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"Jardín de invierno", de María Jesús Mingot

Editorial Reino de Cordelia, 2023
Por José Luis Fernández Hernán
domingo 11 de junio de 2023, 12:11h
Jardín de invierno
Jardín de invierno
Después del hermoso La marea del tiempo, María Jesús Mingot nos obsequia con un nuevo poemario cuyo título expresa con claridad en su ambigüedad, si se me permite esta paradoja, el amoroso y trágico entrelazarse de complementarios que vertebra su inquirir poético. Jardín se opone a invierno ya que en invierno el jardín, sometido, duerme, y quizá sueña, pero también en invierno, la estación desapacible, el jardín es ese reducto privado donde el cuidado y la belleza persisten. Abril es el mes más cruel, dice el famoso verso de Eliot. Toda resurrección presupone muerte, aunque sembrar un cadáver sea a la vez promesa de germinación.

Los ciclos de la naturaleza tienen su correlación con el ciclo vital y la sustitución de una generación por otra; está inscrito en las especies, unos individuos deben morir, aunque pese, para que otros nazcan. Sexo y muerte son complementarios, se necesitan. Y este necesitarse se da en una inextricable jerarquía, tierra, cuerpos, espíritu, formando una danza de complementarios adversos que vertebra la poesía de María Jesús Mingot, donde alba y noche, muerte y vida, primavera e invierno, el amor y sus contrarios, presencia y ausencia, desvelos y amorosa paz, en resumen, eros y thanatos copulan y en la cópula, es preciso recordar, no solo hay entrega sino violenta contienda.

El libro está formado por cuatro secciones: Alba, Desvelo, Herida y Silencio. Transita desde el despertar de la naturaleza y el nacimiento, “y sostiene la madre entre sus brazos la esperanza del mundo… / en los labios lactantes, la fontana / secreta del amor mana sin miedo”, hasta el Silencio final cuya nieve parece símbolo de la muerte ineludible. Si estas dos secciones que funcionan a modo de marco indagan, preguntan por el significado del mundo y la vida humana y su sentido, las secciones centrales, Desvelo y Herida, se preocupan por las cuestiones demasiado humanas, se ocupan de las pasiones, los afectos del ánimo y también de los destrozos políticos y las heridas e iniquidades sociales.

Tengo para mí que la formación filosófica de María Jesús Mingot como profesora de universidad ha albergado junto al trabajo académico un interés, más precisamente una vocación por el cultivo de lo poético, y quisiera devolverle a la palabra cultivo su origen agrario, sin que esta inquietud, este desvelo filosófico por el significado del fluir vital, esa firme necesidad de hacer preguntas acompañada de la lucidez de no esperar respuestas haya variado, sin embargo. En su libro, en sus libros, la filosofía se ha mezclado, como dos ríos paralelos que confluyen en el curso final, con la poesía y ésta, que es de raíz filosófica, pero de ramas y frutos poéticos, pretende, y logra, hondura. Hondura que es, a veces, altura, la altura del vuelo de los pájaros, la altura de la sangre de las rosas y del infinito consuelo del amor y la amistad, la altura tan horizontal de la piedad y la bondad. Hondura en la altura, pues lo hondo puede ser hacia arriba, pero otras veces los poemas cavan en el dolor, en la noche de la cueva, en la pérdida, en la ausencia o en el silencio y siempre en el misterio.

Todas estas inquietudes, estas pesquisas, están vertidas en delicadas expresiones, en bellísimas imágenes y, si se pudiera decir así, están coloreadas. Es el blanco el color predominante, el blanco del alba, de la luz y el blanco silencioso de la nieve, un blanco igualmente resplandeciente y absoluto, el blanco del olvido al que también podemos invocar como remedio, y probablemente el blanco del alma.

Curiosamente en un libro de antítesis complementarias, de opuestos que se necesitan, el negro solo está presente a través de su ausencia. Y en ese blanco del alba y del amanecer de una vida, pero que se extiende a su antes y se extenderá a su después, pues el blanco también es el color vacío de la nada, se abre como en una grieta la vida con el color rojo de la sangre, la de la guerra, la de la ira, la de la envidia, y se mezcla en la saliva de la culpa y el remordimiento, pero así mismo es la sangre del deseo, de la lujuria o de la menstruación. Así el rojo brota como brota la vida en la grieta de la existencia y por la hendidura de la muchacha. A fin de cuentas la mujer es en su sentido más primario vida, origen de vida.

En la poesía de María Jesús Mingot suele haber animales y en especial perros. El amor no se detiene en el amante o en los otros seres queridos. Así aparece Noa, que es acompañada en el tránsito final de la inyección piadosa y que deposita para siempre en el recuerdo su mirada amorosa y el don de su alegría en el poema de su nombre, uno de mis preferidos.

Naturalmente la poesía no se justifica por sus intenciones, por elevadas que sean, ni por su búsqueda, por filosófica que sea su estirpe. No por la autenticidad de su indagación, sino por sus logros; en último extremo, por lo atinado y bello de su lengua. Ya he mentado la delicadeza de sus versos y la belleza de sus imágenes; a eso se debe añadir su maestría: dominio del ritmo en el fluir de los versos y dominio perfecto de las formas estróficas clásicas, como los sonetos que entreveran algunas secciones del libro.

Un amigo mío dice que poetas hay muchos, poesía menos. No hay más remedio que darle la razón. La poesía escoge sus poetas. La poesía escoge sus libros. Ha escogido a María Jesús Mingot, ha escogido este Jardín de invierno que aquí se reseña.

Esta reseña pretende comentar el libro, no esclarecerlo, su misterio queda inalterado susurrando al fondo de sus páginas algo no comprendido del todo pero esencial.

Esta reseña pretende compartir con el lector e inducirlo a abrir esa puerta que en el primer poema da paso a la luz del alba y que tras su lectura sume en el silencio hondo, hermoso, meditativo de su última sección, en la blancura de su nieve. Pretende inducir a transitar por su belleza, sus desvelos, su herida, su silencio y su misterio, su misterio.

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