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Pensamiento: “Miguel Delibes. Una conciencia para el nuevo siglo” de Ramón Buckley

jueves 23 de octubre de 2014, 13:23h

Por Ramón Buckley

La primera vez que vi a Miguel Delibes fue en la estación del Campo Grande de Valladolid. Allí estaba en el andén, esperando el tren en el que yo llegaba de Madrid, la gorra calada y ese aspecto de castellano impasible que tanto lo caracterizaba. Yo lo había llamado unos días antes.


Le había explicado que estaba haciendo mi doctorado en Madrid y que mi tesis doctoral versaba sobre su obra, y le había pedido audiencia en Valladolid. Me acompañó hasta la Plaza Mayor, donde me había buscado una pensión, y, antes de despedirse de mí, sin que yo le dijera nada, me comunicó que en su casa se comía a las dos y que allí me esperaba mientras permaneciera en la ciudad... Lo único que recuerdo de aquellas comidas familiares es la ruidosa presencia de sus siete hijos, de diferentes tamaños, sexos y edades, pero con la misma capacidad para levantar una barahúnda de gritos, voces y risotadas bajo la mirada divertida de su madre, Ángeles de Castro.. De vez en cuando lanzaban una mirada a aquel bicho raro que se había sentado a comer con ellos, pero en general estaban a lo suyo, y lo suyo era aquella maravillosa algarabía... Corría el año 1965.

La última vez que vi a Delibes fue hace tres años, con motivo del primer Congreso Internacional sobre su obra, celebrado en Valladolid. Delibes nos estaba esperando en su casa, sentado en el sofá, mientras los congresistas que habíamos acudido a verlo lo saludábamos. «¡Ése es Buckley -exclamó al verme-, pero con la barbita blanca!» Aquella socarrona constatación de que el tiempo no sólo pasaba para él era su manera de celebrar el encuentro.

Medio siglo de esporádicos encuentros, de convivencias con él, pero, sobre todo, con su obra, me han impulsado a escribir este libro que el lector tiene entre sus manos, justamente para juntar autor y obra, para escribir y describir ese secreto cordón umbilical que une al escritor con su escritura. Para explicar mi quehacer, quizás sea más fácil decir lo que no soy que lo que soy. Yo no soy su biógrafo, no escribo la vida de Miguel Delibes. Pero tampoco soy, -al menos, no en esta ocasión- un crítico literario, no hablo de su obra desde un punto de vista académico. Hablo de la relación que existe entre Delibes y el Azarías, la Desi, Cecilio Rubes o Daniel, el Mochuelo; hablo de sus novelas, de sus personajes y de la manera en que el propio Delibes está presente en todos aquellos seres de ficción. Tal como el propio Delibes reconoció al recibir el Premio Cervantes, «yo he sido tanto yo como los personajes que representé en este carnaval literario.Ellos son, pues, en buena parte, mi biografía». Hablo no sólo de sus novelas, sino del mundo en el que éstas aparecieron, de las circunstancias que rodearon su nacimiento, del contexto social y político en el que se escribieron.

Cuando yo era un joven estudiante en una universidad inglesa, allá por los años sesenta, pensaba que el texto literario lo era todo y que un correcto examen textual revelaba todo lo que se escondía bajo su superficie, incluida la vida del propio autor… Ahora ya no creo que el texto sea una verdad inmutable, sino, al contrario, algo que siempre está cambiando. Nace con la primera idea que germina en la mente de un autor y pueden pasar meses -o años- hasta que el autor comience a desarrollar esa idea, a poner pluma sobre papel y a dar forma a esa idea con su escritura. Y ni siquiera cuando al fin entrega el original al editor es lícito hablar de una versión definitiva. Porque ese texto caerá en manos de un público lector que lo cambiará, a menudo lo tergiversará y, de esta manera, le dará nueva vida.

Un texto es como un río que baja de esa montaña que es el propio autor y cuyo curso ni él mismo puede adivinar… Yo me he limitado aquí a seguir el curso de ese río textual, a describir el lugar y el momento de su nacimiento y a intentar averiguar el remoto lugar de su desembocadura. Pero, sobre todas las cosas, a seguir sus meandros, a intentar explicarme cómo es posible que un texto de Miguel Delibes signifique una cosa para una generación de españoles y algo totalmente distinto para la siguiente. Y este cambio de parecer de los españoles sobre su obra, lejos de desmerecerla, la convierte en algo vivo. Es en este sentido en el que Delibes se ha convertido en un clásico, en el sentido de que cada generación lo manipula y tergiversa a su gusto.

Uno de los tópicos que suelen utilizarse al hablar de Delibes es que es un autor «localista». Y, desde luego, en una primera lectura, lo es más que ningún otro escritor español del siglo XX. Delibes no sólo toma posesión como escritor de un territorio muy definido de la geografía española -Castilla y León-, sino que, al apropiarse de su lengua, al utilizar centenares de palabras del riquísimo lenguaje rural así como del argot de la Castilla urbana, da un poco la impresión, al leerlo, de que su prosa ha echado raíces en aquella tierra, de manera que es ya materialmente imposible separarla de ella. Nos habla de Castilla y de poco más, pensarán muchos de sus lectores.

Se ha cometido con Delibes el mismo error que cometían los antiguos viajeros que cruzaban las sierras de la Demanda y de Atapuerca sin percatarse de que, bajo sus pies, se abría la Sima de los Huesos o la Gran Dolina… Delibes ya forma parte del paisaje castellano, pero es que ese paisaje que nos describe en sus novelas ha de contemplarse no sólo en toda su extensión, sino en su altura y en su profundidad. Aunque Delibes en sus novelas y relatos se separa muy pocas veces de Castilla, la tierra que él contempla no es sólo la de hoy -la que ven sus ojos-, sino la de ayer y la de mañana, la de un pasado y la de un futuro casi intemporal. Sitúa sus novelas y relatos en la Castilla del siglo xx. Y, sin embargo, algo hay en las historias que nos cuenta y, sobre todo, en la manera de contarlas que nos remite a un tiempo inmemorial. Su gran hallazgo narrativo es justamente haberse transformado en un cuentacuentos; como si, en lugar de escribir la historia, nos la estuviera relatando oralmente. Su narrativa nos remite no sólo a los juglares medievales, sino incluso a esos chamanes que se reunían con la tribu alrededor del fuego y contaban sus mágicas historias.

Una tribu de hombres-cazadores, como lo fue el propio Miguel Delibes… O quizás sea mejor decir de «cazadoreshombres», en el sentido de que era la caza misma y la forma e practicarla lo que los definía como seres humanos. Aquellos hombres del Paleolítico eran humanos -tal como señalan hoy los antropólogos- porque su cerebro se había desarrollado e forma especial gracias a la carne y las grasas que durante miles de años habían consumido, a diferencia de otros primates que habían seguido una dieta vegetal… Delibes os devuelve a Atapuerca, a la caza, al fuego, a la narración rural… ¡Y todo ello sin salirse del siglo pasado, en el que sitúa casi toda su narrativa! En eso consiste la magia de su escritura: en que nos habla, desde el presente, de un pasado inmemorial.

Y lo mismo podríamos decir del futuro. Personajes como el Azarías, el señor Cayo o Pacífico Pérez parecen surgir de los orígenes mismos del hombre, son «seres naturales» que a veces parecen más cercanos a los animales que a los seres humanos. Pero, de la misma manera que Delibes nos recuerda, a través e estos personajes, los primeros tiempos de la humanidad, es capaz de catapultar a sus lectores hacia el futuro, un futuro en l que el hombre volverá a ser autosuficiente (Cayo), volverá a establecer una relación -y un compromiso- con los animales que lo rodean (Azarías) o logrará sintonizar con la naturaleza que le abrirá de nuevo sus puertas y le confiará sus secretos Pacífico). A través de estos tres personajes desarrolla Delibes todo un pensamiento ecologista que acerca su obra a la de James Lovelock, el científico creador de la teoría de Gaia. Gracias a su labor como periodista en El Norte de Castilla, el presente tampoco le fue ajeno. Poco tiempo después de ser nombrado director de ese medio, tuvo que enfrentarse al reto más importante de su carrera periodística, el Concilio Vaticano II. Pronto se dio cuenta de que aquel Concilio afectaría no sólo a la Iglesia católica, sino al régimen de Franco y, sobre todo, a él mismo como católico practicante, ya que lo obligaría a poner su fe patas arriba? Cogió el toro por los cuernos: el despliegue informativo de El Norte de Castilla sobre el Concilio fue, seguramente, uno de los más completos de todo el país, gracias al talante liberal del periódico. La revista catalana Destino y El Norte de Castilla -en los que colaboraba Delibes- se situaron en la vanguardia de la prensa del país y, por primera vez, Delibes pudo ofrecer una información más o menos libre, ya que la censura del régimen, en aquella ocasión, apenas se atrevió a intervenir.

Sin que nosotros -sus lectores- apenas nos diéramos cuenta, aquel escritor vallisoletano que nos contaba historias de su tierra fue adquiriendo una nueva dimensión. La novela que surgió del Concilio Vaticano, Cinco horas con Mario, nos cogió por la solapa de la americana y nos zarandeó. Era difícil permanecer indiferente ante aquel torrente de palabras que salían de la boca de Menchu, que a veces nos hacían reír y otras llorar, pero que nunca nos parecían ajenas, porque Menchu hablaba nuestro propio idioma. A partir de esta obra nació un nuevo Delibes, un Delibes engagé, como se decía entonces; un Delibes que viajó a Praga para estar presente en la famosa Primavera, o que, ya desde España, lanzó esa carga de profundidad contra el régimen: su Parábola del náufrago.

Para definir a este nuevo Delibes, apenas si me atrevo a utilizar la palabra intelectual, término que el propio don Miguel detestaba. Pero eso es lo que fue en aquellos años, más que un autor, una auctoritas, es decir, una voz escuchada y respetada por los españoles en general, sobre todo porque no parecía pertenecer a ninguno de los dos bandos en liza en aquellos años -los azules y los rojos-. Una voz independiente que basaba sus opiniones políticas en su propia ética, exclusivamente en lo que le dictaba su conciencia.

Esa voz que nace de una conciencia herida, lastimada, sublevada -o, quizás, simplemente exacerbada por las circunstancias de los años sesenta y setenta en España y fuera de ella- señala el momento de su madurez artística y le permite una especie de «ajuste de cuentas» con todo lo que, en aquellos momentos, violentaba su propia conciencia. A ello dedicaría los últimos años de su actividad literaria. Aunque no me parece necesario, añado que, en este duro ajuste de cuentas, la persona con la que fue más duro fue consigo mismo. Se trata, en definitiva, de que, a lo largo de estas páginas, el lector «vea crecer» a Delibes, tanto en su vida como en su obra. El retrato que de él hace mi amiga la grafóloga Pilar Torres nos puede servir de tarjeta de presentación. He aquí su informe sobre la personalidad del escritor, después de examinar las cartas de Delibes que le mostré: «Equilibrio entre sentimiento y razón, entre lógica e intuición, entre introversión y extroversión», señala Pilar, al interpretar los rasgos de su escritura. Eso en cuanto a su propio carácter. Respecto a su relación y trato con los otros: «Naturalidad, cercanía, sencillez, seguridad en sí mismo; se muestra siempre tal como es en realidad».

Se acerca Pilar, en su análisis, a esa palabra mágica que suele destacar Gonzalo Sobejano al hablar de la obra del autor vallisoletano: autenticidad. La búsqueda de seres humanos «auténticos» es lo que lo lleva a esa Castilla rural, a esos pueblos donde, a mediados del siglo XX, parece no haber llegado aún la civilización moderna. Es lo que lo impulsa a explorar tanto el pasado como el futuro de ese ser humano todavía primigenio.

Le pregunto a Pilar si no observa ningún rasgo negativo en la escritura de nuestro autor: «Otra característica esencial de su personalidad es su tenacidad, pero es que esta tenacidad puede llegar a convertirse en obstinación, en pura cabezonería. Y, naturalmente, puede derivar también en egoísmo. En una primera fase, éste consistiría en planear todo lo que va a realizar, en racionalizar al máximo su propia vida. El último estadio de esta evolución sería la egolatría, muy frecuente, desde luego, en artistas y escritores. Aunque no parece que llegara a esta fase, al menos en las cartas que tú me enseñas».

El único rasgo de su escritura que Pilar califica de «inquietante» son esos trazos descendentes de su pluma que aparecen, sobre todo, en su propia firma, rematada por una línea descendente muy expresiva de su propio carácter. Esto se relacionaría con esos episodios depresivos que el propio Delibes ha descrito al hablar de su vida y ha trasladado a algunos de los personajes de sus novelas. La obsesión por la muerte de su padre -que Delibes traslada a varios de sus personajes- representaría ese lado oscuro de su propia personalidad, que se manifiesta en esos episodios depresivos que lo acompañaron a lo largo de toda su vida. De esa sensibilidad enfermiza de su primera juventud nacería ?tal como hizo James Joyce en su primera obra? su propio retrato del artista adolescente, tal como veremos a continuación.

Ramón Buckley
(Sitges, 1941) es hijo del corresponsal británico en la guerra española Henry Buckley y experto en Miguel Delibes, sobre quien escribió su tesis doctoral. Ha sido profesor en varias universidades americanas: Duke, Indiana, Wisconsin, Michigan, Southern California y Syracuse, y en la American University de Madrid. Es, además, autor de varios libros sobre la novela española, entre ellos Problemas formales en la novela española contemporánea (1973), Raíces tradicionales de la novela contemporánea en España (1982) y La doble transición: política y literatura en la España de los años setenta (1996).


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