilyn Monroe y Andy Warhol en su muestra Trans -Diversidad de identidades y roles de género.

El insólito perfil de Catalina de Erauso interpela a cada generación, y ya tocaba revisitarlo desde la nuestra -más aún desde su ciudad natal-. Evitando, de entrada, caer en excesos como el de someterla a un diagnóstico retrospectivo, como si fuera nuestra contemporánea. No le fue en absoluto. Buscándose a sí misma huyó de su sexo biológico, de su familia y su noble entorno, de un destino impuesto, el conventual, cuando la ingresaron en su primer convento, el de las dominicas de San Sebastián. Apenas contaba cuatro años. Su primera fuga, a los quince. Se corta el pelo a trasquilones, se cose un jubón de mancebo, y desaparece.

Su figura fantasmal no ha dejado de crecer desde entonces. ¿Quién fue? ¿qué fue? Difícilmente cabe calificarla como lesbiana, pues su vida conventual, entre suculentas novicias, hubiera podido saciar todos sus apetitos. Tampoco tenía nada de hermafrodita: biológicamente, como hemos dicho, nace mujer. Y añadamos un acento más: muere virgen. Catalina se siente hombre desde su infancia. No juega con muñecas, sino con espadas. Por eso no se disfraza cuando se viste de muchacho. Sucede a la inversa: cuando se disfraza es cuando la fuerzan a vestirse de mujer. Su retrato se acerca más al de un transexual avant la lettre, cuando aún no existía esa palabra ni ningún concepto análogo en el que pudiera reconocerse.

Sintiéndose hombre de los pies a la cabeza es como declara, de puño y letra en su Relación, que le gustan las mujeres –“y de entre ellas, las más bonitas y no las feas”-. Aunque el retrato en que la inmortaliza Juan Van der Hamen, cuando regresa a España para ser recibida por el Rey Planeta -Felipe IV-, semeja una adusta virago, comparable a aquella Dulcinea “de pelo en pecho”, como la pinta Cervantes, en su juventud fue sin duda más agraciada. Lo suficiente para seducir a unas cuantas doncellas de la España virreinal, “triscar entre sus faldas” -como confiesa-, y salir huyendo, una vez más. También con sus palabras: “antes la muerte que el matrimonio”.

Este Casanova inverso, verdaderamente de armas tomar, no se jacta ni se adorna. Cuenta su vida, una vida al límite, siempre de batalla en batalla, reservándose para sí la más enconada. ¿Cuál? Triunfar sobre su condición hasta ganarse a estocadas el respeto de todo. “Dulcinea” de Erauso hace suyo el santo y seña de Don Quijote: “Yo soy quien soy”. Y nada más. Única, o único, en su género. Y en todos los géneros, hasta su muerte.

Jamás tuvo conciencia de pertenecer a una minoría sexual, ni fue abanderada de causa alguna, salvo la suya personal. Tampoco se desplaza a las Indias tras el mito de El Dorado, como tantos. A diferencia de Pizarro o Cortés, nace dentro de una de las sagas más ilustres de la Gipuzkoa de su tiempo, la de los Erauso, hacendados, terratenientes, armadores de buques que suben hasta Terranova a la caza del bacalao. La suya tiene otro horizonte: para ella América es literalmente ese “Nuevo Mundo” en el que sueña conquistarse a sí misma, para ser quien quiere ser.

Tras un rosario de duelos y quebrantos que dejan pálidas las andanzas de Alatriste, llega a Chile y, en la ciudad de Concepción, se da de bruces con su hermano. Él no puede reconocerla: Miguel de Erauso cruzó el Atlántico cuando ella era una niña de tres años. Y por añadidura, tiene delante a un soldado de mala marcha, en quien nadie presupone una mujer. Ella, o él, si reconoce a quien lleva su misma sangre y su apellido. Pero no le revela su identidad. Le va la vida en ello. Vuelven a encontrarse en un duelo al que acuden como padrinos, ambos enmascarados. El duelo a dos, deriva en tumulto a cuatro. En el cruce de aceros el de Catalina atraviesa el pecho del otro padrino. Cae a tierra, moribundo. Según le quita el antifaz, él verbaliza el horror que se apoderará de su alma hasta el fin de sus días: “Soy Miguel de Erauso”, dice el que muere. Y quien le ha matado siente que la “C” inicial de su nombre muta en la de Caín. Sin ser consciente, ha perpetrado el crimen bíblico por antonomasia. Pesará sobre su conciencia hasta el final.

Vuelve a ponerse en fuga, hacia otras batallas, hacia otros lances, ya con dos condenas a muerte sobre su morrión. La decisiva, aquella que sucede cerca de Ayacucho. En medio de la refriega comparece un obispo, Agustín de Carvajal. Los duelistas deponen sus armas, el prelado se lleva a un aparte a Catalina, le habla “con gran dulzura”. Y es así como entra en la leyenda, descubriendo por primera vez su identidad. No la verdadera, sino la oculta: “Soy mujer”.

Tras escuchar su rendida confesión, y en un tiempo en que sigue en vigor el mandato del Deuteronomio –“no vestirá el hombre de mujer, ni la mujer de hombre”-, lejos de condenarla a los fuegos del infierno, Carvajal responde: “os venero como una de las personas más notables de este mundo, y haré cuanto pueda para protegeros”. Increíble pero cierto, como todo en su desmesurada historia. Poco después, es convocada por el arzobispo de Lima. La ya conocida como la Monja Alférez entra en la capital del Virreinato en medio de un tumulto formidable, poco menos que como una reina, en litera, escoltada por seis clérigos y seis hombres de espada.

En 1624 se embarca en Cartagena de Indias. Ya es el mismo Rey Planeta quien la solicita. Tras desembarcar en Cádiz, permanece en Sevilla diez días, “en hábito de hombre”, asediada por la muchedumbre. Llega a Madrid envuelta en tal expectación que la aconsejan ocultarse. Es el personaje de moda en la Corte, aquel a quien todos codician ver y celebrar. Más que nadie, ese rey que ve en ella un personaje digno de las apasionantes comedias de Lope, un raro centauro vascongado, hecho a sí mismo en las indias fabulosas de las Amazonas. En un país en bancarrota, le concede una renta vitalicia de ochocientos escudos que ya hubiera querido para sí Juan Sebastián Elcano tras dar la vuelta al mundo. ¿Acaso no la dio a su manera?

Así lo sancionaría el mismo Papa, Maffeo Barberini -Urbano VIII-, cuando la convoca al Vaticano. Aparta de su paso a la muy santa Inquisición, y “santifica” a la de Erauso bendiciéndola ante el pleno colegio cardenalicio. Una ceremonia que se celebra con una fiesta de alto bordo en el mismo Vaticano. ¿A cuenta de qué proeza a favor de la Cristiandad? ¿Nada más que por el mero accidente de haber sido novicia y luego alférez, ocultando su sexo? Aquí sí podemos consentirnos ser contemporáneos: revelar su condición a cara descubierta, abrir esa brecha de visibilidad transexual, cuando aún ni siuquiera se concebía el término, importaba más que ganar cien batallas.

Ganada la decisiva, un giro de guion absoluto. Catalina de Erauso ha sido colmada de honores, ha ganado el reconocimiento universal. ¿Qué hace? Vuelve a embarcarse, ahora rumbo a Veracruz, y desaparece del mundo que tanto la ha celebrado, llevando la vida de un humilde arriero. Muere en los altos de Orizaba, sin más compañía que dos mulas de carga. También entre dos volcanes. De nombres bien proféticos en lo que afecta a la entraña de su historia. Uno, el Cihuatlampa, traduce su nombre, del náhuatl, como “Allá donde las mujeres se levantan”. El otro, también en su misma lengua, lleva el nombre de su virgen guerrera, Nahuani.

A veces la vida se complace en estas paradojas, como si buscara cerrar el círculo de un personaje más grande que ella. La Monja Alférez, viene a morir en el altar de una virgen guerrera indígena. Tan cerca del cielo como del infierno, si nos atenemos a la cercanía de esos dos volcanes. Allá donde las mujeres se levantan.

Nunca antes se conoció un caso semejante, ni se conocería después. Única en su género y en todos los géneros. Se forjó una máscara que revelaba su identidad. Un personaje que acabó suplantando a su persona física, igual que el papel se apodera del actor. Con una salvedad: ella no actuaba. Se interpretó tal como se sentía. Hasta el final. Única en su género, como decíamos. Y en todos los géneros. Catalina de Erauso, pasión y gloria. La que merece, la que le debemos.

TEMAS RELACIONADOS:


Noticias relacionadas