FIRMA INVITADA

Paisaje y paisanaje

Tesoro de Villena
Gastón Segura | Lunes 16 de mayo de 2022

De tanto en tanto conviene homenajear al paisanaje y al lugar de dónde uno es. Reconforta y armoniza los desmadejados recuerdos, produce una cierta conformidad de ánimo y permite seguir tirando con un hondo y tenue optimismo. Pues bien; dos acontecimientos me lo han propiciado; el primero de ellos ha sido la publicación de mi primo Vicente Valero-Costa de una novela singular por ambiciosa —virtud que debe acompañar a la literatura o a todo cuanto aspira a serlo—; se trata de Celia y las libélulas.



A bote pronto se la podría tildar de “novela histórica”, pero en absoluto lo es o al menos no quiere serlo al pedestre modo de los relatos que encuadramos bajo esa calificación, porque Celia y las libélulas sigue ese otro sesgo tan provechoso para los lectores que dio a este tipo de narraciones Mujica Láinez, tras su espléndida Bomarzo (1962), al acentuar determinados elementos con los que había fabulado esta biografía de Pierfrancesco Orsini, como las leyendas heráldicas en El unicornio (1965), donde su protagonista es la muy linajuda hada Melusina; o la eutrapelia, hasta llevarla al extremo de la parodia en Crónicas reales (1967) o en De milagros y de melancolías (1968); o lo mágico y lo prodigioso que tanto le cautivaban, como en Cecil (1972), en la que su propio perro cuenta como el novelista se encuentra en ese mismo momento enfrascado en la estrafalaria y cruel vida del emperador Heliogábalo, que, por supuesto, este ingenioso bull terrier nos relatará según vaya avanzando su amo en la tarea.

Y he aquí que estos tres ingredientes: recreación de la más enjundiosa herencia cultural, ironía y esoterismo se mezclan en Celia y las libélulas ensartados por una intriga de espionaje, en un portentoso vaivén entre el presente más inmediato y tecnológico y la muy barroca corte romana de Inocencio X y Alejandro VII. Sin embargo; al contrario del siempre elegante y aquilatado español de Mujica Láinez, Valero-Costa utiliza un castellano arabescado y sensual —rasgo, qué duda cabe, levantino y valga como prueba Gabriel Miró— que, contra enrarecer la lectura, asienta sólidamente estos saltos de época al sumergir al lector en las tan distantes edades y mentalidades que se entrecruzan en la trama y, por descontado, contribuye a engrandecer literariamente el texto.

El segundo acontecimiento ha sido la reciente —del 27 al 29 de abril— celebración en Antas (Almería) de un simposio sobre la cultura de El Argar; la más caracterizada civilización de la Edad del Bronce hispano y la más fecunda de toda la Europa occidental; llamada así por el extenso poblado amurallado, tendido sobre ese paraje de Antas.

Por supuesto; El Argar no puede comparase en majestuosidad y tecnificación con sus coetáneas del Mediterráneo Oriental —básteme recordar el Imperio Medio y Nuevo egipcio, o los minoicos de Creta, o los hititas y los asirios de Anatolia—, salvo en el manejo de esa aleación metálica, el bronce. Y es aquí, en la maña para el crisol y la fragua, donde me duele, porque entre las muy instructivas ponencias de este congreso no figuraba el gran descubrimiento de mi pueblo: el “tesoro” del Cabezo Redondo, en Villena.

Cierto que el asentamiento del Cabezo Redondo alcanzó su esplendor —según todos los indicios— en el ocaso de El Argar; es decir, entre el 1500 y el 1300 a.C. —aunque sus más remotos vestigios asciendan al 1900 a.C.—, además de contener rastros de intercambios con otras culturas hispánicas como la llamada de Cogotas, que ocupaba la meseta central, y aun relaciones con la metalurgia del Algarbe; cuanto indica un alejamiento del modelo original. Por lo demás, al Cabezo Redondo llegaron los argáricos desde Jumilla y Yecla para acampar en esta colina y, como era su hábito, nutrida y defendida por pequeños emplazamientos satélites, como Terlinques o el Barranco Tuerto en la misma Villena, o el de la Peña, en la vecina Sax, sin contar con los que (sospecho) los siglos han borrado. Esta población debió su pujanza a dominar no solo la inmediata laguna y sus salinas anejas —lo que supone una buena irrigación de sus imprescindibles cereales y legumbres, y una rudimentaria manufactura conservera—, más el portazgo tanto sobre una cañada pecuaria que descendía desde la actual Mancha como sobre la vía fluvial del Vinalopó, amenizado todo con el usufructo de un ubérrimo bosque —hoy, apenas conservado en mi otro pueblo, Caudete, aunque sin la variada fauna de entonces—. Pues bien; de estos beneficios, la aristocracia del Cabezo Redondo obtuvo el ajuar ceremonial argárico —en oro, plata y hasta hierro— más imponente hallado hasta hoy y, sin embargo, ha permanecido ausente del congreso almeriense.

No obstante, deseo que el empeño del ayuntamiento de Antas al celebrar este magnífico encuentro arqueológico, que no es otro que reavivar las excavaciones en la mesetilla de El Argar, se cumpla, y con tal éxito que cunda y divulgue las valiosas catas realizadas por todo Murcia, núcleo de lo argárico —ocupó desde Villena al norte hasta Purullena (Granada) por el sur; por poniente llegó a Baños de la Encina, en Jaén y, desde luego, se extendió por todo ese litoral hasta El Campello, en Alicante—, para que esta civilización, que fue la más avanzada del occidente europeo, pese a su aparente tosquedad y a su carencia de grandes monumentos votivos, deje de ser ignorada por los españoles y, por supuesto, se asombren con el deslumbrante “tesoro” de Villena.

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