FIRMA INVITADA

LA ILUSIÓN DE LA LITERATURA, SEGÚN MARCOS GIRALT

Marcos Giralt Torrente
Rafael Balanzá | Martes 09 de septiembre de 2025

Los maestros antiguos, como don Gonzalo Torrente Ballester, no escribían principalmente para su propia época, antes bien, escribían para la posteridad. “Mis lectores –profetizaba melancólico Stendhal- todavía no han nacido”. En esas épocas lejanas, la posteridad existía y era importante; pero a mediados del siglo XX empezó a desvanecerse, tal y como refleja el triste dictum borgiano dedicado a un poeta menor: “La meta es el olvido, yo he llegado antes”. Sospecho que para nosotros, los escritores actuales, la posteridad ya se ha desmoronado casi del todo y sólo queda olvido para repartir. En este crepúsculo de Occidente, cuesta hacerse ilusiones sobre la perduración de una obra o de un nombre. Todo parece ya efímero y caduco y a merced de esa gran simplificación e igualación definitiva a la que llamamos genéricamente inteligencia artificial, y que tiene, como la Virgen María, diversas y coloridas advocaciones.



No es casual que el primer sintagma de este artículo (“Maestros antiguos”) corresponda a una celebérrima novela de Thomas Bernhard; ya que fue el libro que leí este verano inmediatamente después de “Los ilusionistas”, de Marcos Giralt Torrente. Uno de los personajes de la novela de Bernhard (el octogenario e inolvidable Reger) tacha de cursi a Beethoven, nada menos, y ridiculiza, entre muchos otros, a Heidegger, considerándolo un filósofo mediocre. La cultura como negación, como nulidad autocanceladora, el arte hastiado de sí mismo es uno de los temas que aborda el autor austríaco en su espléndida obra. Y este precisamente, el del hastío literario, podría ser uno de los puntos de contacto con la de Giralt Torrente. “De mí ya no se acuerda nadie”, dirá su tío Gonzalo Torrente Malvido en algún momento de esos últimos años, convertido ya en sombra errabunda, en alma en pena, herrumbrosa y desnortada, después de una asombrosa vida de bucanero con talento literario. Guiado por otra de sus tías (M., en el libro) fue precisamente como Marcos, según nos revela, descubrió a Thomas Bernhard, esa otra sombra enfermiza que atravesó el ruido y la furia del theatrum mundi riéndose de sí misma y de los demás intérpretes del reparto.

¿Qué queda de lo que escribimos? ¿Qué valor último tiene? ¿Qué sacrificios merece la literatura? Estas preguntas, y otras sobre la familia, sobre sus lastres ocultos y sus taras morales hereditarias constituyen el meollo de esta obra autobiográfica (¿por qué ese empeño en llamar novela a lo que evidentemente no lo es?) de Marcos Giralt.

No es fácil juzgar la calidad de un libro que nos interesa, en primera instancia, por circunstancias parcialmente extraliterarias. Aclaremos esto un poco. Para alguien con aficiones náuticas, “Billy Budd” puede ofrecer un aliciente añadido; “Mi último suspiro”, de Buñuel, nos interesa no solo ni principalmente por su valor literario, sino por ser el relato de un testigo privilegiado del siglo XX; “Hadyi Murad”, de Tólstoi, recompensa a todos sus buenos lectores, pero doblemente a quienes quieren conocer las guerras del Cáucaso en la Rusia del siglo XIX. Las ficciones de Kafka o de Borges, por otra parte, se asemejan a ese “Castillo de los Pirineos” de René Magritte: no tienen nada en lo que apoyarse que no sea el ingrávido hechizo de su poder de sugestión.

Una parte de mi interés inicial por este libro tiene que ver con el hecho de haber saludado a Torrente Ballester, un lejano día en la Universidad de Murcia; y, asimismo, con mi breve saludo a su nieto Marcos en el café Gijón de Madrid, durante la comida para corresponsales extranjeros que organizó la editorial en la presentación de mi primera novela. Estas circunstancias han condicionado ligeramente mi lectura de “Los ilusionistas”. Si intento una aproximación en la estela de la seria y agonizante tradición de la crítica literaria, debería notar en primer lugar que su prosa, recamada de tropos inspirados, aunque no deslumbrantes, adolece de pequeñas debilidades que agrietan el sólido edificio narrativo; verbi gratia, alguna chirriante falta de concordancia: “El viaje a Valencia existió. Lo que no está clara es la cronología.” (Página 123); así como el uso impropio de algún adjetivo, por ejemplo en esas “excusas atrabiliarias” de su tío Gonzalo para disculpar los novillos escolares de su sobrino, y que acaso habría sido más preciso describir como fantasiosas o extravagantes (una imaginaria visita del adolescente a la Moncloa o a la Zarzuela, según se nos explica), ya que por ninguna parte se percibe aquí esa “atrabilis”, “atra-bilis” o bilis negra del latín, que nos remitiría al campo semántico de la cólera y de la violencia, muy ajeno a este caso. Aprovecho la ocasión para recordar al añorado profesor Senabre, quien en cierta ocasión me reprochó –y con razón, mal que me pese- el uso de un prefijo parasitario en la expresión “se autoinculpa”. Ningún escribano está libre de borrón.

Señaladas estas fallas menores, es hora de decir que el libro de Marcos Giralt, por su doble valor (el estrictamente literario y el testimonial, que nos acerca a la historia fascinante y algo trágica de una de las sagas más notables de nuestras letras) me ha parecido de enorme interés y gran mérito. La perspicacia psicológica con que analiza las conductas propias y ajenas tal vez constituya su máximo logro. Son muy brillantes, también, algunas reflexiones filosóficas acerca del devenir humano: “Por un lado está la vida –leemos en la página 70-, y por otro, nosotros, unas veces dentro y otras fuera”. Verdad incómoda, de resonancias rimbaudianas, que concierne a casi todos los seres humanos, pero especialmente a los escritores. Muy a menudo, de modo renuente, el narrador se convierte a lo largo del texto en un moralista. No quiere juzgar (y así lo declara explícitamente en las últimas páginas: “¿A qué miope altura es necesario alzarse para juzgar la de otros?”) pero juzga. Y tal vez incluso condena con excesivo rigor, como cuando echa en cara a su abuelo Gonzalo haber sido un irresponsable por haber engendrado un total de 11 hijos en sus dos matrimonios. Marcos Giralt y yo somos padres de hijos únicos. ¿No advierte el escritor que acaso nuestros vástagos nos espetarán un día no lejano el reproche de signo exactamente opuesto al que él descarga sobre su abuelo? Pues… sí, lo advierte, como vemos unas páginas después, al avanzar en la lectura. Esa tensión, la imposibilidad y la necesidad del juicio, es lo que confiere al relato su foco de interés principal y la magnética energía con que nos atrapa. No hay sanación posible para esa herida indeleble en el corazón de las familias. Los Torrente no constituyen en este punto ninguna excepción. Están en el mismo barco agrietado que los Ferlosio, los Panero o los comunes Pérez, González y Martínez de nuestro entorno.

Y, de este modo, conscientes de que carecemos de autoridad para juzgar (no viene mal recordar a ese “juez penitente” de “La caída” de Albert Camus), sabiendo que la literatura no nos salva de nada, ni nos puede curar tampoco del todo, pero nos ayuda al menos a mantener la herida lo más limpia posible; aunque solo sea para contemplarla en su trágica belleza, únicamente nos queda la compasión debida, de todos por todos: “Pobre abuelo mío, Dios padre y villano ocasional a partes iguales, y pobres sus hijos, costillas desgajadas de él” -página 175-.

La arqueología afectiva y familiar que inició el autor hace más de un decenio, y que dio lugar a aquel “Tiempo de vida”, centrado en la figura de su padre –libro que le valió el Nacional de Narrativa-, se completa ahora con este otro volumen, en el que es su madre quien goza de un protagonismo muy notable, para ofrecernos un díptico repleto de sustancia literaria y biográfica. A modo de corolario, acerca de la mencionada imposibilidad / necesidad de juzgar, servirían, me parece, esas frases devastadoras de Thomas Bernhard en “Tala” (siempre Bernhard, oteando nuestro paisaje inmutable de miserias desde sus heladas cumbres rapsódicas), esas frases que condenan a la humanidad entera al infierno “sartreano” de su propia e irrenunciable compañía: “Nadie tiene ningún derecho, pensaba. El mundo todo es la injusticia. Los seres humanos son lo injusto y lo injusto lo es todo”.

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