Los períodos de cambio, salvo que éstos se produzcan de una forma traumática, llevan su tiempo hasta verse cumplidos o acabados. El cambio lleva consigo momentos de crisis, de dudas y de contratiempos, lo que los convierte en factores de reforzamiento y relanzamiento, primero personales y luego profesionales.
Como si nuestra mirada y espíritu debieran adaptarse poco a poco a esa nueva luz que supone alcanzar la plena transformación. Si utilizáramos un símil atmosférico sería como pasar de caminar entre la niebla a hacerlo a pleno sol. Esa luz que nace de la inocencia en plena campiña francesa y, poco a poco, se transforma en la rebelión contra una realidad en la que, entre otras cosas, hay que vencer a la solidez de los sentimientos es lo que se retrata en Colette, una película de Wash Westmoreland que nos narra la transformación de una escritora fantasma en una autora de éxito. Sin embargo, lo que más sorprende de este biopic es su cuidada producción, el acertado guion y una gran puesta en escena, que delatan el concienzudo trabajo que hay detrás de esta película que no aspira a ser el retrato de una escritora conocida sin más. Ni un biopic de los que nos tienen acostumbrados las grandes productoras. Colette es más bien una película de época o el retrato de un período de una persona vitalista, libre y genial, que necesita la luz para ser ella misma y alejarse de esa parte de la sociedad que ya no encaja dentro de sus esquemas. La escritura, el amor, o los sentimientos deben ser la expresión de una forma de entender la vida libre y sin otra cortapisa que la de la propia decisión personal, esté ésta equivocada o no. Y hay que reconocer que Wash Westmoreland logra plasmar todo eso en su película. De hecho, para retratar a Colette se ha elegido el período anterior a su gran eclosión como escritora de éxito. Lo que pone de manifiesto el afán de filmar a una Colette en plena formación y transformación. Como si el propósito fuera relatarnos el cambio de gusano de seda a mariposa y darnos una visión más joven y vitalista de la escritora. Una visión que, sin duda, está respaldad por una Keira Knightley consciente de su poder a la hora de interpretar personajes de época. Su forma de mirar, sonreír o tocar, son todo un tratado sobre las formas que adopta el deseo en plena juventud. Algo a lo que contribuyen esos primeros planos en los que el director busca una luz a la que la sociedad francesa de principios del siglo XX no estaba preparada si ésta venía de manos de una mujer. Colette representa la liberación de un espíritu libre que no quiere pasar el resto de su vida ni encorsetada por un corsé que la estrangule su figura, ni por un marido que la utilice como mera herramienta de su éxito y su saneada posición financiera. En este sentido, Dominic West encarna el final de una época que nos llevará hasta los locos años veinte, donde la eclosión de libertad tras una guerra de nivel mundial, va a traer una mayor reafirmación de la figura de la mujer en el mundo.
Colette es también la mirada transparente de una Keira Knightley a la que Wash Westmoreland filma muy de cerca mientras observa, habla, ama, lee o escribe. A través de su mirada nos retrata a una persona inquieta, curiosa y llena de vida; una persona que lo vive todo con el ímpetu que posee un amante; un ímpetu que traslada a su propia vida a través del personaje Claudine. Un personaje que dibuja sin miramientos con una pluma de tinta sobre la rugosa superficie del papel de aquellos cuadernos de principios del siglo XX que servían de soporte para inventar y narrar historias. La fuerza de la narradora que puso en pie y en tela de juicio a la sociedad burguesa francesa con sus atuendos de hombre, su abierta bisexualidad y su necesidad de sacar a la luz todo su talento, está perfectamente retratada en el período que abarca la película: desde su llegada a París hasta el alejamiento de su marido, Henry Gautier-Villars, interpretado por Dominic West. Un período en el que asistimos a la transformación de una escritora fantasma en una mujer libre y liberada de la larga y perniciosa sombra de su marido. Un marido que la relega a un segundo plano que tanto su espíritu vital como creativo no son capaces de reprimir por más tiempo. Dando como resultado final un film vivo y luminoso.