El texto de Delibes está incluido en Mi vida al aire libre (Memorias deportivas de un hombre sedentario). Fragmento del capitulo III. Barcelona, Ediciones Destino, 1989. Colección Áncora y delfín, núm. 638); publicado con antelación en un libro para niños (Valladolid, Miñón, 1988).
Yo no hacía más que dar vueltas por los paseos laterales, a lo largo de la tapia, con regreso por el paseo central, pero, al franquear el cenador con su mesa y sus bancos de piedra, las enredaderas chorreando de las pérgolas, azotándome el rostro, vacilaba, la bicicleta hacía dos eses y estaba a punto de caer pero, felizmente, la enderezaba y volvía a pedalear y a respirar tranquilo: tenía el camino expedito hasta la vuelta siguiente. Y así, una y otra vez, sin medir el tiempo. Mi padre, que todos los veranos leía el Quijote y nos sorprendía a cada momento con una risotada solitaria y estrepitosa, me había dicho durante el desayuno, atendiendo a mis insistentes requerimientos para que me enseñara a montar:
-Luego; a la hora de comer. Ahora déjame un rato.
Para un niño de siete años, los luego de los padres suelen suponer eternidades. De diez a una y media me dediqué, pues, a contemplar con un ojo la bicicleta, de mi hermano Adolfo, apoyada en un banco del cenador (una Arelli de paseo, de barras verdes y níqueles brillantes, las palancas de los frenos erguidas sobre los puños del manillar) y con el otro, la cristalera de la galería que caía sobre el jardín, donde mi padre, arrellanado en su butaca de mimbre con cojines de paja, leía incansablemente las aventuras de don Quijote. Su concentración era tan completa que no osaba subir a recordarle su promesa. Así que esperé pacientemente hasta que, sobre las dos de la tarde, se presentó en el cenador, con chaleco y americana pero sin corbata, negligencia que caracterizaba su atuendo de verano:
-Bueno, vamos allá.
Temblando enderecé la bicicleta. Mi padre me ayudó a encaramarme en el sillín, pero no corrió tras de mí. Sencillamente me dio un empujón y voceó cuando me alejaba:
-Mira siempre hacia adelante; nunca mires a la rueda.
Yo salí pedaleando como si hubiera nacido con una bicicleta entre las piernas. En la esquina del jardín doblé con cierta inseguridad, y, al llegar al fondo, volví a girar para tomar el camino del centro, el del cenador, desde donde mi padre controlaba mis movimientos. Así se entabló entre nosotros un diálogo intermitente, interrumpido por el tiempo que tardaba en dar cada vuelta:
-¿Qué tal marchas?
- Bien.
-¡No mires a la rueda! Los ojos siempre adelante.
Pero la llanta delantera me atraía como un imán y había de esforzarme para no mirarla. A la tercera vuelta advertí que aquello no tenía mayor misterio y en las rectas, junto a las tapias, empecé a pedalear con cierto brío. Mi padre, a la vuelta siguiente, frenó mis entusiasmos:
-No corras. Montar en bicicleta no consiste en correr.
-Ya.
Le cogí el tranquillo y perdí el miedo en menos de un cuarto de hora. Pero de pronto se levantó ante mí el fantasma del futuro, la incógnita del «¿qué ocurrirá mañana?» que ha enturbiado los momentos más felices de mi vida. Al pasar ante mi padre se lo hice saber en uno de nuestros entrecortados diálogos:
-¿Qué hago luego para bajarme?
-Ahora no te preocupes por eso. Tu despacito. No mires a la rueda.
Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego. Las ruedas siseaban en el sendero y dejaban su huella en la tierra recién regada, pero la incertidumbre del futuro ponía nubes sombrías en el horizonte. Daba otra vuelta. Mi padre me sonreía:
-Y cuando me tenga que bajar, ¿qué hago?
-Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el pie en el suelo.
Rebasaba el cenador, llegaba a la casa, giraba a la derecha, cogía el paseo junto a la tapia, aceleraba, alcanzaba el fondo del jardín y retornaba por el paseo central. Allí estaba mi padre de nuevo. Yo insistía tercamente:
-Pero es que no me sé bajar.
-Eso es bien fácil, hijo. Dejar de dar pedales y pones el pie del lado que caiga la bicicleta.
Me alejaba otra vez. Sorteaba el cenador, topaba con la casa, giraba ahora a la izquierda, recorría el largo trayecto junto a la tapia hasta alcanzar el fondo del jardín para retornar al paseo central. Mi padre iba ya caminando lentamente hacia el porche:
-Es que no me atrevo. ¡Párame tú! -confesé al fin.
Las nubes sombrías nublaron mi vista cuando oí la voz de mi padre a mis espaldas:
-Has de hacerlo tú solo. Si no, no aprenderás nunca. Cuando sientas hambre subes a comer.
Y allí me dejó solo, entre el cielo y la tierra, con la conciencia clara de que no podía estar dándole vueltas al jardín eternamente, de que en uno u otro momento tendría que apearme, es más, con la convicción absoluta de que en el momento en que lo intentara me iría al suelo.
En las enramadas se oían los gorjeos de los gorriones y los silbidos de los mirlos como una burla, mas yo seguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia, sorteando las enredaderas colgantes de las pérgolas del cenador. ¿Cuántas vueltas daría? ¿Cien? ¿Doscientas? Es imposible calcularlas pero yo sabía que ya era por la tarde. Oía jugar a mis hermanos en el patio delantero, las voces de mi madre preguntando por mí, las de mi padre tranquilizándola, y persuadido de que únicamente la preocupación de mi madre hubiera podido salvarme, fui adquiriendo conciencia de que no quedaba otro remedio que apearme sin ayuda, de que nadie iba a mover un dedo para facilitarme las cosas, incluso tuve un anticipo de lo que había de ser la lucha por la vida en el sentido de que nunca me ayudaría nadie a bajar de una bicicleta, de que en éste como en otros apuros tendría que ingeniármelas por mí mismo.
Movido por este convencimiento, pensé que el lugar más adecuado para el aterrizaje era el cenador. Había de llegar hasta él muy despacio, frenar ante la mesa de piedra, afianzar la mano en ella, y una vez seguro, levantar la pierna y apearme. Pero el miedo suele imponerse a la previsión y, a la vuelta siguiente, cuando frené e intenté sostenerme en la mesa, la bicicleta se inclinó del lado opuesto, y yo entonces di una pedalada rápida y reanudé la marcha. Luego, cada vez que decidía detenerme, me asaltaba el temor de caerme y así seguí dando vueltas incansablemente hasta que el sol se puso y ya, sin pensármelo dos veces, arremetí contra un seto de boj, la bicicleta se atoró y yo me apeé tranquilamente. Mi padre ya salía a buscarme:
-¿Qué?
-Bien.
-¿Te has bajado tú solo?
-Claro.
Me dio en el pestorejo un golpe cariñoso:
-Anda, di a tu madre que te dé algo de comer. Te lo has ganado.
El texto es un relato escrito en primera persona en la que el narrador y el protagonista coinciden. Del resto de los personajes, el único relevante en el desarrollo argumental es su padre -tan solo hay una referencia indirecta a su hermano Adolfo y a su madre-. Sobre él recae la función de inculcarle a su hijo que debe aprender a hacer las cosas por sí mismo, que en la vida cada cual debe desarrollar el ingenio necesario para afrontar las dificultades en soledad y salir airoso de ellas, máxima vital que el hijo reconoce.
El ritmo narrativo del texto es ágil, y a él contribuye la abundancia de formas verbales, empleadas con acierto gramatical y estilístico por Delibes; (sirvan como ejemplo estas oraciones: “Mi padre, que todos los veranos leía el Quijote y nos sorprendía a cada momento con una risotada solitaria y estrepitosa, me había dicho durante el desayuno, atendiendo a mis insistentes requerimientos para que me enseñara a montar: -Luego; a la hora de comer. Ahora déjame un rato”). Por lo demás, la secuencia temporal y espacial de los acontecimientos está perfectamente establecida: “sobre las dos de la tarde”, el padre del protagonista le ayuda a subir a la bicicleta y, una vez que ha aprendido a circular con ella, lo deja solo, aunque no se sepa bajar, porque considera que debe aprender a hacerlo por sí mismo; el niño sigue dando vueltas y más vueltas con la bicicleta, por miedo a caerse al intentar bajarse de ella: “ya era por la tarde”; y como no se liberaba del temor de caerse, continuó dando vuelta sin detenerse “hasta que el sol se puso”: entonces fue cuando atascó la bicicleta en un seto de boj y se apeó de ella con toda tranquilidad.
Integrados en el relato hay breves diálogos entre padre e hijo y algunos elementos descriptivos; (así, por ejemplo, la descripción de la bicicleta de su hermano Adolfo. El protagonista dice que se trata de “una Arelli de paseo, de barras verdes y níqueles brillantes, las palancas de los frenos erguidas sobre los puños del manillar”. Sabemos que el sillín está a una altura considerable en relación con la estatura de un niño de siete años, ya que “mi padre -dice el propio protagonista- me ayudó a encaramarme”; y también hay una referencia a la llanta de la rueda delantera, “que me atraía como un imán y había de esforzarme para no mirarla”. Y quizá la bicicleta no estuviera bien engrasada -porque “las ruedas siseaban [emitían repetidamente un sonido parecido al inarticulado de s y ch] en el sendero”-, pero tiene buena dirección, buenos frenos y permite dar con los pies impulsos de diferente intensidad y recorrido).
Es interesante resaltar que el padre del protagonista leía todos los veranos El Quijote, lectura que le provocaba reacciones de hilaridad, mostrada con continuas risas y carcajadas; y que lo hacía cómodamente apoltronado en una butaca de mimbre con cojines de paja. Esta actividad era frecuente y se concentraba hasta tal punto en la lectura que terminaba por abstraerse de la realidad circundante. De hecho, su hijo no se atreve a interrumpirle para que le enseñe a montar en bicicleta, tal y como le había prometido durante el desayuno.
El texto tiene un carácter reiterativo -reiteración en la que reside, en parte, su gracia-; y en él, el protagonista -el propio Delibes, de niño- relata los esfuerzos que hace para aprender a montar en bicicleta; el miedo que le atenaza ante el hecho de no saber cómo bajarse de ella, lo que le lleva a estar pedaleando durante horas y horas; y cómo, al fin, termina atascando la bicicleta en un seto de boj y bajándose tranquilamente de ella.
Paralelamente a esta trama se pone de manifiesto el eje temático que articula el texto: la autosuficiencia para andar por la vida. El padre del protagonista no le quiere ayudar a bajar de la bicicleta; simplemente le da instrucciones de cómo se hace: “Muy sencillo; frenas, dejas que caiga la bicicleta de un lado y pones el pie en el suelo”; y ante la insistencia de su hijo -“Pero es que no me sé bajar”-, le reitera las instrucciones: “Eso es bien fácil, hijo. Dejar de dar pedales y pones el pie del lado que caiga la bicicleta”. Y como el niño no se atreve a bajar -“¡Párame tú!”-, el padre es tajante: “Has de hacerlo tú solo. Si no no aprenderás nunca”. Tras unas horas de pedaleo, el niño es consciente de que debía valerse por sí mismo, y lo expresa con toda claridad: “fui adquiriendo conciencia de que no quedaba otro remedio que apearme sin ayuda, de que nadie iba a mover un dedo para facilitarme las cosas, incluso tuve un anticipo de lo que había de ser la lucha por la vida en el sentido de que nunca me ayudaría nadie a bajar de una bicicleta, de que en éste como en otros apuros tendría que ingeniármelas por mí mismo”. Lo cierto es que el niño termina bajando de la bicicleta de una forma algo peculiar -arremetiendo contra un seto de boj, en donde quedó atorada-, y el padre se muestra afectuoso con su hijo porque ha resuelto por sí mismo un problema que parecía irresoluble.
Fijemos la atención exclusivamente en el plano léxico-semántico de la lengua y en algunos de los recursos literarios empleados por Delibes. La oración “En las enramadas se oían los gorjeos de los gorriones y los silbidos de los mirlos como una burla, mas yo seguía pedaleando como un autómata, bordeando la línea de la tapia” contiene dos comparaciones o símiles. En la primera, gorriones y mirlos parece que con sus silbidos se ríen de los problemas del muchacho, subido en la bicicleta y sin saber bajarse de ella; y, en la segunda, el muchacho pedalea de forma automática, mecánicamente, casi sin ser consciente de ello. De esta manera, al comparar una cosa (los gorjeos de los gorriones y los cantos de los mirlos, y la forma de pedalear del protagonista) con otra ([como] una burla y [como] un autómata, respectivamente), Delibes logra conferir una mayor viveza a la expresión. Por otra parte, la oración “Pero la incertidumbre del futuro ponía nubes sombrías en el horizonte” hay que entenderla metafóricamente, y ponerla en conexión con esta otra para desentrañar su exacto sentido: “Daba otra vuelta pero en mi corazón ya había anidado el desasosiego”. El protagonista le ha cogido el tranquillo a eso de montar en bicicleta, y en menos de un cuarto de hora ha perdido el miedo; pero no sabe cómo bajarse de ella, y de ahí que el futuro que tiene ante sí no resulte muy halagüeño, ya que su padre no está dispuesto a ayudarle: ha de aprender a hacer las cosas por sí mismo.
Y una última observación. Hay en el texto un caso de cambio de función sintáctica de una misma palabra. En la oración “Mi padre me había dicho: Luego; a la hora de comer” [te enseño a montar en bicicleta], luego es un adverbio de tiempo que significa “después, más tarde”; y desempeña, por tanto, la función de complemento circunstancial. En cambio, en la oración siguiente -“Para un niño de siete años, los luego de los padres suponen eternidades”-, se ha producido la sustantivación del adverbio que, convertido en nombre funcional, permanece invariable, aunque vaya precedido por el determinante artículo en masculino plural, lo que implica la concordancia de número y persona entre “los luego” y el núcleo del predicado verbal “suponen” (tercera persona, plural).