Luis Salerno, mexicano «autoexiliado» en Nueva York, estudiante de cine, recibe un misterioso y breve correo electrónico que lo empujará a un largo viaje interior. La familia interrumpida, según tu propia definición, es una «novela-cuento». ¿A qué te refieres exactamente?
La llamo así porque, a diferencia de mis otras novelas, yo sabía el final desde antes de comenzarla; yo ya conocía el inicio y más o menos entendía por dónde iba a transcurrir la historia, la de Salerno y la de Cernuda. Así comprendo yo el arte del cuento: el autor lo sabe todo, o casi todo, con antelación. Para mí, la novela es casi lo opuesto. El autor no sabe mucho o casi nada; incluso a veces se sorprende a sí mismo hacia qué derrotero ha tomado tal o cual historia, tal o cual giro, tal o cual personaje. La novela es imperfecta, amorfa, abierta y relativa o «relativista». El cuento es absoluto, cerrado, perfecto… o no es un cuento.
Por eso, insisto, La familia interrumpida es la única «novela-cuento» que he escrito: el final está íntimamente ligado con la primera línea. El correo que recibe Luis Salerno («Quisiera ver tus ojos otra vez») encapsula todo, nos avisa y nos advierte del final, un final que no conocemos, pero que está allí ya, latente, esperando ser «reconocido».
Ya el mismo título de la novela homenajea muy sutilmente a Luis Cernuda. Una de las dos historias está protagonizada por él. Tuvo que ser todo un reto convertirlo en un personaje verosímil desde el punto de vista narrativo.
Por supuesto que fue un reto ficcionalizar sobre mi ídolo. Pero, si me detengo a pensarlo, lo más difícil fue recrear la época. Fue mucho más sencillo imaginarme a Cernuda, y esto es así pues se trata de uno de esos personajes con los que he estado codeándome desde los dieciséis o diecisiete años. Es casi como un amigo. Lo he leído tanto y tanto he leído sobre él que puedo imaginármelo bastante bien: difícil, reconcentrado, hosco, brillante, sarcástico, impenetrable con algunos, abierto con sus más íntimos, descarado a veces, iconoclasta, orgulloso a ratos, intolerante a rabiar, ciclotímico, contradictorio a ratos, genial, amante del placer, de la belleza, hedonista y estoico a la vez…
¿Qué parte se te ocurrió primero? ¿La historia de amistad entre Cernuda y el niño vasco durante el exilio en Inglaterra, o la actual, la que protagoniza Salerno?
Lo primero fue el poema «Niño muerto» de Cernuda. El enigma de ese poema y mi afán por desentrañarlo fue el origen de toda la novela. Luego vino Cernuda e Inglaterra. Luego vino su relación con Stanley Richardson, y luego vino la necesidad de entrelazar la historia de este niño vasco con la de mi sobrino Marcelo Urroz, quien murió a los dos años de edad. Sabía que iba a ser una novela triste y, como acababa de publicar una satírica, la nueva tenía que ser muy diferente. Mi estética siempre ha sido la de no repetirme.
Sobre los 3.800 niños vascos que arribaron en el puerto de Southampton el 22 de abril de 1937 (niños obligados a exiliarse para salvar la vida) apenas se ha escrito en la ficción. ¿Cómo te documentaste para contar esta historia?
Hubo mucha investigación. Era un tema que me conmovía y del que fui aprendiendo más conforme leía y me adentraba en él. Más difícil fue imaginar ese mundo, esa salida de Bilbao, esa llegada y recrear los momentos claves, es decir, esos pasajes donde Luis Cernuda se cruza con José Primo, el niño vasco. Esas partes fueron las más difíciles: tenía que apegarme a la realidad y debía imaginar aquello de lo que no hay constancia, ambas cosas consubstanciadas. Por ejemplo, cada palabra que el niño dice en su lecho de muerte, la tomé línea por línea de lo que nos ha dejado Rafael Martínez Nadal, quien vivió de cerca los acontecimientos narrados en 1937 y 1938 en Gran Bretaña.
Uno de los grandes aciertos de la novela es esa sutileza con la que están imbricadas las dos historias. Son dos hilos argumentales que se están tocando permanentemente, pero a veces son tan finos que apreciarlos requiere perspicacia por parte del lector.
La cuestión era crear el paralelismo entre las vidas de Cernuda y Salerno, pero sin recargar las tintas. No todo puede ni debe ser perfectamente idéntico. Ese era el desafío. Como novelista debes tener mucho cuidado en saber manejar los elementos de la tabla química para que no te exploten.
Sí, debes ser sutil, pero si lo eres demasiado el lector ya no capta algunas probables (invisibles) semejanzas. Pero si, por otro lado, eres demasiado «claro», lo arruinas todo. Un ejemplo que viene a la mente: el ejemplar de La realidad y el deseo que pasa de mano en mano hasta terminar en una repisa llena de libros en casa de un personaje. Adentro está el núcleo de todos los dramas de La familia interrumpida, adentro están todos los hilos reunidos; no obstante, deben pasar años para que, por fin, Salerno lo abra y el lector comprenda todas las correlaciones imbricadas a lo largo del relato. Había que lograr hacer verosímil ese momento y luego conseguir que ese instante eclosionara.
De hecho, la generación del Crack, surgida a fines de los noventa y a la que perteneces junto con Jorge Volpi e Ignacio Padilla, entre otros escritores, se proponía volver a la literatura del Boom. En la actualidad, ¿qué queda de ese movimiento?
Veinte años después del lanzamiento del «Manifiesto del Crack», los cinco autores originales nos hemos propuesto una revisión y una puesta al día de lo que el Crack fue, por lo que apostó y sus ligas con el Boom. Hemos lanzado este año el «Postmanifiesto del Crack», que es fácil encontrar en Internet. En lugar de sepultar a nuestros padres, los reivindicábamos, buscábamos desesperadamente esas novelas de los cincuenta y sesenta que ya no existían en el mercado de los setenta y ochenta. Era difícil hallar apuestas totalizadoras, novelas con una clara vocación de forma, es decir, «forma artística». ¿Dónde y quién escribía Tres tristes tigres o Sobre héroes y tumbas o La vida breve? Nadie o muy pocos (Del Paso, Pitol). Era una pena. El Crack pretendió volver a esa gran novela, la novela como auténtico desafío.
Volviendo a la novela, el que Luis Salerno sea homosexual va mucho más allá de buscar otro paralelismo con la figura de Cernuda.
Efectivamente. Luis Salerno tenía que ser homosexual, no sólo por el paralelismo con Cernuda, sino porque la novela trata sobre la paternidad. Deseaba explicar y explicarme cómo el sentimiento paternal nace por igual en un gay que en un heterosexual. Deseaba explorar el dilema por el que, seguramente, deben pasar muchos homosexuales que quieren ser padres y no pueden serlo por presión social. Para mí, un hijo es un premio que te concedes a ti mismo, una recompensa porque crees que lo mereces, porque has luchado por él o porque lo deseas a muerte. Otra forma de paternidad es una mala trastada del destino, un malentendido… Al menos, esa es mi posición ética.
Otro tema que subyace en la narración es lo absurdas que, en el fondo, son todas las relaciones humanas. En la gravedad con la que a veces se trata puede recordar a Bergman; en la parte más cómica, a Woody Allen.
Ambos cineastas me encantan, pero he visto más de Woody Allen que de Bergman. Y sí, me emociona pensar que, acaso, haya podido lograr en algunas partes del relato esa gravedad y esa comicidad. Los dramas familiares y conyugales son mi tema favorito en cine y en literatura: Moravia, Kundera, Dostoyevski, Lawrence… Por otro lado, cuando quiero ser cómico me siento a leer a Del Paso, a Albert Cohen, a Pitol, a Bryce, a Bellow, a Cervantes… Pero más difícil aún es conseguir «el drama» e imbricarlo con dosis de comicidad amarga, negra, biliosa, etc.
¿Sigue la literatura española actual? ¿Qué le parece?
Almudena Grandes, Juana Salabert, Antonio Muñoz Molina, David Trueba, Julio Llamazares, Adolfo García Ortega y Juan Marsé son los primeros autores que me vienen a la mente. En cuanto a novelas «clásicas» españolas, mis favoritas son El Jarama y Señas de identidad. A Javier Marías lo admiro muchísimo por sus novelas de los noventa.
Puedes comprar el libro en: