Fue incluido, entre otras antologías, en “La erótica argentina” (Editorial Catálogos, 1995; y con el título “Poesía erótica argentina”, Editorial Manantial, 2003) y “El arcano o el arca no – Poesía argentina de fin de siglo” (Instituto del Libro Cubano, Cuba, 2005; Ediciones Casa de las Américas, Cuba, 2007). Publicó los poemarios “Sin conchabo corazón” (Editorial El Caldero, 1993), “Caligramas: A espinazos locos de amor” (Editorial La Bohemia, 2000), “La lengua de Calibán” (Fondo de Cultura Económica, México, 2005), “Obispos en la niebla” (Editorial Tintanueva, México, y Editorial La Bohemia, Argentina, 2005), “Argumentos para disuadir a una jauría y otros usos civiles” (Editorial Desciertos, 2013), “Un sauzal para Kikí de Cundinamarca” (Editorial Ponciano Arriaga, México, 2013), “Las nubes” (Editorial Desciertos, 2015) y los volúmenes de narrativa “Fabulosas alimañas de la pampa” (1996, en Argentina; 2010, en Italia), “Hazañas y desventuras de Amulius y Numitor” (1999, en Argentina; 2010, en Italia), “Miniaturas Quilmes” (2001), “Quaestiones politicae” (2006, en Argentina; 2010, en Italia).
“El artista es un trabajador” se titula un Manifiesto de tu autoría que inicia una veintena de párrafos así: “Sabemos al artista un trabajador…”
Es un manifiesto sobre el artista como un hacedor que rechaza las viejas formas heredadas con su práctica y sabe que todo el arte es, fue y será hecho por el pueblo. Que no existe esa diferencia interesada entre la cultura popular y la Cultura, con mayúsculas, más que como una impostura y un fraude articulado por los que nos dominan, nos atropellan y nos sojuzgan. Todos tenemos algo que decir, único, maravilloso, trascendente, que si no lo decimos se pierde para siempre y nadie más en el mundo lo dirá. Sencillamente eso. El escritor es un sujeto político que debe participar activamente en su tiempo, en su sociedad, en el lugar que le toca como intelectual, como ciudadano y como trabajador. Un actor principal de su tiempo que cuenta, a su favor, con una herramienta terrible y poderosa: la palabra. No hablo, sólo, de filiación política sino de intervención social, de participación efectiva, que cuestione el estado de las cosas pero que proponga, que movilice, que actúe. Quien no participa de su tiempo, quien prescinde, quien se dice neutral, apolítico, escoge el partido de los que nos oprimen. Ya lo decía el poeta cubano José Martí [1853-1895]: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra”. Hay una desigualdad notoria e insoportable en nuestras sociedades latinoamericanas que requiere una urgente participación transformadora de todos, de los escritores en primera fila, para construir colectivos justos, libres, fraternales, soberanos, donde todos los hombres y todas las mujeres valgan por lo que son y no por lo que tienen.
¿Estás abocado a la construcción de una universidad de trabajadores (de la Asociación de Empleados de Farmacias)?
Sí, claro, además de escritor soy gestor cultural desde hace más de veinte años. Nuestro sitio virtual de cultura de los trabajadores, “la púrpura de tiro”, nos está dando enormes satisfacciones y estamos diseñando algunas intervenciones en video y una articulación para crear un canal por internet; ahí nos encontramos, ahora, investigando esos formatos para que los trabajadores puedan filmar sus propias cosas. Como secretario de cultura de mi gremio, ADEF, estoy llevando adelante la puesta en marcha de una Universidad en nuestro sector, Farmacia. Esto es un proyecto institucional en el que estamos hace mucho tiempo, mucho, y gracias al enorme esfuerzo de todos los compañeros que me apoyan y los compañeros de la Universidad Metropolitana de Educación y Trabajo, vamos yendo hacia un muy buen puerto. Con Marta Miranda coordinamos VaPoesía Argentina, un festival de poesía e integración que se desarrolla en Buenos Aires y Mendoza, que convoca escritores de la Argentina y el exterior, y hace foco en las zonas vulnerables, en las cárceles, en las villas, en los barrios obreros, en las comunidades aborígenes, en las escuelas rurales. También estamos desplegando conjuntamente con la Organización de Estados Iberoamericanos y la Fundación Uocra, un ciclo de encuentro con escritores destacados de la Argentina sobre el tema de “el Escritor como Trabajador”.
Fuiste miembro del colectivo “Paralengua” de poesía y experimentación. ¿Qué podrías trasmitirnos de la poesía bufa experimental que solés presentar?
Sí, participé en el colectivo “Paralengua” haciendo mi poesía bufa durante diez años. Junto con un grupo notable de escritores y perfomers, Roberto Cignoni, Jorge Santiago Perednik [1952-2011], María Lilian Escobar, Roberto Scheines, Carlos Estévez, Andrea Gagliardi, Ricardo Castro, Maria Chemez, Fabio Doctorovich y otros más. Estudio mucho, investigo, trato de profundizar en los distintos lenguajes, me he formado con varios maestros, es la manera que yo creo que se deben hacer las cosas. Reconozco entre los más influyentes a dos, a Emeterio Cerro [1952-1996] y a Baby Pereyra Gez, quienes marcaron de un modo indeleble mi forma de interpretar, mi poesía bufa, mis búsquedas artísticas. Siempre que el poeta lee ante otros hay una interpretación, una interpretación que no debe ser menospreciada, minimizada, ni desaprovechada; yo elijo la ironía, una ironía que cuestiona, pone en tela de juicio y denuncia. La poesía bufa es mi manera de resolver esta búsqueda que no se agota sólo en la parodia, el retruécano, el remate jocoso y la mera comicidad. En la actualidad estamos comenzando a elaborar propuestas con el poeta y músico Fernando Aldao, una iniciativa que hemos denominado “poesía para bailar”; recién empezamos el año pasado, pero confiamos en que dé sus frutos, con algún CD, en cualquier momento. Elijo la poesía bufa porque es una apuesta a la alegría, la alegría que no es más que un derecho humano. Se ha naturalizado que si un rico se ríe es un bon vivant, un señor que tiene un don de gente envidiable, un auténtico ganador de la vida. Ahora si un pobre se ríe es un bruto, un desubicado, un vago mal entretenido. Mi poesía bufa, que lo cuestiona todo, comienza cuestionando estos dislates infinitos, horrorosos y clasistas.
He conocido la revista objeto “Los Rollos del Mal Muerto”, espléndida e incómoda, de la que fuiste director editorial.
Fue una revista de literatura única y bella que llevamos adelante con mi gran amigo Daniel Muxica [1950-2009], un extraordinario escritor e incansable gestor cultural, con el que concebimos juntos un montón de cosas más en el mundo del arte: revistas, editoriales, festivales, encuentros, centros culturales. El criterio que nos guiaba en ese proyecto específico era publicar la literatura que se soslayaba en ese momento, la que se invisibilizaba de un modo sistemático, de escritores locales, conocidos o no, difundiendo también a otros de Latinoamérica y del mundo, que también eran poco leídos o desconocidos en nuestro país. Para dar un dato de color, ilustrativo: el primer libro de Antón Arrufat en la Argentina lo publicamos nosotros, “La huella en la arena”, en el año 2000. El nombre de la revista, los rollos del mal muerto, ironizaba sobre el doble sentido del mal que habría muerto o del muerto que había sucumbido mal, pues el formato eran varios rollos de casi un metro de largo que venían dentro de un packaging de cartón, muy cercano a la revista objeto. Una revista incómoda desde todo punto de vista, pero llamativa y original. Recuerdo lo que nos divertíamos con Muxica planeando una sección que se llamaba “El fantasma de Kant”, donde nos mofábamos descarnadamente sobre los tópicos, las leyes generales y los mandatos absurdos de la época, que no sólo no se cuestionaban, sino que se seguían a pie juntillas como un mandato divino. La revista era trimestral y logramos editarla por unos años. Finalmente cesó, porque si bien fue un éxito en cuanto a su difusión, a su lectura y a la repercusión que logró, fue un fiasco comercial y no pudimos solventarla más, claro.
Y fuiste miembro del grupo de experimentación poética “Any y sus Ballenatos”.
Hace pocos años formamos “Any y sus ballenatos”, con María Lilian Escobar (“Any”), Roberto Cazenave, Roberto Cignoni y yo, que anduvo haciendo de las suyas por ahí. Un grupo maravilloso, de un profundo y muy creativo trabajo de experimentación; efectuábamos unas aproximaciones a voces ancestrales nativas, una suerte de oráculo distópico infinito, un canto samba intervenido de un modo altisonante y otro rosario de cosas más; un gran placer participar allí y hacer intervenciones poéticas con gente tan talentosa, capaz y generosa. Hay un mítico recital que se realizó en Cura Malal, en un centro cultural precioso en medio de un pueblo de no más de cien personas, que anda digitalizado por la web, que nos trae ecos, voces y fragmentos de ese colectivo de experimentación poética, deslumbrante, que tal vez sólo rubricaba lo que dijo Salvador Dalí: “Se trata de la sistematización más rigurosa de los fenómenos y materiales más delirantes con la intención de hacer tangiblemente creadoras las ideas más obsesivamente peligrosas”. “Any y sus ballenatos” está en un impasse por problemas de tiempo, de compromisos y de obligaciones impostergables de casi todos sus integrantes. Espero que podamos ponerlo a funcionar de nuevo.
En tu Documento Nacional de Identidad debe constar Ricardo Horacio Gutiérrez. ¿Podríamos saber por qué preferiste un seudónimo? ¿Algo llegaste a publicar con tu propio nombre?
Sí. Creo que se publicó alguna plaquette con mi nombre original, con unos poemas a Van Gogh que, si alguien tiene, me gustaría recuperar, y algunos otros textos en una antología de poesía joven. Y gané también un concurso de la Sociedad Argentina de Escritores con mi verdadero nombre siendo un veinteañero. Luego preferí desarrollar mi actividad como escritor bajo el apellido de mi madre, Rojas Ayrala, simplemente como homenaje a mi madre cuando ésta falleció, hace mucho, y es por ese apellido que se me conoce en el mundo del arte y con él publiqué toda mi obra, que a la fecha consta de once libros: cuatro de narrativa y siete de poesía. Con esta cuestión del seudónimo literario pasa algo muy gracioso en mi trabajo formal, como secretario de cultura, donde casi todos me llaman Rojas, ignorando que ése no es mi nombre en realidad, con el que suelo rubricar las cuestiones administrativas y oficiales, y cuando buscan al otro, a Gutiérrez, se quedan sorprendidos al saber que es “Rojas” el que firma; un paso menor de comedia digno de un vodevil televisivo de la tarde, quizá.
Además de participar en encuentros y festivales de nuestro país, lo hiciste en México, Chile, Costa Rica, Uruguay…
Tengo la suerte de que me inviten seguido a festivales literarios a los que asisto más que gustoso. Es muy gratificante compartir los textos de uno con hermanos de Latinoamérica o del mundo, y comprobar las diferencias y las similitudes de nuestras sociedades, de la urgencia de nuestros sueños, de nuestros anhelos, de nuestros desafíos, tan íntimamente relacionados entre sí, de las desigualdades que nos persiguen, las faltas de verdad, de belleza y de justicia que debemos denunciar y combatir para lograr una vida digna para todos. En Chimaualcán, México, por ejemplo, leí hace poco ante auditorios multitudinarios de dos mil personas del pueblo mexicano profundo, muy humildes, que acuden al llamado de ese festival de poesía absolutamente movilizante. Ahora he tenido la fortuna de ser invitado al X Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires (FIP), al XI Festival Internacional de Poesía ABBApalabra en México y al III Festival Internacional de Poesía de Mendoza, además de a una serie de lecturas que espero se repitan pronto, porque sé de un modo fehaciente que, como decía mi amado Roque Dalton: “Donde ponga los pies el crisantemo no crecerá el puñal”.
Has declarado que te denominás, tal como lo sentís, “Artefacto Rojas”, cuando tras mucho investigar sobre algún tema te proponés escribir sobre él. Te armás, te convertís.
El artefacto Rojas no es más que una suerte fallida de sistema de pesos y medidas que he desarrollado para plantar el trabajo literario que voy a hacer. La pobre zanahoria que mueve este quehacer se llama libro, siempre pienso en libros, se publiquen o no, libros. Cuando comienzo un trabajo, encharcado en lo literario, claro, siempre voy hacia algún lugar, tengo un tema vigía, una suerte de campana lejana en la hora del Ángelus, o un indicio de ese tema, y sigo esa huella, esa melodía, ese rastro en el aire, por eso investigo, tomo notas, hago croquis, visitos lugares, realizo un teatro de operaciones de eso que voy a hacer, de ese libro en ciernes; el nombre de ese proyecto viene casi de inmediato, aunque luego, cuando queda terminado, ya ha cambiado un montón de veces. Lo tamizo por tres varas bien concretas: el sueño, que vendría siendo lo que se cuenta, cómo se lo cuenta, en qué mundo sucede, con qué elementos voluntarios se lo cuenta; el ensueño, que es todo aquello que resplandece de eso que se ha logrado decir, la emanación de esas letras, su aura involuntaria y frenética, lo incomunicable de esa historia, su mensaje, sus sentidos, sus agites, sus sentimientos y la rememoración, que es lo que apenas queda pegoteado en la “relva” de esos dos pasos anteriores, amalgamados en algo que desenmascara ese mecanismo total, una advertencia dudosa de que todo el procedimiento no deja de ser, jamás, una sarta de palabras en danza, que hay un pacto literario en algún sitio haciendo funcionar estos géneros, que hay una tradición, que hay un acervo, y que hay, sobre todo, gente de carne y hueso haciendo de estos oficios aéreos, libros. El artefacto Rojas, como casi todo en la vida, es más fácil de visualizar en los extremos; por ejemplo, hace poco cerré, después de años de trajín, un laburo de poemas muy muy cortos, que se llama “El eterno retorno de Onistura”, algo así como sesenta poemas pretendidamente naturalistas que hablan de Latinoamérica: 30 haikus, 15 haikai y 15 “yori” (textos que son algo más de dos haikus y medio, que conforman diez versos, que he inventado a los efectos de estas experiencias). La premisa era la imposibilidad concreta de escribir haikus en castellano, como pregonaba Borges, antes de escribir unos quince absolutamente deliciosos. Respetando el corsé de esas formas, de un escritor enorme y jocoso como el japonés Ueshima Onistura [1661-1738], pero poniéndolo a funcionar en estos lugares nuestros, con nuestros horrores, nuestros desencantos y nuestras felicidades. Pues el resultado ha sido maravilloso.
¿Así que además de ser el autor de “Miniaturas Quilmes” sos “cervecero”, hincha de Quilmes, bonaerense equipo de futbol cuyo Club se fundara en 1887?... ¿Residiste en la ciudad de Quilmes? Hablemos de la ciudad y tus lazos con ella, de tu equipo, y de ese libro, el citado, seleccionado por el Plan de Promoción a la Edición de Literatura Argentina de la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación de la Presidencia de la Nación.
Yo soy porteño, nací en la ciudad de Buenos Aires, y aquí vivo desde hace mucho, pero pasé mi infancia y adolescencia en la barriada de Quilmes. Suelo creer que poseo un pensamiento francamente orillero construido, piedra por piedra, en los campitos de fútbol de Quilmes y la biblioteca inmensurable de mi padre. Un pensamiento orillero y taimado que trae consigo, siempre, una mirada propia de los abejorros más disolutos. Es así para cualquiera de la infinidad de sujetos del sur de Buenos Aires, del conurbano bonaerense, que saben, que intuyen, que deducen, que todas las cosas, los hechos y los acontecimientos siempre poseen una complejidad encubierta, amenazante y disimulada, ex profeso, con fines inescrutables pero perentorios que deben ser desentrañados ya mismo. Con mis amigos selectos, nosotros, los más impresentables y diletantes del barrio, peregrinábamos con frenesí hacia el Centro. El Centro no es otra cosa más que la Ciudad de Buenos Aires. Íbamos a ver ciclos de cine, a recorrer las librerías como posesos, a degustar pizzas como si de auténtica ambrosía se tratare, a jugar a los fichines (los antiguos flippers) y a intentar conocer alguna que otra señorita. Era nuestro secreto e intimísimo Tikal. Nos dilapidábamos hasta el último billete arrugado que teníamos y retornábamos “colados” (sin pagar boleto) en el mítico “blanquito”, un descascarado ómnibus que conecta el Centro luminoso e indolente con el Quilmes soñador. En una de esas asiduas excursiones recalamos por casualidad en el bar “La Paz”, donde perdían el tiempo con incomparable gracia los mejores escritores, y ahí me quedé toda mi juventud, adosado a una de las mesas del ventanal. En Quilmes tengo familia, hermanos, sobrinos, amigos y lugares que siguen estando, ahí, esperando, esperando vaya a saber uno qué. Esperando, ahí. El fútbol me gusta mucho, más jugarlo que verlo jugar, y soy hincha de Quilmes Atletic Club, claro. En cuanto a mi libro, las “Miniaturas Quilmes”, se relaciona directamente con los indios kilmes, una de las tribus más bravas de la Argentina, que fueron traídos a pata más de mil doscientos kilómetros desde la provincia de Tucumán, hasta la reserva de Quilmes, con el exclusivo fin de que se apaciguaran o murieran en la travesía. Para ilustrar su carácter indómito las madres kilmes preferían arrojarse al vacío, con sus hijos, antes de entregarse a los blancos y convertirse en esclavos. Este libro trata de una serie de historias breves, sobre la memoria de esos mismos indios, que aún hoy retumban en el imaginario de nuestra gente. Sí, por suerte fue muy reconocido el libro: además de ese Premio de la Presidencia de la Nación que mencionás, me distinguieron con el Tercer Premio Municipal de Literatura de la Ciudad de Buenos Aires.
En la tapa de tu “Quaestiones politicae” se advierte, sobre una ilustración de soldados disparando sus armas, un subtítulo: “Seis relatos sobre la certeza”.
Son dos soldados de tropas irregulares, uno de pie empuñando una pistola y el otro, rodilla en tierra, apuntando con un fusil. La certeza es un estado definitivo de la inteligencia, mientras que la violencia es una falta casi absoluta y brutal de la certeza, la negación de la fraternidad. Entre esos dos opuestos corren estos seis cuentos que nacen casi como una boutade; alguna vez supe, o creí saber, que cuando murió Italo Calvino [1923-1985], un escritor colosal al que adoro, habría dejado inconcluso un libro sobre la certeza. Entre coordenadas devenidas de la lectura apasionada del gran italiano, la levedad, la rapidez y la consistencia, pretenden discurrir estos relatos. Tienen una dissertatio final donde se explicitan las situaciones, violentas, que resultaron disparadoras para escribir sobre esa tensión vital. El primer cuento, “Puente chino”, habla sobre la masacre del puente de Avellaneda, en 2002, donde fueron asesinados los militantes populares Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. El segundo, “Laertes”, morosea sobre los designios y las tribulaciones de un personaje secundario de Shakespeare que termina desencadenando una tragedia. “Los peligros de la abulia”, que es el tercero, trata sobre dos marines aburridos, en las arenas de Irkuk, Irak, matando el tiempo de un modo peligroso e inmoral. El cuarto es “Lucile y el mar”, y nos cuenta sobre las andanzas de un promocionadísimo asesino serial de Mar del Plata. “La exhortación de Conón de Samos”, el quinto, nos narra unos muy turbios enjuagues palaciegos que dan luego paso a la leyenda. El último, “La bruma en retirada”, es el más largo de todos y nos relata un acontecimiento policial que pone en tela de juicio la suma de las violencias como respuesta ausente a un proceso político reciente, doloroso, criminal. Este libro está dedicado a la memoria de mi tío Lito, militante político, que fue asesinado en la vía pública, en la intersección de las calles Álvarez Jonte e Irigoyen, cuando iba a un mitin.
El 28 de julio de 2003 organicé, dentro de un Ciclo de Poesía, un encuentro-homenaje a Emeterio Cerro, en el que participó interpretando textos de él, Baby Pereyra Gez, fallecida no mucho después. ¿De qué modo cada uno de ellos te enriqueció, te enseñó?
Emeterio Cerro fue un autor, regisseur y director de teatro argentino exquisito, irrepetible y genial. Su dramaturgia abreva tanto en el absurdo como en el neobarroco y es única, absolutamente nacional y así, paradójica, se atreve a lidiar con los grandes temas universales a quemarropa. Hay una exaltación de lo propio a niveles pantagruélicos que lo torna general, indefinible, primal; en las obras de Emeterio hay siempre sujetos temblando en las tinieblas de un teatro que balbucean la verdad, que insinúan un decir criminal, que atisban los fragmentos del mundo, un morcilleo de los grandes temas de la humanidad que nos persiguen sin freno en lo inmediato, en lo cotidiano, casi en la intrascendencia. Emeterio fue un tipo que murió muy joven, pero de una producción tanto de escritura como de dirección de obras, vertiginosa e infatigable; más de quince libros de poesía, tres novelas, ocho obras de teatro estrenadas, seis libros de relatos y una decena de obras dirigidas por él. En cuanto a Baby Pereyra Gez fue una actriz y directora excepcional, egresada del Conservatorio Nacional, una maestra de actores que participó muy activamente en la movida de los ochenta en la generación nueva del teatro argentino, que se solidificó desde Teatro Abierto, el Centro Cultural Rojas, el café Einstein, Cemento, hasta el Parakultural. Formó parte de la compañía de teatro de Emeterio y fue, sin dudas, su continuadora. Yo, que venía de Poesía Abierta, tomé clases con ambos: no te podría precisar bien qué cosa mía no deviene de esos aprendizajes.
Augusto Roa Bastos puntualiza: “Los autores esenciales crean su propia lengua: Homero, Dante, Shakespeare, Cervantes, Rabelais, Rimbaud, Whitman, Nietzsche, Schopenhauer, Balzac, Sterne, Dostoievsky, Faulkner.” ¿Cuáles faltan en este relevamiento?
Hay que agregarle unos cuantos más. Pero la literatura es un océano infinito de libros que se mueve de acuerdo a la época, a los intereses de quienes manejan el mercado y a la academia, y, por último, allá atrás más retiraditos en la penumbra, los lectores. Los autores somos simples convidados de piedra en este festín de las letras. Pero no hay nada más maravilloso que alguien te recomiende un libro que vos no conocés y sea un descubrimiento, un encuentro con otra persona que dice cosas que nos conmueven, que nos llaman, que nos hablan de nuestros sentimientos, que convocan una vez más a lo humano. Si me dejás, yo agregaría algunos libros de escritores que tienen para aportar lo suyo a este equipo notable que sugerís. Empezaría con Manuel Scorza, el gran novelista peruano, que, por esas operaciones de poder de los grandes armadores de cánones, casi ha sido excluido de la literatura americana. Recomiendo empezar con la impresionante “Garabombo, el invisible”. Sándor Márai, otro monumental, aconsejo para empezar: “El último encuentro”. Del serbio Milorad Pavic sugiero comenzar con el “Diccionario Jázaro”, la versión masculina o femenina. De Ivo Andric [1892-1975], “Un puente sobre el Drina”; de Haruki Murakami encomiendo “La caza del carnero salvaje”; de Italo Calvino, “Las ciudades invisibles”; de Marguerite Yourcenar, “Los cuentos orientales”; del francés Pascal Quignard, “La barca silenciosa”; de Gesualdo Bufalino [1920-1996], “El diario del apestado”; de Yasunari Kawabata [1899-1972], “Lo bello y lo triste”; de Alessandro Baricco, “Seda”; con autoría de argentinos, una novela de aventuras, que es un género que no se ha desarrollado demasiado, “El náufrago de las estrellas”, de Eduardo Belgrano Rawson; “Algo en el aire”, de Jorge Paolantonio, una novela mayor; “Agua”, de Eduardo Berti; “Las maravillas del doctor Tulp”, de Daniel Muxica; “El caos”, de J. Rodolfo Wilcock [1919-1978], “La liebre”, de César Aira… Y no hablamos aún de poesía: César Vallejo, Dalton, Anna Ajmátova, T. S. Eliot, Leopoldo María Panero, Friedrich Hölderlin, el rumano Tristan Tzara, Olga Orozco, Vicente Huidobro, Fernando Pessoa, Giuseppe Ungaretti…
¿Qué tan “buen” lector sos de los aforismos en sus diversas formas (sentencias, máximas, proverbios, paradojas, parábolas, epigramas, epifonemas, pensamientos, divagaciones, etc.)?
Soy muy muy lector, pero tengo como épocas, más o menos narrativa, más o menos poesía. Ahora estoy leyendo una novela que se llama “El jilguero”, de la estadounidense Donna Tartt. Recién comienzo, parece interesante, aunque esperaba otro tipo de disquisición. Cuando la termine te cuento. El aforismo como cualquier género literario me atrae si está bien hecho. Pienso en los epigramas de Marcial o de Catulo, los haikus de Onistura o Basho, las reflexiones de Georg Christoph Lichtenberg [1742-1799] o de Voltaire y todo se vuelve bastante flojo, pobre, apurado, cuando se intenta alguna comparación. “Odio y amo, tal vez me preguntes por qué, no lo sé, solo sé que lo siento y que sufro”. Esas líneas de Catulo parecen escritas hace tres minutos y tienen dos mil años. O “Me parece imposible demostrar que somos la obra de un ser superior y no el pasatiempo de uno bastante defectuoso” de Lichtenberg. La brevedad es una trampa deliciosa en la que solemos caer los escritores una y otra vez. Yo estoy viéndomelas con un libro de poemas latinos, hace ya unos años, pretendidamente breves, que estaría llegando a su finalización y son alrededor de cien. Algo así como: “Pobre el señor de los pajonales, mi querida señorita O., pobrecito, ni se ha enterado que la ausencia suya, mi querida, reverbera en las totoras como un rezo furioso, como una revolución que se demora en llegar. Así, en estas orillas desasosegadas, apenas se puede encontrar luz y nada más”, se dice, en uno de los textos iniciales del libro en cuestión (“Noventa y nueve poemas latinos del mundo bárbaro y uno más”).
¿“Vivir es una incomodidad continuada”, como le habría espetado Descartes a su protectora, la Reina Cristina de Suecia?
Vivir es lo mejor que nos puede pasar. La vida es una celebración breve, muy breve. Ojalá vivamos muchos años más, todos, aunque al final uno se canse, como decía un personaje de Juan Carlos Onetti. El tema del cómo es lo que nos atormenta como intelectuales y gente sensible. Una vida estimable para todos los habitantes del mundo debe ser la meta de toda la actividad humana organizada. La crisis profunda del capitalismo global nos lleva a plantearnos un montón de cuestiones, que deben ser resueltas por nosotros como colectivo de inmediato; es imposible que no vivamos esta pasión como declamaba el carpintero más famoso, imposible. Yo creo que, con razón, todos queremos trabajo, belleza, vivienda, justicia, futuro y salud. Un reclamo tan básico y tan urgente que parece incluso una frivolidad plantearlo así en estos tiempos, pero no lo es, con más de tres mil millones de pobres en el mundo que no tienen acceso a la vivienda, a la educación, a la salud, al agua potable, no lo es. Atrás de todos estos aparatos satelitales, esta globalización, esta frenética modernidad, este mundo wifi, esta sorda acumulación de objetos, esta absurda obsolescencia programada, estamos nosotros, las personas, con nuestro sencillo reclamo de humanidad, justicia, libertad. No es un planteo inocente, ni trasnochado, es un llamado a la participación, a la solidaridad y a la acción popular. Simplemente devolverle a la humanidad el decoro, el respeto, la confraternidad, el arte, y con todo ello la calidad de vida que todos nos merecemos y sin excepciones de ningún tipo.
¿Qué postal de tu adolescencia te viene primero a la memoria?
Yo soy un tipo muy alegre. El gran legado del pueblo judío es su humor, a pesar de las tragedias, las masacres, la guerra, ellos siguen adelante con su humor implacable, demoledor. Yo veo ahí una enseñanza infinita, profunda, ejemplar. Mi recuerdo más inmediato de la adolescencia es estar sentado en la esquina de mi barrio, Quilmes, charlando eternamente sobre cualquier cosa. Charlas interminables y jocosas hasta altas horas de la madrugada, que nos llevaban a debatir sobre el mundo, las muchachas, claro, el fútbol, las revueltas, la nada. Hace poco volví a esa vieja esquina y estaba ocupada por otros chicos, los hijos de esos jóvenes enfebrecidos que éramos nosotros. Yo creo en la alegría, es mi verdadera militancia, la alegría debe ser cultivada, cuidada, ejercida sin freno en todo lugar. No la comicidad vacía, nula y cómplice, si no la ironía rebelde, demoledora, inteligente, contestataria. La alegría es una operación política que debe ser enseñada a los chicos desde muy pequeños. La risa lo cura casi todo. Cuando uno introduce una broma en cualquier discurso todo tiembla, se vuelve inestable, se ve lo incierto de todo el sistema, sus simulaciones, sus perversidades, sus hipocresías, su paraíso y su infierno de cartón pintado. Yo aprendí en esa esquina perdida de Quilmes que la comicidad es una de las ocupaciones más serias que debe acometer toda persona que quiera ser feliz. La risa es amiga entrañable de la vida; la solemnidad, sin la menor duda, es la socia de la muerte. Como dijo el gran Woody Allen, “Si no te equivocas de vez en cuando es que no lo intentas”.
¿Hugo del Carril, Ana Belén o Caetano Veloso?
Pues los tres, por razones distintas. Fuera de toda discusión están sus dotes de artistas, de extraordinarios cantantes. A don Hugo del Carril lo elijo por sus convicciones, por su militancia política que le costó muchísimo, proscripciones, persecuciones, silencios, pero es un claro ejemplo del artista comprometido, popular, íntegro. A Ana Belén por su repertorio, su cancionero, aunque más ligado al canto popular español contemporáneo; cuando pisé Madrid por primera vez y me llevaron a conocer la Puerta de Alcalá, me era imposible dejar de tararear “ahí está, ahí está, la Puerta de Alcalá”, y también lo haría, con todo respeto, por su belleza serena, espléndida y delicada. Del enorme Caetano Veloso soy fanático, hasta hoy, como cantante y como compositor. Su disco “Cores, Nomes”, me acompañó toda la juventud, lo escuché miles de veces procurando descifrar un mensaje subliminal que hablaba de otro mundo, que me llevó a conocer el Brasil profundo, inextricable y trascendente. Cada vez que vuelvo al tema “Coqueiro de Itapoa”, me emociono de una manera especial: “Coqueiro de Itapoã, coqueiro / Areia de Itapoã, areia / Morena de Itapoã, morena / Saudade de Itapoã, me deixa / Oh vento que faz cantiga nas folhas / No alto do coqueiral / Oh vento que ondula as águas / Eu nunca tive saudade igual / Me traga boas notícias / Daquela terra toda manhã / E joga uma flor no colo / De uma morena de Itapoã / Coqueiro de Itapoã, coqueiro / Areia de Itapoã, areia / Morena de Itapoã, morena / Saudade de Itapoã, me deixa / Me deixa, me deixa”. Casi siempre que sale a la luz un nuevo disco de Caetano trato de conseguirlo y escucharlo con prontitud, es parte de mi vida. Pues, entonces, elijo a los tres, claro.
¿Qué no incluirías nunca en una de tus novelas o cuentos?
Cosas que vayan en contra de mis convicciones personales, no sólo políticas, crímenes de lesa humanidad, aberraciones contra niños, genocidios. Pero no lo tengo tan claro. No tengo grandes tabúes en cuanto a lo que puedo y no puedo escribir. No sigo los temas de la época, sus explosiones, sus aburridas frivolidades, ni respeto lo que se conoce como la voz de la época, ni acuerdo con ninguna clase de censura ni imposición moral ajena a mi conciencia como ser humano, como trabajador, como muchacho soñador del conurbano apestado por “las luces del Centro”. Nunca se me ocurrió escribir sobre algún nazi notable o más o menos importante, supongamos el austríaco Georg von Schönerer, el inventor del saludo nazi, pero no lo dejaría de hacer. Escribo para cambiar el mundo, para tratar de descubrir lo humano en todos los lugares del universo, para contar las cosas, para construir la verdad y sus procedimientos validantes. Considero que todo eso puede ser materia de mis novelas, mis poesías, mis obras de teatro, mis guiones y mis cuentos, tamizado por mi visión iconoclasta del estado de las cosas, claro, pero sobre todo por mis manías, por mis retorcidos mecanismos textuales, por mis exánimes recursos literarios, por la suma insondable de mis obsesiones.
¿Qué te promueve desasosiego? ¿Cómo te parece que sobrellevás la degradación de los valores? ¿A qué escritor hubieras elegido para que te incluyera en alguna de sus obras como personaje?
La pobreza, la guerra, la devastación ambiental, la injusticia, la maldad, la discriminación, la exclusión, el abuso. Pero creo que más que desasosiego lo que me provoca es rabia, me embronca, me subleva. Respecto de la degradación de los valores, opino que son inherentes al sistema social en el que vivimos, a la voltereta perversa de su proceso histórico y a la famosa explotación del hombre. Más que sobrellevarlo, procuro combatirlo, desde mi hacer como escritor, como gestor cultural, como viandante, como idealista. Yo creo en la construcción de un mundo más fraternal, más libre, más democrático, más justo, con igualdad de oportunidades, donde todos tengamos una vida que valga la pena ser vivida, para eso escribo y trabajo en cultura, desde ahí efectúo mi modesto aporte. En cuanto a si me hubiese gustado estar en alguna obra, me hubiese encantado estar en alguna del gran humanista ruso Antón Chéjov, a quién admiro de una manera fanática; si pudiera elegir: en “La gaviota” quisiera que me asignaran un personaje secundario, menor, un joven campesino bielorruso, muy alto y de ojos negros, encargado de acicalar a los galgos lanudos más delicados de los señores, quizá; o un melancólico japonés amigo del sake, los recipientes de hebras de té más estrambóticos y los combates de grillos, en “La casa de las bellas durmientes”, de Yasunari Kawabata.
Edith Wharton, aquella destacada discípula de Henry James, en la Introducción de su maravillosa novela “Ethan Frome” sugiere que “cada tema (en el sentido novelístico del término) contiene, implícitamente, su propia forma y sus propias dimensiones”; en otro párrafo sostiene que “Todo novelista ha sido visitado por los insinuantes fantasmas de ‘seudo-buenas situaciones’: temas-sirena, que atraen su cáscara de nuez y la hacen estrellarse contra las rocas”; y más adelante hace referencia a que hay “quienes nunca han considerado que la novela es un arte de composición”. Al novelista que sos invito a que añada sus propias consideraciones.
En cuanto a la forma y las dimensiones de las novelas que resultan de un tema específico, que como bromean los griegos desde siempre no son más de cuatro, no coincido con lo que dice la exquisita Edith Wharton. Creo que cada época es la que trata de imponer sus temas, con mayor o menor énfasis, sus fábulas, sus intrigas y sus discursos. Los textos siempre son resultado de una tensión insoportable entre el sistema ideológico y el tiempo concreto que se encarga de premiar, soslayar, castigar o ensalzar a sus escritores según sean funcionales, o no, a ese proceso cultural específico. La novela, que es el género comercial por excelencia, tiene una forma bien determinada, un acervo específico, una tradición, que atiende en mayor o en menor medida las necesidades de ese tiempo concreto y ese lugar real donde sucede su escritura, su posterior edición y su venta como objeto de cultura; para ponerte un ejemplo bien tangible, no hace mucho el mandato imperativo de nuestro mundo editorial era escribir novelas espirituales, luego históricas, después policiales y así vamos. Yo no soy un teórico, simplemente soy un hacedor de textos, de novelas, de poesías, de relatos, aunque como cualquier trabajador reflexiono sobre mi tarea, sobre el rol del artista en esta sociedad. Coincido con que la novela es un arte de composición, de eso podría hablarte mucho mejor y con más especificidad Mijaíl Bajtín, Tzvetan Todorov, Roland Barthes, Georg Lukács… Es fundamental para cualquier escritor entender la dinámica y la función de los distintos elementos constitutivos de la novela, reflexionar sobre su estructura interna y externa, la crucial elección del tiempo verbal, prestar atención a la temporalidad histórica y al tiempo interno de la obra, perfeccionar el clímax, los bosques narrativos, etcétera. Mientras más se sepa sobre todos los elementos formales que conforman el andamiaje de la novela, o de cualquier texto en general, más libre se podrá ser al encarar la escritura de ese texto. Leer, leer y leer. Como creador procuro cultivar mi voz, mis temas particulares, mis desafíos, mis tramas engañosas, mis protestas, mis proclamas revolucionarias, mi subvertir sistemático del pacto narrativo, mis ensueños y sobre todo ignorar, o al menos cuestionar, las imposiciones antojadizas, interesadas y alienantes de los teóricos del mercado y de los monjes impolutos de la Academia. Yo apuesto a la construcción de una obra, muchos libros que nos hablan, que vociferan, que gritan, que protestan y que se hablan entre sí; apuesto a la construcción de un mundo propio que interpele a ese mundo real, en ebullición, en fricción, en disputa y tan inestable, cambiante, fugaz.
¿Con qué nos vamos a encontrar en tus próximos libros?
Soy muy metódico, escribo entre cuatro y cinco horas diarias, de lunes a lunes, es una de las cosas más divertidas, más placenteras y más gratificantes de la vida. Así que espero que puedan leer varios libros míos más, en breve. Tengo unos libros cerrados de poesía y de narrativa que se editarán pronto, no sé si primero en Argentina, Colombia o en México, en eso estamos, arreglando felices entuertos editoriales. Entre los que terminé, también está una novela sobre mi amado Chéjov; finalizada después de unos cuantos años de trabajo. Esta novela devela el misterio de la noche más mentada en la vida de Chéjov, cuando se extravía y nadie sabe qué sucede de él hasta el día siguiente, nada hasta ahora. La noche no es otra que la fría noche del 17 de octubre de 1896, cuando nieva tímidamente en la hermosa ciudad de San Petersburgo, sin coto, sin pausa. Es el estreno de su obra de teatro “La gaviota” en el gran teatro Alexandrivski. El estreno es un fracaso estruendoso que el joven autor, Antón Chéjov, no tolera. Huye a pie, mal abrigado y desasosegado, por la nieve a pesar de su tisis galopante. Lo recoge un carruaje señorial, aunque algo vetusto, de una bella dama madura de la nobleza más rancia, Irina Ivanovna, que va a matar a su joven amante Kleshanov, veinticinco años menor que ella y fallido héroe de guerra, quien ha decidido abandonarla al fin. El carruaje los lleva por la nieve a ambos, mientras se cuentan historias rusas sin freno para matar el tiempo, rodeando el teatro, una y otra vez; historias sobre Potiomkin, Catalina la Grande, el panóptico de Bentham y un pusilánime ayudante llamado Shuwalkin (como todos sospechamos ya: un borroso homenaje a Walter Benjamin). Sale el público finalmente a la nieve que no cesa de caer. La bella dama, Irina Ivanovna, se apea y dispara con premeditación. Muere una joven figuranta y luego Kleshanov, el joven seductor. Ella se pega un tiro de un modo melodramático repitiendo unas palabras tan famosas como sarcásticas. Chéjov, a unos metros, pelea con el gigantesco cochero de Irina Ivanovna que le cuenta sobre un oscuro pacto...
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Ricardo Rojas Ayrala y Rolando Revagliatti.
http://www.revagliatti.com/011114.html