LOS IMPRESCINDIBLES - Álvaro Bermejo

“PUTAS, BRUJAS Y LOCAS”

Putas, brujas y locas
Álvaro Bermejo | Domingo 05 de junio de 2022

¿O sea que el mismo día y a la misma hora? Después de tanto tiempo sin vernos -como diría un snob-, qué joint venture. Al fin coincidía con mi amiga Mado Martínez en una Feria del Libro. Lástima que no precisáramos el lugar. Yo di por hecho que sería en la que visitaba esa tarde, la de Madrid. El mismo día y a la misma hora -todavía estamos riéndonos-, ella estaría en la de Cartagena de Indias.



Dos libros nos acercan cruzando las grandes aguas. El rugido de mi ‘Aquí hay dragones’ no puede encontrar mejores lenguas de fuego que las que destilan sus ‘Putas, brujas y locas’. Un recorrido por las anomalías más insólitas de la condición femenina centrado en aquel tiempo donde a la mujer sólo se le consentían tres caminos, fuera de la santidad o la prostitución: Si nacía en el seno de una familia rica, el de un animal de lujo; si en el de una de clase media, el de un animal de compañía; si en una pobre, el de un animal de carga.

Es la tesis que sostiene Guy Betchel en ‘Las cuatro mujeres de Dios: La puta, la bruja, la santa y la loca’. Si Betchel opta por el análisis doctoral, Mado entra en materia con doce microhistorias de obligada lectura. Tan extraordinarias que, siendo bien ciertas, pelean los límites del realismo mágico. A un paso de doctorarme, confieso que sólo conocía a tres: nuestra desmesurada Catalina de Erauso, la Monja Alférez, aquella Inés Suárez -‘Inés del alma mía’ en la novela de Isabel Allende-, clave en la conquista de Chile, y Malinali -cuyo nombre se traduce como “abanico de plumas blancas”-, la Malinche que enamoró a Hernán Cortés, la primera traductora de América, tanto que españoles, mayas y curacas la llamaban ‘La Lengua’.

Capítulo aparte merecen las brujas de Zugarramurdi, primas hermanas de la asturiana Ana María, la Lobera, de quien se decía que se apareaba con siete lobos diabólicos, como la Magdalena, poseída por otros tantos demonios, hasta que acabó con la soga al cuello. Y del dolor al placer, por inversión, otro punto y aparte para las odaliscas de la legendaria Mancebía de Valencia, cuando la ciudad del Turia se erigió en la gran capital el Mediterráneo en cuanto afecta al libertinaje sexual sin restricciones. Hablamos de tres siglos de vigencia, entre 1325 y 1671, de los que no queda huella. En su tiempo de esplendor, más de ciento cincuenta mujeres, las más cotizadas de Europa, se manifestaban tan devotas de sus artes que durante la Semana Santa las recluían en el Convento de las Arrepentidas. Tal vez se encontrasen allá como en su casa, pues tampoco eran raros entonces los conventos que encubrían burdeles. No en vano la misma santa Teresa aconsejaba a los padres casar a sus hijas, aunque fuera con el hombre más ignaro, antes que noviciarlas. De ahí el rigor de su Regla reformada, que alcanzaba hasta la sospecha de otros desenfrenos, los lésbicos, bajo los hábitos: “Ninguna hermana abrace a otra, ni la toque, ni tengan amistades en particular”.

Mujeres de armas tomar fueron igualmente Isabel Barreto, nombrada capitana general de la flota de Felipe II en los mares de Poniente tras la muerte de su esposo, Álvaro de Mendaña. O Mencía de Calderón, al frente de una trepidante caravana de mujeres casaderas rumbo a ese otro Wild West, el que se abría en los lindes del Río de la Plata. O aquella Elena -o Eleno- de Céspedes, tal vez hermafrodita, la primera mujer que llegó a casarse con otra mujer, también la primera mujer cirujano de nuestra historia. Pero, ¿qué decir de la Beata Dolores, ciega desde los doce años, y quemada a cuenta de los incontables confesores a los que llevó al borde del suicidio con sus artes amatorias, o de la Monstrua de Avilés, una giganta que haría palidecer al de Altzo, o de Lucrecia de León, la profetisa que predijo el desastre de la Invencible, para pasmo de Felipe II, sin dejar de ser “tan bella que hasta un muerto podría preñarla”.

La historia las ocultó a lo largo y ancho de cuatrocientos años. Hoy regresan en el filo de la pluma de Mado con una voz que nos interpela a todos. ¿Por qué lo excepcional en la mujer sigue considerándose una anomalía bajo sospecha? No hay peor Inquisición que la del prejuicio. Quita, quita -trinó el canario-, ¡estamos a salvo! Tardó en advertir que ya estaba dentro de la boca del gato.

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