Sin embargo la tristeza ha acaparado tanto valor, esencial y distintivo, que ha podido atraer hacia sí la preeminencia de ser objetivo propio, una preferencia significada para el pensamiento. Es, entonces, en sí misma contenedora de valor, de relevancia sin dejar de ser en otro, de pertenecer a algo para otorgarle distinción, identidad.
¿Identidad? ¿La tristeza como identidad? Tal vez. Tal vez no esa identidad formal, reiterada, acumulativa y física que el tiempo va engendrando en el hombre, pero sí una identidad al modo de una presencia espiritual. Esto es: más una referencia que un acto, más un susurro que un grito, una propensión que una actitud.
No por ello, sin embargo, vayamos a pretender el poder separar a los tristes como una rama de los no-tristes. Y es que no deberíamos descender tanto a la clasificación como a la categoría. La clasificación se correspondería más con un gesto físico, impropio para quien ha de ir más allá de la verdad inmediata, intercambiable. No: más bien tristeza como categoría, como aquello que se aproxima a un don.
Luego vendría la consideración del secreto: ¿ha de ser considerado un atributo de la tristeza? El secreto, que interioriza la cualidad del vivir, ¿no podría conformar, por ello mismo, la verosimilitud de la tristeza? Traslada lo externo hacia el interior: alimenta la espiritualidad en tanto que posibilita el silencio. Y a partir de ahí esa culta soledad que es la tristeza adquiere la manifestación por excelencia de aquel que desea elegir el silencio.
Entrando en tal consideración podemos plantearnos si el hombre triste es solidario o individualista, si en su conciencia anida el vínculo como comportamiento o bien está pronto a rechazar cualquier argumento, cualquier empleo de su voluntad que no vaya destinado a su necesidad de egocentrismo, a su deliberado y consentido ensimismamiento.
La cuestión no es fácil de deslindar, a pesar de la aparente inanidad. Y ello es así por cuanto, aún reconociendo que el triste reivindica en todo momento una forma de soledad propia que garantice su deseado estado de ánimo, a la vez obtiene siempre, siempre, el fundamento de su tristeza en los actos de otros, en el corazón de los otros. Es así entonces que no solo no hay tristeza sin vínculo sino, aún más, que la tristeza se sustenta en el vínculo.
El hombre triste enfrenta de un modo radical sus afinidades con sus rechazos. Y en ambos se define y por ambos se delimita, se conforma. Ama sinceramente y repudia sinceramente. La cualidad que le distingue es el hacerlo siempre pasando cualquiera de sus emociones -en eso transforma sus sentimientos, aun los más nimios o elementales- por su propio centro, por el selectivo tamiz de su elección.
Sería, pues, un planteamiento no fácil de dilucidar el querer establecer de un modo repentino acerca de su solidaridad o egoísmo. El triste es tanto para sí en cada una de sus elecciones que resulta difícil tomarle como modelo de amistad; pero ello es más obvio desde un plano general que no desde un plano individual. En este último caso el grado de vinculo puede ser tan grande -a la vez, eso sí, que potencialmente excluyente-, que tal solidaridad pudiera resultar el fundamento de su tristeza.
El triste nunca diría que lo es por sí o para sí. El que es triste lo es por una causa y defendería la tristeza como un don, no como una elección prosaica e individual. A la vez, la tristeza sería un don devenido, alcanzado en lo farragoso de la realidad por una inteligencia sensible y un corazón sintiente.
El triste, entonces, conforma en sí mismo, diariamente, la aristocracia de la soledad.
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Hay un enigma seductor que deriva del hombre triste: cuál sea su paisaje. ¿No es cierto que a ese hombre que camina tan a bien con el silencio le suponemos con una afinidad interior por algún horizonte, por su vínculo secreto con algún paisaje? No es difícil atribuir a un hombre un lugar que sea común a su corazón en la medida en que uno y otro se cedan identidad, se presten apoyo y justificación. Acaso sea este vínculo uno de los secretos más guardados por el hombre. Pues bien, del hombre triste no solo habremos de pensar tal sino aún que el paisaje hermanado con su tristeza (aunque fuese su feliz tristeza mientras le contempla) guarde en algún rincón los signos que a tal observador le den naturaleza, esto es, la libertad.
Siempre uncidos a un paisaje (¡todo horizonte posee la condición implícita de saber exhumar una parte del espíritu!) a pesar de que, en lo común, se refiera uno al hombre triste como el que rehúye el horizonte buscando, por contra, una cierta oscuridad justificadora, un rincón complaciente. El matiz de apreciación acaso resida en que, a diferencia del común de los hombres, a los que el paisaje, por sí, arroba y conmueve, al triste solo uno le propone la armonía anhelada, siendo los otros una "triste" referencia desacertada del que únicamente es el compilador de ‘la medida’, de ‘lo real’.
He ahí cómo un lugar recóndito para cobijar el cuerpo y un lugar del horizonte donde tender el alma se hacen complementarios para anidar por sí la alta seducción de la tristeza, la que ese hombre guarda en exclusividad, atento siempre a su belleza.
Pudiera parecer, por lo común, que la tristeza supone una forma de ser. Pero no: es, más bien, una identidad.
Comienza como una forma de ser; incluso de distinguirse. Pero pronto se agostará esa distinción en sí misma ante el empuje de otras fuerzas interiores que pujen por anular su efecto persuasivo. Sólo perdurará en aquellos que posean la raíz de la melancolía; solo en aquellos más fuertes en que la soledad constituya, junto a su ingrávida desnudez, un referente de fidelidad, de convicción.
La tristeza, pues, crece y se alimenta (y no siempre, paradójicamente, de tristeza, como a los simples pudiera parecer) y construye lentamente su código de conducta y supervivencia a través de una percepción determinada de la belleza, a través de un criterio lógico único e intransferible; a través de un grado de aceptación que elabora por dentro de sí mismo un canon de armonía que se ha de convertir en inevitable como conducta, como sello de identificación.
Crece la tristeza y se conforma asida a la lentitud y al silencio. Crece con la naturaleza que le asiste, le escucha y le fecunda hasta confeccionar esa red sensible que es la voluntad del triste en sus manifestaciones de la apreciación de la realidad.
La identidad del triste se confecciona en un silencio implícito, no obstante la consolidación pertenece al exterior, a lo real: a la vista, al oído. Incluso al tacto. Vive a expensas de lo externo y se anuda con meticulosa lentitud adentro. Es por ello que es un ser tan delicadamente individual.
Y, así, permanecerá lo que el hombre permanezca. No hay, pues, tristeza, sino tristezas. Como un vidrio artesano, cada pieza es una y eterna aún siendo todas ellas vidrio artesano de la misma procedencia.
Toda vida nos ha parecido, en algún momento, muerte. No hay ser humano que, en un momento dado, no nos haya suscitado, como un estado dentro de sí, la muerte: o una forma de muerte, o un vínculo implícito con ella.
Ahora bien, no es cierto del todo que la tristeza, que en un momento dado nos ha parecido un comportamiento hacia la nada, ajeno a lo inmediato, nos haya creado desde el triste, como un gesto recurrente, la idea de la muerte. No: antes al contrario acaso sea eso lo que nos subyuga, lo que nos azora. No es muerte lo que vemos en el triste, sino una forma de juicio incómoda, un consentimiento implícito con la vida que puede ser extrañamente duradero: más duradero que ese hombre apasionado que trata de definir, de apartar, al triste.
Pero, ¿vivir para la tristeza? Tal podría preguntarse aquel que está en la vida entregado a sus necesidades inmediatas y a olvidar. No: vivir con tristeza (siquiera de la tristeza o para la tristeza. No: vivir en la tristeza).
Se afronta la vida como un transcurso y un reto donde la duda y la necesidad habrán de ser perennes compañeros de camino. Se afronta pero raramente se reflexiona detenida y entregadamente acerca del vivir. El hombre triste, sin embargo, que no ha separado la vida de su ritmo físico y emotivo, aúna pronto sus sentidos al ciclo de la inevitabilidad y acepta en ello, trágicamente, su participación plena.
Es así, al fin, que el hombre triste es el que ama.
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