En dos ámbitos temporales, el año 2012 y la primera mitad de la década de los noventa, y en dos escenarios, Asturias y Madrid, se desarrolla esta segunda novela de Carlos Fortea (Madrid, 1963), sustentada en una trama propia del género negro aunque tiene un alcance que va más allá del género. La aparición del cadáver de un hombre en una vivienda en la que además se encuentra una pintura que es el retrato, subjetivizado por el arte, de una bella mujer, es la excusa del narrador para desplegar un catálogo de incógnitas en el que, inevitablemente, se refleja la vida y sus contradicciones y, de manera muy especial, un tiempo en mutación: la primera mitad de los noventa en el trayecto que va de la euforia colectiva de los fastos del 92 a la depresión y al mundo en sombra de la crisis que sucedió a aquel año emblemático y llevó al entonces partido de gobierno a quebrar sus expectativas de poder por el impacto de la corrupción (representada en la novela por un funcionario oscuro, a caballo entre la empresa privada captadora de contratos públicos y el aparato de la administración en sus niveles intermedios cuyo nombre, pese al antecedente de Tabucchi, remite a la mediocridad y es toda una declaración de intenciones: Pereira) .
Cuatro personajes vertebran la acción: de una parte, dos policías, de otra, dos periodistas frecuentadores de gabinetes de prensa y otras instancias “informativas” próximas a la administración y al poder, y como complemento necesario, dos mujeres matizadas por el misterio, simbolizando respectivamente la pulsión erotica, la sensualidad, y todas sus posibilidades y ensoñaciones (Nerea), y la sensibilidad y la mirada artística, la dedicación a levantar mundos imaginarios (Silvia).
Los dos policías funcionan partiendo de un modelo tan clásico como el de las novelas de Conan Doyle:el “jefe”, de apellido Landa, es el típico comisario un tanto reconcentrado, distante y ajeno a las normas sociales habituales, un auténtico “outsider” bien relacionado. Su compañero tiene algo de ayudante (su apellido es Lacalle), complementa la labor de Landa y es el símbolo de que en el ámbito funcionarial de la policía las cosas a veces funcionan con la normalidad propia de otros estamentos de la administración: vida de familia, obligaciones domésticas, un mundo cotidiano que en su jefe es un espacio de misterio, una suma de interrogantes (por otro lado laterales a la novela).
El arte y los refugios ocultos en que a veces se sumerge. Los circuitos semiclandestinos por los que se desenvuelve y una historia de amor discontinua, marcada por luces y sombras, evolucionando entre la realidad urbana madrileña y los paisajes norteños de una Asturias que parece concentrada en una aldea, en un pueblo sin nombre. Esos ingredientes se ven enriquecidos con la mirada del narrador sobre el artista voluntariamente excluido, del genio refugiado, en este caso, en la modestia de una burguesa casa madrileña “del siglo XX”, y representado en Teodoro Mahera
El mal y el tiempo cuenta, además, con otros ingredientes propios del género negro. El desarrollo de un proceso de investigación en el que se combinan la intuición con la muestra de pruebas no siempre concluyentes, los interrogatorios policiales en los que la ironía y el escepticismo, junto a un cinismo controlado y apacible recuerdan a ciertas zonas de la narrativa de Manolo Vázquez Montalbán o de Andrea Camilleri, las incursiones en la memoria de los personajes, sobre todo de los dos periodistas, Mario y Arturo, que han vivido una relación con la mujer del cuadro en un caso (Silvia Corsano) y con quien simboliza la relación más convencional aunque teñida por el erotismo (Nerea) en el otro, y que expresan, curiosamente, una relación con cierto paralelismo con el lugar que ocupan, en el aparato narrativo, los policías antes citados: Mario, que es quien lleva la iniciativa a lo largo de su carrera en el ámbito de la información cultural, y Arturo, que tiene algo de lugarteniente que evoluciona a la sombra del anterior y que es el más sensible al fracaso y a las sevicias de la vida.
La trama se desarrolla en dos escenarios: el presente (año 2012) en Madrid y en Asturias y en lo que podríamos llamar territorio de la memoria: Madrid años noventa, tal y como señalábamos anteriormente. Fortea utiliza una técnica retrospectiva, mezcla la descripción, la narración de acontecimientos con la recreación en sensaciones vinculadas con la memoria colectiva de un tiempo no lejano: el de la consolidación de la democracia en España y el del surgimiento de los primeros indicios de cansancio y desencanto, un tiempo en el que se produce uno de los acontecimientos históricos que han marcado de manera decisiva la historia contemporánea de Europa y que está en la raíz de la crisis de la política heredada de la posguerra: la caída del muro de Berlín. En la novela, Fortea abre una ventana a ese Berlín que cierra una etapa dura para asomarse al que inaugura una democracia llena de expectativas y, a la vez, de carencias: “Hay que ir a Berlín. […] Berlín es hoy el centro de la Humanidad”, afirma Mario en algún momento del relato.
La prosa de Carlos Fortea es directa, casi cinematográfica, pero a la vez flexible y esponjada, en momentos determinados, por giros inesperados e imágenes certeras y con una carga literaria no desdeñable: “hay cosas que se cometen, no se hacen”; “hace un día tranquilo, nublado, el sol no aprieta, su luz filtrada por el algodón sucio delas nubes preñadas de humedad arranca matices a las coas”. Un lenguaje eficaz al servicio no sólo de una trama con misterio e intriga, sino de una función complementaria: la crítica social, política. Aunque sutil y controlada, ésta asoma en El mal y el tiempo para darnos noticia de una etapa de nuestra historia en la que mientras la sociedad asimilaba la democracia en ciertos ámbitos del poder quedaba constancia del tráfico de influencias, de las irregularidades, de los ascensos dudosos y de los nombramientos próximos al nepotismo. Aunque no es novela social, Fortea muestra que, como ocurre con la mejor novela negra, es posible acercarse a las grandes contradicciones que cruzan la sociedad mostrando, argumentalmente, a personajes representativos de las virtudes y los vicios de la misma. Eso son, en el fondo, los policías, los periodistas expertos en comunicación y Silvia y Nerea, sin duda. Pero lo es también, como radical negación de lo establecido (¿no es esa la expresión última del arte?) el pintor Teodoro Mahera y la caótica acumulación de lienzos que el narrador guardaen su estudio. Un novela necesaria e inteligente. Lo que no es poco en los tiempos que corren.
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