Además de recibir la Faja de Honor de la Asociación Santafesina de Escritores, obtuvo, entre otros, en el género poesía, el Premio Regional “José Cibils” y el Premio Provincial “José Pedroni”. Coordinó los talleres de escritura del Rectorado de la Universidad Tecnológica Nacional y fue coorganizador del Primer Festival Internacional de Poesía de la Ciudad de Buenos Aires (1999). Participó en festivales y cónclaves en su país y en el extranjero (Nicaragua, Perú, Chile, Cuba, Uruguay, Venezuela, España). Poemas de su autoría fueron traducidos al italiano, francés, esloveno, portugués, turco, alemán e inglés. Como sociólogo participó del volumen colectivo “Discutir el presente, imaginar el futuro. La problemática del mundo actual.” En el género ensayo se editó en 2014 “Cabeza de Medusa”. Publicó los poemarios “La agonía del silencio” (1976), “El límite de los días” (1986), “El otro río” (1990), “A pesar de nosotros” (1991), “Contramuros” (1996), “Isla adentro” (1999), “De lluvias y regresos” (2004), “Permanencia” (2009) y “Un niño en la orilla” (2016). En 2005 fue publicada la antología de su obra poética “Las trazas del agua” (Universidad Nacional del Litoral) y la selección de poemas editados e inéditos “Coronda” (Editorial Arquitrave, Bogotá, Colombia).
Nacido en la ciudad de Santa Fe, pero…
…a las pocas horas ya estaba disfrutando de los aires de Coronda, ciudad de residencia de mis padres y hermanas. Por tal motivo me defino como un corondino auténtico: allí transcurre mi infancia, hasta diciembre de 1962. Y hasta el día de hoy regreso asiduamente a mi terruño, donde perduran los amigos y las emociones…
¿Cuándo comenzó tu relación con la escritura?
Según contaba mi madre, en la escuela primaria siempre elegían mis redacciones para la celebración de los acontecimientos patrios, pero no tengo mucho registro de ello. Sí recuerdo que me gustaba leer y sabía visitar la biblioteca de la escuela para buscar libros y revistas de aventuras. A mis diez años de edad, mis padres eligieron otra ciudad para vivir y desde mi entrañable Coronda partimos hacia Santo Tomé, una población a orillas del río Salado, pegada a la capital santafesina. Y allí comencé a desarrollar mi adolescencia, acompañado de mis hermanas mayores que trabajan en Plaza y Janés, una sucursal santafesina de la antigua editorial española. Solían traer libros a casa y yo trataba de leerlos como pudiera, sobre todo novelas épicas y románticas, que eran las favoritas de la familia.
Así llegué a la escuela secundaria en el prestigioso Colegio Industrial de Santa Fe, en 1964. Ese año fue muy raro, porque el colegio dependía de la Universidad Nacional del Litoral y los docentes se dedicaron la mayor parte del calendario escolar a realizar paros al gobierno del doctor Arturo Umberto Illia. Nunca terminamos de acomodarnos como alumnos y pasamos de curso a duras penas. Recién al año siguiente arrancamos con más energía y durante ese ciclo sucedió algo inesperado: nuestra profesora de Literatura, Delia Travadello, de reconocida trayectoria como investigadora literaria, me propuso que vaya a reportear junto a Felipe Oliva, un compañero de curso, a un célebre escritor porteño que había llegado a Santa Fe a dar una conferencia. Obviamente que esta señora preparó el cuestionario a los precoces periodistas y partimos rumbo a “Los Dos Chinos”, tradicional confitería del centro. Quien nos esperaba allí era nada menos que Jorge Luis Borges, acompañado de un presbítero que lo había invitado y hacía de anfitrión, por entonces Jorge Bergoglio a secas. Poco recuerdo de aquella entrevista, pero sí tengo presente la respuesta de Borges a una de nuestras preguntas: “Señor, ¿qué hay que tener en cuenta al momento de escribir?” Y Borges respondió algo así: “Tratar siempre con sobriedad el lenguaje. Por ejemplo, decir que el sol es luminoso, pero nunca indecible”. Esa frase me quedó registrada para siempre. Y muy pocas veces la conté a esta anécdota. Hoy, con el tiempo, quizás tenga algo más de color (para el gran público), lo que sería el encuentro entre un estudiante adolescente, el escritor mayor del país y el futuro Papa de la iglesia católica. Para mí, lo esencial sigue siendo internalizar que la sobriedad siempre debe estar presente al momento de escribir.
¿Y después?
Llegó uno de los momentos más tristes de mi vida. En 1966, mi hermana Graciela falleció de leucemia a los 21 años de edad. Su muerte me despertó una terrible angustia y la única manera de consolarme era escribiendo. Y así, desde el dolor, nacieron los primeros esbozos de poemas, tal vez porque ella fue quien más me alentó a acercarme a la lectura y a la escritura. Se había recibido recién de maestra y si bien nunca llegó a ejercer, siempre estuvo alentándome. Aún la extraño. Un ser pleno de amor, al igual que mi otra hermana mayor, Ana María, quien se dedicó a cuidarme y mimarme como una segunda madre.
Pero la vida continúa y en ese año trágico suspendí mis estudios para retomarlos al siguiente. Y en 1969, ya en cuarto del colegio industrial, me encontré con una profesora de Literatura Americana, quien nos hizo conocer tres poetas esenciales: Walt Whitman, César Vallejo y Pablo Neruda. Con ellos y con Borges me lancé al río tumultuoso de la poesía y nunca más dejé de nadar, aun sabiendo que cada brazada te lleva más a la deriva de lo desconocido. Incluso aquella profesora me incentivó para que fuera a un taller literario. Tanto me gustó aquel descubrimiento de poetas y palabras que mis estudios comenzaron a flaquear y a fin de año, con notas bajas y desesperanzado, les comenté a mis padres que quería estudiar otra cosa, afín al mundo de las letras. Mi madre fue tajante: sos ingeniero o te meto en el colegio militar. Mi padre se quedó callado, como adivinando el futuro de su hijo. Y en marzo de 1970 estaba parado frente al Colegio de Oficiales de Campo de Mayo. Por suerte, gracias a mi desagrado, fueron sólo dos meses, porque rendí mal los exámenes de ingreso y debí retornar a Santo Tomé.
Entonces me acerqué al taller literario de la Asociación Santafesina de Escritores, que coordinaban Edgardo Pesante y Miguel Ángel Zanelli, dos talentosos docentes. Y a mitad de año reinicié los estudios en el Colegio Nacional para recibirme de bachiller. A fines de 1970 aparece publicado mi primer poema en el suplemento literario del diario “El Litoral”. Fue entonces que mi madre aceptó mi incierto destino de escritor y se olvidó del ingeniero y del militar. En 1973 seguí concurriendo al taller, a la par que realizaba el curso de guardavidas, porque ese verano había conseguido el puesto de bañero en el balneario del pueblo. Pero en abril me fui a la colimba (me tocó Marina, con destino en el Aeropuerto de Ezeiza, en la base de Aviación Naval). Y como ese año obtuve el Premio Regional “José Cibils” para poetas jóvenes, el Comandante de la Base se interesó en mis condiciones básicas de escritura y me consiguió una especie de corresponsalía en Ezeiza de la “Gaceta Marinera”, el diario de la Armada Argentina. Publiqué notas de viaje y poemas, porque nuestra función era recorrer por el aire los destinos australes del país. Fue una experiencia muy linda conocer aquella Ushuaia de far west, aquel Río Grande ventoso e inhóspito y tantos otros bellos lugares donde aterrizaba el DC 4. Fue una colimba mágica, porque me trataron muy bien y podía viajar a mis pagos todas las veces que me lo proponía. Tanto, que en 1974, mientras seguía bajo bandera, me inscribí en el Instituto del Profesorado con sede en Coronda, para comenzar mi carrera de Letras. Pero antes sucedió otro hecho notable: haciendo dedo en la Avenida General Paz para llegar a Ezeiza, me alcanzó en su auto un señor con el cuál comenzamos una charla insólita, porque cuando me preguntó a qué me iba a dedicar cuando saliera de la conscripción, le dije “a escribir”. Se sonrió y me respondió: “Muy buena idea, mi cuñado es escritor y sería bueno que lo conocieras”. Y me dio una tarjeta que decía: Raúl Gustavo Aguirre, director de la Biblioteca de la Caja Nacional de Ahorro y Seguros. A la semana siguiente estaba frente a quien se convertiría en un verdadero faro literario. A partir de entonces frecuenté la Biblioteca. Aguirre, siempre atento y gentil, dispuesto a aconsejarme alguna lectura o presentarme a otros poetas, como al genial Edgar Bayley, quien también trabajada en dicha biblioteca, y con el que sólo pude cruzarme aquella única vez. Todo lo que decía Aguirre era almacenado en mi memoria: nombres de poetas y poemas de cualquier registro; reflexiones y conjeturas acerca de la poesía y la vida.
Pero la colimba terminó y a principios de junio ya estaba de vuelta, dispuesto a proseguir los estudios, trabajar y continuar mi noviazgo con Analía, la mujer que hasta el día de hoy sigue a mi lado. Lo primero que hice fue acudir a los consejos de Francisco Mian, un distinguido profesor de literatura y crítico literario santafesino. Quería profundizar mis conocimientos acerca de la poesía y él era la persona indicada para orientarme. Por eso decidí estudiar Letras y aquel regreso a mi ciudad natal me trasladó a la infancia y al reencuentro con los primeros amigos de la vida, como así también al reconocimiento del paisaje y del hábitat de un pueblo con el que siempre me sentí identificado y gozoso de pertenecer.
Te desempeñaste como periodista deportivo.
Desde 1977 a 1981: un oficio que pude disfrutar y al que siempre quiero volver. Fui el redactor oficial de la revista “Unión de Santa Fe”, una gran institución social y deportiva que tenía su equipo compitiendo en la primera división del fútbol argentino, y que en esos años realizó excelentes campañas profesionales, obteniendo el subcampeonato nacional de 1979. Fue una impresionante aventura recorrer el país y conocer a los jugadores más famosos, como Diego Armando Maradona (a quien le hice un largo reportaje para un diario santafesino), y casi todos los estadios. En esa época prácticamente me olvidé de la poesía, ya que vivía atento a los acontecimientos deportivos. También seguí con mis tareas de libretista en LT 9, radio Brigadier López y en LT 10, radio Universidad. Me gustaban ambos oficios, pero representaban poco dinero, entonces fundé un periódico en Santo Tomé, que se llamó “La Voz” y salió a la calle en abril de 1980. Aventura a la que me lancé junto a otros amigos que ejercían el periodismo a pura voluntad. Y como libretista de ambas radios fui alimentando el arte de escribir, porque había que preparar glosas todos los días para diferentes programas y los temas había que buscarlos en la realidad cotidiana, en la historia, en la vida de personajes célebres, en anécdotas de cualquier naturaleza, en el paisaje, en los acontecimientos sociales, culturales, políticos, deportivos. Y también había que llenar el periódico de noticias. Todo un desafío. Pero lo más emocionante ocurría en los meses de febrero de esos años, cuando se desarrollaba el famoso maratón acuático Santa Fe-Coronda, que representa casi sesenta kilómetros de recorrido, donde los mejores nadadores y nadadoras del mundo se arrojan a las aguas y tras ocho horas o más de brazadas sin pausa llegan a la meta. Una competencia extraordinaria, que hasta el día de hoy se sigue realizando. Yo me subía al yate de una de las radios y con mi máquina de escribir construía semblanzas al paso de la carrera por cada paraje que asomaba a orillas del río. Y el relator las leía con ese espíritu pasional que tienen los periodistas deportivos, porque ese maratón se transmite como un partido de fútbol que dura más de diez horas; realmente increíble cómo disfruta la gente ese día domingo. Pocos argentinos saben que es la gesta de aguas abiertas más bella del mundo. En ella no hay mares fríos, olas picantes, vientos adversos, sólo el río manso y el vértigo del verde que invade las orillas, sólo la solemnidad de islas imperturbables, sólo la brisa estival de cada febrero… Y cientos de canoas raudas que acompañan a los briosos competidores, adornadas de estandartes de diversos colores: rojo y negro; blanco y rojo (los colores que representan a los dos clubes santafesinos); celeste y blanco nacional; azul, blanco y rojo de la provincia invencible… Y el nadador que va en busca de la gloria, rodeado del bullicio de las cumbias y chamamés que suenan desde las embarcaciones, al compás de cada brazada. Y yo, acompañándolo desde la escritura, imaginando ese esfuerzo inconmensurable, como quien busca un tesoro en el río dorado.
¿Por qué la poesía…?
La poesía siempre ha sido para mí una vocación de fe y fidelidad. La fe consiste en dejarme arrastrar por la pasión. La fidelidad radica en no pensar para quien escribo. La poesía sólo acontece inesperadamente, por eso brinda emociones increíbles, difíciles de explicar. Suelo encontrarme con ella inmerso en el don misterioso de aquellas palabras que sugieren más de lo que dicen. Desde ese lugar intento la búsqueda de lo inasible, de la verdad que se encuentra alojada en la profundidad del lenguaje. No me interesa la verdad que proviene de lo absoluto, de lo instituido, del poder de los mesías; sólo adhiero al espacio más puro y profundo que ofrece el universo de las palabras, de los sentimientos, de las imágenes y de las emociones. Al poema hay que hallarlo sobre un papel en blanco —advierte Maurice Blanchot— si lo que uno busca es la armonía del lenguaje y sus diferentes acepciones, la posibilidad de viajar por todos los sentidos y temas, abarcando de diferentes maneras la idea de crear algo nuevo. Esa es la misión del poeta, su mayor compromiso como creador. Porque desde la palabra puede transformar el mundo, como pregonaba Gabriel Celaya; puede hacer llover, como deseaba Paul Valéry; hacer florecer la rosa, como soñaba Vicente Huidobro. Quiero decir que de la misma manera que una mariposa puede ocasionar un terremoto, una sombrilla puede sostener al planeta Tierra. No importa si es cierto. En la escritura poética no habita la certeza, sino la permanente sensación de duda, de incertidumbre. Y desde allí trato de comprender el sentido estético y ético de la poesía. En mi libro “Permanencia” figura un poema titulado “La faena” y representa, para mí, el derrotero de un poeta en el momento de la creación, donde todo se transforma en una gran tormenta y frente a ella aparecen todas las angustias, todos los temores, hasta que algo o nada se nos revela. Siempre estoy tratando de encontrar desde la escritura nuevas sendas. No quiero recurrir al oficio de escribir, acostumbrarme a una manera cómoda de expresar las cosas. Prefiero mirar al mundo desde el borde del poema mientras espero una epifanía.
“Misión del poeta”, nos decís.
El poeta debe estar atento a los aconteceres de la realidad social. Simplemente porque el poeta es un hombre cualquiera, como afirmaba Raúl González Tuñón, y no debe resignar su condición social, su dialéctica o sus ideales. Pero cualquier hombre no es un poeta, agregaba don Raúl, y allí es donde prima la voluntad de escribir acerca de lo que transcurre a nuestro alrededor, sin perder de objetivo el lugar de la poesía. Fuera de ella todo es posible. Y dentro de ella también. Pero son caminos diferentes. Eso nos enseña César Vallejo cada vez que lo leemos, más allá del extraordinario compromiso social y humano que prodigó a lo largo de su vida. Así mismo, el deseo de vivir poéticamente nos lleva a rozar siempre lo prohibido, ya sea desde lo instituido o desde lo que queremos hacer y no nos animamos. Vivimos en ese límite. Es un límite que queremos cruzar. Necesitamos encontrar la senda y, mientras estemos en ella, seguramente tendremos posibilidades de seguir adelante, de descubrir algo nuevo. Porque si nos quedamos en el límite, lo más probable es que el mundo se nos cierre en el primer intento.
El río. Frente al río. El poeta frente al río.
Allí es donde puedo dialogar conmigo mismo. Es el lugar que tiene que ver con mi historia personal y con la naturaleza vista como un espejo. Siento el paisaje de mi pueblo como un lugar alejado del mundo, pero no desde el aspecto físico, sino desde lo más profundo de mis emociones. Estar frente al río de mi infancia es como vivir un autoexilio interior vinculado con la memoria, con las pérdidas, el devenir y el silencio. Pero al igual que sus aguas, todo fluye. Y la memoria es la herramienta necesaria para escribir mi presente y el río es la mejor metáfora para plasmar esa sensación, cuando todo se transforma en poesía. Porque desde una concepción netamente metafísica creo que la naturaleza cumple la función simbólica de ser el eje del mundo, el tránsito hacia todos los lugares posibles. Nada se puede hacer sin ella, tampoco sin el río. La relación río/naturaleza como producto de la mirada, no de la pertenencia.
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, César Bisso y Rolando Revagliatti, 2018.
http://www.revagliatti.com/021000.html
http://www.revagliatti.com/040322.html
https://www.youtube.com/watch?v=U_ErNknCTAc
https://www.youtube.com/watch?v=hot_yyqBjUo