Por culpa de aquel gobierno, nos alarmamos tan radicalmente, que nadie, salvo los hipócritas de siempre, se sorprendió cuando se alcanzó el siguiente paso: la lógica insurrección. Ésta tomó primero la forma de altercados callejeros (la habitual quema de contenedores que habían dejado de contener y permitían que bolsas de basura gigantescas colonizaran las calles; lanzamiento de cócteles Molotov contra las fuerzas del desorden...) hasta desembocar en manifestaciones ilícitas de cientos de miles de ciudadanos indignados, pero pacíficos. Se aplicaron con contundencia las fuerzas del desorden y nuevas medidas cautelares que, si bien no apagaron la insurrección por completo, sí doblegaron la pandemia que tan radicalmente nos había desalojado de la comodidad de nuestros sillones.
Triunfamos.
Se instaló un nuevo amanecer. La ciudadanía se apresuró a festejarlo acudiendo en masa a los centros comerciales. Corrió el dinero en productos de última necesidad. Se vaciaron los bolsillos en móviles de primera generación, en nanotelevisores de plasma inteligentemente programados para una obsolescencia temprana. Se descorcharon toneladas de botellas de vino y champán. Se incrementó el volumen corporal ganado durante los meses de confinamiento alentado por la seguridad de que, al día siguiente, reabrían los gimnasios con ofertas imbatibles contra la grasa abdominal y tentadores descuentos promocionales.
Del terrible suceso sólo ha quedado una triste mención en los libros de texto, concesión de aquel gobierno a la insistencia fanática de un irreductible grupo de historiadores aguafiestas. Este hecho, sin embargo, no empañó el renovado brío con el que la población se aprestó a pasar página.
Hoy, nuestra economía vuelve a situarse entre las más competitivas y aceleradas del mundo. El Ibex 35 apunta al alza y bate continuos récords. La Seguridad Social acumula superávit tras superávit. Los datos macroeconómicos nos bendicen a diario. Resurrección.