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Entrevista a Manuel Moya

jueves 23 de octubre de 2014, 13:23h

“Portugal es un referente para todos cuantos hemos nacido en esta región esquinada”

Por Paco Huelva

Manuel Moya
nos ha citado en Fuenteheridos, el pueblo de la serranía onubense donde nació y donde sigue viviendo, para hablarnos de su próxima novela, Las cenizas de abril, que ha publicado Alianza Editorial. A pesar de sus apenas setecientos habitantes, Fuenteheridos es un pueblo vivo, muy vivo, rodeado de exuberantes castaños, y dedicado ahora al turismo rural desde que, hace una treintena de años, se comenzaran a abandonar las huertas regadas por la fuente que da nombre a la población.


La entrevista, sin embargo, tendrá lugar a la salida del pueblo, en el casi secreto jardín de Villaonuba, diseñado por un negociante y aventurero de nombre Guillermo Sundheim, donde nos sorprenden imponentes secuoyas, cedros centenarios o pinsapos cuyas copas se pierden en el cielo brumoso de febrero. Una vez en el jardín, el silencio se adueña de todo, apenas interrumpido por el lejano sonido de un hacha o de algún camión que pasa por la cercana carretera que une Sevilla con Lisboa.

Manuel, mi primera pregunta no puede ser más clara: ¿de qué va esta novela?

Las cenizas es una novela compleja, porque en ella cuatro personajes se ven zarandeados por los estertores de la última dictadura portuguesa. Unos desde un lado del conflicto y otros desde otro, van tejiendo una historia donde el amor, el odio, la soledad y la no siempre fácil convivencia con el pasado, acaban por envenenar, por así decir, a cada uno de los personajes.

En su anterior novela, La tierra negra, se ocupó de la guerra civil y de la posguerra española. ¿Qué le ha hecho mirar hacia el Portugal del 25 de abril en esta ocasión?

Bueno, Portugal es un referente para todos cuantos hemos nacido en esta región esquinada, que ha tenido con la cercana raya portuguesa una relación ambigua, pues si por una parte ha habido una especie de evidente desencuentro oficial, por otra, la presencia de Portugal en la comarca es inequívoca, ya sea a través del ejercicio del estraperlo o de los contactos humanos y culturales, que, como suele ser normal, acaban por imponerse. El rastro de Portugal, por tanto, está muy vivo no sólo en la comarca, sino también en los imaginarios personales, como supongo es mi caso. Si a eso añadimos que yo nací en el 60 y que el periodo revolucionario portugués coincide con mi adolescencia, creo que era fácil y hasta previsible caer en la tentación.

Las cenizas de abril se desarrolla en el entorno de la conocida como la Revolución de los Claveles. ¿Qué le hizo interesarse por este entorno histórico?

El periodo de la Revolución de los Claveles o del 25 de abril de 1974, es un periodo apasionante y, sorprendentemente, no demasiado recreado en la narrativa española. Pensemos que la revolución portuguesa tiene lugar en un momento crucial del siglo XX, en plena Guerra Fría, tras el desastre de Vietnam y el surgimiento del mayo francés. Tengamos en cuenta que unos meses antes de la caída de la dictadura portuguesa, se produce el golpe de estado contra Allende en Chile o el final de la guerra de Vietnam. Muy poco después cae la dictadura de los coroneles, en Grecia, la penúltima de las dictaduras occidentales. La última de ellas, la española, vivía ya una esclerosis que tal vez sólo la inminente muerte de Franco y las consiguientes esperanzas de cambio, pudo sostener. Eran, pues, tiempos convulsos. Así las cosas, la Revolución de los Claveles fue no sólo modélica en su ejecución, sino también muy esperanzadora, sobre todo para nosotros, los españoles. Luego, claro, gran parte de las expectativas se frustraron.

En estos días de invierno de 2011 estamos asistiendo a las caídas de las dictaduras de Ben Alí en Túnez o de Mubarak en Egipto. ¿Le recuerda en algo a la “Revolución de los Claveles en Portugal”, de la que se ocupa su novela?

Realmente estoy muy sorprendido. Uno ve en la televisión las imágenes de Túnez o Egipto y parecen calcadas a las que se produjeron en “la Revolución de los Claveles”. Uno parece estar viendo a Alfredo de Cunha o Eduardo Gageiro haciendo fotos entre el gentío. El mismo entusiasmo, incluso la misma iconografía. Los soldados tunecinos o egipcios, como ocurrió en la Lisboa del 74, aparecen rodeados por el pueblo, tratados como salvadores, y hasta he visto claveles en los cañones de sus fusiles. Todo desencadenado por el entusiasmo, por la ingenuidad, si me lo permite, del pueblo que por primera vez en demasiado tiempo se siente con libertad para hablar sin tapujos, para salir a la calle, para dirimir su futuro. Eso fue lo que ocurrió en Portugal y lo que ahora está ocurriendo en los países del Magreb en esta nueva situación con un evidente efecto dominó.

Sin embargo, su novela se sostiene en unos personajes que de alguna forma acaban siendo víctimas de la revolución para la que ellos mismos trabajan.

Suele ocurrir. Quienes más interés ponen en el cambio, suelen ser sus primeras víctimas. Toda revolución acaba laminando a sus protagonistas. Ocurrió en la revolución francesa y en la rusa y ocurrió en el Portugal post-revolucionario. El caso de Otelo Saraiva de Carvalho es paradigmático. Sophia, el personaje principal de la novela, acaba siendo víctima en cierto sentido de todo lo que le digo. Ella descubre que su padre no era quien ella pensaba que era y, por tanto, ella no es quien creía ser. En esto radica el conflicto de la novela.




¿Cómo era el Portugal anterior a la Revolución de los Claveles?

Portugal vivía por los años setenta una situación insostenible de guerra colonial. El régimen de Salazar y luego de Caetano desangraron al país, tratando de salvaguardar no sólo una idea obsoleta de Portugal como nación, sino también unos oscuros intereses de clase. El pueblo, claro, hacía mucho que había dejado de creer en la panacea colonial que sólo añadía sangre y dolor a las familias. Los jóvenes desertaban y se largaban al extranjero para no ser conducidos al matadero de Angola, Guinea o Mozambique. La otra alternativa era morir por ideas que ni siquiera compartían. El país estaba desarticulado. Llegó un momento en el que la disociación entre pueblo y gobierno, no tenía opción alguna de arreglo. Ese fue el instante en el que saltaron los capitanes a la calle y el pueblo los secundó de una manera convencida y serena, como se cuenta en la novela. Como le decía antes, hoy está sucediendo lo mismo en los países del Magreb, pero puede que la cosa trascienda ese entorno. El mundo cambia aprisa y creo que hay ciertas inercias sociales que son imparables. Me temo que existen demasiadas cosas de nuestro mundo que ya han quedado obsoletas.

Sin embargo su novela no es estrictamente, diríamos, una novela política.

Lleva razón, Las cenizas de abril es ante todo una novela de personajes. Lo que verdaderamente me interesa es cómo se enfrenta cada uno de esos personajes a los conflictos de una determinada situación histórica. Al fin y al cabo una novela se concibe desde la pequeña perspectiva de los personajes que le dan existencia a la misma, que la hacen posible. Cómo viven el conflicto, cómo sortean los obstáculos, cómo se enfrentan a la situación de tránsito. Las cenizas de abril no es tanto una novela histórica, como una novela de personajes definidos, contradictorios, tal vez impelidos a ser lo que son por vivir en la dinámica social en la que viven. Los personajes de «Las cenizas», querría creer, habitan entre nosotros y cada uno de nosotros lleva en su interior alguno de los personajes de Las cenizas.

Sus personajes son muy humanos. Incluso los torturadores parecen humanos, complejos, con su lado amable.

En un régimen dictatorial, incluso los torturadores acaban siendo víctimas del régimen. No todos, claro, pero siempre hay personas que se ven acorraladas, a las que no les queda otra que someterse y convertirse en los sabuesos del sistema. No es que yo apruebe su conducta, no es que justifique sus crímenes o sus tropelías, pero el novelista no se puede limitar a condenarlos sin más. Nuestra labor consiste en entenderlos, en humanizar-los, lo cual no significa entrar en su juego. Aunque sólo sea para ponernos en alerta, para no caer en su misma trampa, para no entrar en su juego macabro. Porque nosotros, con nuestra apatía, con nuestra indolencia, con nuestro dejar hacer, podemos estar alimentando un monstruo sin darnos cuenta. Porque al final, todo régimen tiende a instaurar un sistema que lo retroalimente, a crear un monstruo que acaba por devorarlo.

Cae la tarde. El sol se esconde tras la ficticia raya que separa España de Portugal, dejando alguna que otra ventana de luz en las escarpadas montañas de los Picos de Aroche. Caminando, regresamos al pueblo. El ladrido de los perros nos acoge.


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