Sepúlveda y Mordzinski son una extraña pareja. Uno extrovertido, que a la hora de hablar en serio le cuesta arrancarse; el otro serio y concentrado, que a la hora de hablar es difícil hacerle callar porque su verbo lo envuelve todo con la poesía del momento y recrea los momentos mágicos que vivieron juntos, que compartieron siendo más que amigos, siendo una familia, “su familia es mi familia y mi familia es la suya”, dice el escritor chileno hablando de su amistad cómplice.
El libro ha tenido una larga gestación desde que en 1996, sentados en Paris alrededor de unos mates, decidieron componerlo. Tres viajes tuvieron que realizar y los hicieron sin ningún plan determinado, sin fijarse plazos ni tiempo, sin fijarse metas, porque las metas están para no cumplirse. Lo realmente importante es el viaje, el desarrollo del mismo, el vivir el viaje en primera persona del singular, pero también del plural, del nosotros, que va conformando la interrelación con las personas que se van encontrado en ese camino.
Cuando Luis le propuso el viaje a Daniel, éste “como buen porteño, no conocía la Patagonia, dice Sepúlveda a lo que Mordzinski le rebate que “tuve que irme muy joven de Argentina por culpa de los pinches de la dictadura militar”. Se pusieron rápidamente de acuerdo y fijaron un viaje de 3.500 kilómetros para hacer en dos meses, pero en el primer mes solo habían recorrido 100. Esto da una idea que cómo se toman la vida, como si fuese la voluntad del viento que les lleva zarandeando de un sitio a otro.
En el viaje se centraron, además de en los paisajes, en las personas, en lo que cuentan las personas que se van encontrando en su periplo: “mantuvimos la misma interacción de la gente que se acercaba a hablar con nosotros, esa oralidad de la narración”, señala Sepúlveda. Esa oralidad que se va perdiendo en muchos lugares del mundo permanece en la Patagonia, las historias van pasando oralmente de generación en generación y va pasando con muchos acentos, acentos polacos, croatas, alemanes, holandeses, gallegos y muchos más que pertenecen a los emigrantes que hasta allí llegaron.
La Patagonia es un lugar del mundo inhóspito, frío, yermo, que sin embargo las personas han sabido convertir en afable. “Las condiciones de vida son muy duras, el viento incesante, el clima, pero Dios ha generado una especie de ternura especial a la gente para vivir con muchas ganas y mucha dignidad”, relata Sepúlveda sobre unas tierras y unas personas que conoce bien, ya que estuvo viviendo de niño dos años en aquellas tierras.
El libro se fue escribiendo lentamente y después de muchos intentos en que no sabía como encararlo, si como relato, como cuento o como novela, hasta que un día la historia le habló y fiel a eso es un “libro que habla”. Un libro que, como le pidió un amigo de esas tierras: “cuéntalo como si fuesen los recuerdos colectivos de la gente, pero contado como un poeta, no lo cuentes como un doctor”. Y así lo hizo. Porque como el mismo escritor señala: “el gran capital que queda de la actividad humana es la cultura”. Y este libro es cultura que la refleja en su transformación. Los cambios que ha habido en los últimos años con el fracaso de la privatización de los trenes en Argentina, que han supuesto su práctica desaparición por aquellas tierras de fuego y la aparición de alambre espinado que ha puesto coto a la libertad de movimientos por una tierra que no tenía más frontera que el cielo y la tierra.
Daniel Mordzinski se mostró feliz con la presentación del libro en su propia casa, “la Casa de América fue la primera institución que creyó y me apoyó en mi trabajo, aquí en España”, afirmó el fotógrafo de los escritores, como es conocido en medio mundo. Recordó el trabajo que conjuntamente han hecho como periodistas, lo que les ha llevado a “crear una tercera dimensión, un espacio común cuando dos personas ven y sienten lo mismo”, añadió y eso es lo que refleja el libro, un espacio común que no necesita hablar para expresarse.
Contaron muchas anécdotas, algunas divertidas, otras no tanto, como cuando se hospedaron en un albergue cuyos propietarios habían sido nazis, pero eso no lo cuentan en el libro, “no me gusta registrar en mi libros a alguien que no se lo merece”, dice el novelista. Pero no se reprime en quejarse de la actuación de las grandes multinacionales que están destruyendo el paisaje y la ecología de la zona y tampoco de los políticos que se enriquecen a costa de la mayoría. Y eso no solo pasa en la Patagonia, también en España, por eso dice que en una reciente conversación con un responsable del gobierno asturiano le decía que el bosque está destrozado y que no se pueden ni regenerar los bosques, ya que en anteriores repoblaciones se han hecho con especies no autóctonas que han destrozado el sotobosque, la vida del bosque.
Y también se mete con los propios ecologistas, “se creen que por ser vegetarianos o macrobióticos son ecologistas, pero no entienden la naturaleza del problema político del ecologismo”, explica el escritor. Aunque el ecologismo siga siendo verde, la única foto del libro en color es la de la portada, el resto son en blanco y negro porque “tiene un carácter más perdurable, el color es como una trampa”, resalta el fotógrafo argentino residente en Francia.
Han realizado un libro siguiendo la máxima de la Patagonia que es “vivir y dejar vivir”. No sólo han vivido una experiencia, sino que han vivido la experiencia de las personas que se han ido encontrando por el camino, que han sabido transmitirles sus inquietudes y su forma de vivir y que nunca tuvieron el sentimiento de soledad que se podría tener en un lugar tan inhóspito. Cuando los conquistadores españoles llegaron a aquellos territorios, fueron el único pueblo con el que llegaron a un convenio de paz que se mantuvo tres siglos y no fue hasta la independencia del mismo cuando se empezó a exterminar a los aborígenes mapuches, los que siempre vivieron allí.
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