Probablemente fue así, con las mareas vivas de septiembre azotando el litoral del Cantábrico. En un margen de diecisiete años, siempre en septiembre, en el de 1908 y en el de 1925, San Sebastián vio nacer primero una insólita Sociedad Oceanográfica alzada desde el voluntarismo, la primera de este país. Y, fruto de ella, el Palacio del Mar, nuestro Aquarium. Más que una fiesta, la historia de nuestra Oceanográfica y de su Palacio del Mar es una novela. Había que contarla.
Fue lo que entendí cuando nos propusieron un libro conmemorativo de ese primer centenario. Joseba Urretavizcaya cubriría la parte gráfica, orquestando imágenes de sus archivos documentales, un siglo de fotografías contando la historia de nuestra ciudad desde el Aquarium, con las suyas en alta definición. Yo también recurrí a dos archivos. La crónica de un humilde modelista naval, Miguel Laburu, el que contó la historia de sus primeros setenta y cinco años. Y mi propia memoria, desde mi infancia, cuando veía en ese palacio del mar el puente del Nautilus de Julio Verne, y toda la literatura de tantos pilotos de altura, desde las narraciones de Pío Baroja e Ignacio Aldecoa a los poemas de Gabriel Celaya.
En un San Sebastián rendido al hedonismo galante de su Belle Époque, a sus tres casinos, a sus incontables casas de baños reservadas a la alta sociedad, todo partió de tres pioneros que miraron más lejos, a la profundidad del mar, para ver más allá. Pedro Manuel Soraluce, el entonces director del mínimo museo histórico local, el de San Telmo. Un cura, Juan Miguel Orcolaga, el ‘Padre Borrascas’, impulsor de la naciente ciencia meteorológica y del observatorio de Igeldo. Y un francés, Étienne Bertrand, consejero de Comercio Exterior del país vecino.
Resultó decisiva la visita de otro enamorado del mar, Alberto I de Mónaco, el Príncipe Navegante. Nuestro tridente de Neptuno vio la ocasión, y en la ocasión el impulso para fundar, bajo su amparo, una sucursal de la Sociedad Oceanográfica del Golfo de Gascuña en San Sebastián. Con la ciencia por delante, una clara voluntad. Tan vigente como olvidada en nuestros días.
En la pueril sociedad del ocio que nos ocupa, propios y extraños nos acercamos al Aquarium de San Sebastián como si nos adentrásemos en un parque temático. Hubo mucho más. De entrada, acercar el mar a sus hijos y estudiarlo científicamente para revertir toda esa ciencia en lo social, en esos arrantzales siempre desasistidos, azotados por galernas que se cobraban centenares de vidas, para los que crearon la primera escuela de pesca del país. Tanto como lo fueron ellos por nuestras fuerzas vivas, mucho más interesadas en rendir homenajes a la Reina Madre, y seguir apostando a ganar en los altares de “Nuestra Señora de la Ruleta”.
En los comienzos tuvieron que contentarse con una lonja en Kai-Arriba para su laboratorio, y el habitáculo de un instituto para su museo. Lo inauguraron con un frasco de crustáceos -uno solo-. Luego vino su primer gran icono, el esqueleto de esa ballena cazada entre Getaria y Zarautz en 1878. Hoy ese rango icónico lo capitaliza el túnel-puente que recorre su formidable oceanario. “Bakarra munduan”, único en el mundo. Por los 360º de su curvatura, también por su factura y capacidad: más de dos millones de litros de agua en la que flotan cerca de siete mil peces de cuarenta especies.
Durante el tiempo en que lo recorremos, ellas y nosotros, las criaturas del mar y los humanos que nacimos de él, experimentamos la clave mayor de la vida en este planeta. ¿Cuál? El hecho de que vivimos juntos, dentro de un inmenso ecosistema donde no caben barreras ni fronteras. Como el agua que alimenta este tanque, bombeada desde la bahía, la misma dentro y fuera, todo son flujos constantes, hibridaciones constantes, interacciones constantes, constantes interdependencias. Membranas permeables como la que sugiere este túnel-puente inmerso en un portentoso fractal de vidas entrecruzadas, las suyas y las nuestras. Hidrógeno y oxígeno. Escama y piel. Bocas y branquias. El mismo corazón latiendo. el mismo pulmón respirando dentro y fuera. Sístole y diástole. Biosfera e hidrosfera. Vida en equilibrio.
Para recordarnos que, en esta historia, la nuestra, todo fluye y gira en espiral.
Spira Mirabilis, decían los antiguos. Espiral maravillosa, la de la concha del trilobites y la del corazón de las galaxias. También la del corazón del mar. El que late dentro de nuestro Aquarium, el de aquellos adelantados que miraron más allá, en beneficio de todos, para ver más lejos.
Sin conocer la palabra ecología entendieron que la vida se sustenta en una espiral de ecosistemas interdependientes, de lo micro a lo macro, hidrógeno y oxígeno. Sin ese humilde frasco de crustáceos no hubiera sido posible el milagro del Aquarium de San Sebastián. Cien años creciendo en espiral, gracias a quienes se dejaron la vida por situarlo en proa de nuestra ciudad. Al abrazo del mar que nos abraza. Lo cuento, lo contamos, en imágenes y palabras, en el libro que conmemora su primer centenario. En el corazón del mar. Origen de la vida en nuestro planeta, un corazón que no deja de latir, para que sigamos escuchando lo que nos cuenta: todo lo que tendemos a olvidar. Sencillamente, lo esencial.