Cádiz, 1811. España lucha por su independencia mientras América lo hace por la suya. En las calles de la ciudad más liberal de Europa se libran batallas de otra índole. Mujeres jóvenes aparecen desolladas a latigazos. En cada lugar, antes del hallazgo del cadáver, ha caído una bomba francesa. Eso traza sobre la ciudad un mapa superpuesto y siniestro: un complejo tablero de ajedrez donde la mano de un jugador oculto —un asesino despiadado, el azar, las curvas de artillería, la dirección de los vientos, el cálculo de probabilidades— mueve piezas que deciden el destino de los protagonistas: un policía corrupto y brutal, la heredera de una importante casa comercial gaditana, un capitán corsario de pocos escrúpulos, un taxidermista misántropo y espía, un enternecedor guerrillero de las salinas y un excéntrico artillero a quien las guerras importan menos que resolver el problema técnico del corto alcance de sus obuses.
El asedio es una buena novela de aventuras disfrazada de novela negra por un lado e histórica por otro, en la que está muy presente la melancolía española de ‘lo que fuimos y no somos’, lo que relacionamos con lo que se promete y lo que se da.
Esta es a su vez una ‘novela coral’ según explica el mismo escritor. Tal y como tiene acostumbrados a sus seguidores, la multiplicidad de personajes y de situaciones se entrelazan formando un mosaico que describe en este caso el sitio de la ciudad de Cádiz a manos de los franceses. La época retratada es la constituyente, es decir, se ubica temporalmente en ese 1812 que dio lugar a la carta magna conocida como La Pepa, que compusieron las cortes y los diputados autóctonos e indianos que actúan de figurantes del fondo de las tramas.
El Cádiz que aparece en esta novela está muy alejado de la pandereta, el pescaíto frito, la tacita de plata y el sol y la alegría sin fin. Es un lugar decimonónico, con poca luz de noche, donde la luz del día ciega en vez de ayudar a ver, donde llueve en invierno y donde a las playas de la Caleta o el Puerto de Santa María no va uno a darse el bronceadito y el bañito, sino que se va a currar duramente en el mar, a encontrar cadáveres, o a preparar emboscadas contra ese francés que te trae ideas de libertad pero a quien odias con navaja de siete muelles.
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Al igual que Cádiz siempre resulta en la vida real uno de los lugares más sugestivos y contradictorios que uno pueda ver, en la novela lo es aún más: estando cercada cual último reducto que resiste ahora y siempre al invasor, los asediados viven mejor y más cómodamente que los sitiadores, que están lo más lejos que se puede estar de casa y aún estar en España, y cuyos temibles cañones no llegan a dañar la ciudad por culpa de esos vientos que son parte del paisaje. Incluso quienes conozcan o hasta vivan en Cádiz hoy en día la verán con otros ojos a través de esta novela.
Batallas, aventuras, romanticismo, intriga policial, costumbrismo, la búsqueda del tiro perfecto… son una pequeña muestra de lo que el lector va a encontrar en esta gigantesca novela que le hará pasar horas y horas de entretenimiento, enganchado a la historia de un Asedio que nunca volverá a ser el mismo.
Concluyendo, El asedio narra el pulso asombroso de un mundo que pudo ser y no fue. El fin de una época y unos personajes condenados por la Historia, sentenciados a una vida que, como la ciudad que los alberga —una Cádiz equívoca, enigmática, sólo en apariencia luminosa y blanca—, nunca volverá a ser la misma.