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"Las lágrimas de San Lorenzo" de Julio Llamazares

Por Javier Velasco Oliaga
jueves 23 de octubre de 2014, 13:23h

Con Las lágrimas de San Lorenzo el escritor leonés Julio Llamazares vuelve a sus orígenes. Después de su prodigiosa Las rosas de piedra, donde nos sorprendió su recorrido por las catedrales de España, nos ofrece una obra introspectiva que se adentra en sus sentimientos, en el por qué de la vida y hace un balance apasionado de sus experiencias a través de un narrador que, en primera persona, nos va dejando píldoras de vida.

Los habitantes de las ciudades ya no están acostumbrados a mirar el cielo y ver las estrellas. La contaminación lumínica hace que veamos una bruma blanca donde destacan pocas estrellas. Se nos ha vuelto el cielo un toldo anodino y gris. En nuestra infancia los que hemos vivido en pueblos pequeños, salíamos por la noche a caminar por la carretera o el campo a ver el cielo para ver ese carrusel de estrellas que nos conocíamos al dedillo.

Julio Llamazares conoce bien ese cielo. En la novela lo pudo ver en el pueblo de León y en las playas de Ibiza, lugares por los que ha pasado y residido. Ha escogido una de las fechas mágicas del calendario veraniego: el 10 de agosto, la noche de San Lorenzo. Ese santo que murió quemado en una parrilla. Ahora, nos juntamos alrededor de una parrilla para comer chuletas, pero no para observar el cielo. Para quien pueda verlo sigue siendo un auténtico festival de luces y de ilusiones.

En noche mágica cuando las estrellas brillan en su inmensidad y lloran; lloran porque no les debe gustar lo que ven. Y mientras, vemos pasar esas estrellas fugaces a las que pedimos los deseos más íntimos, de aquellas cosas que nos gustarían que cambiasen. Nuestros deseos más fervientes se cuelgan del cielo buscando su ubicación. En esa noche de hace ya muchos años, el protagonista fue con su padre a ver ese cielo ya casi olvidado.

Y en otra noche como esa, la noche de la novela, el protagonista lleva a su hijo a ver ese mismo cielo pero desde otro lugar diferente: desde las playas de Ibiza, donde él, ya maduro e inmaduro a la vez, vio miles de veces las estrellas acompañado por personas diferentes. Sus parejas, sus amigos. Y, por fin, su hijo Pedro, que lleva el nombre de su tío desaparecido en la guerra civil y a quien su madre no consigue olvidar nunca. Una estrella lleva su nombre y mientras alguien la mire Pedro pervivirá.

Esa noche, donde padre e hijo se hacen las confidencias más personales, los dos se vuelven a encontrar, a reconocer y a querer. Es una noche que vale por toda una vida. De esa noche parten los hilos narrativos de la novela, en flashbacks continuos que se van alternando con el presente. El narrador, profesor de literatura por muchas universidades europeas, evoca la noche con su padre, la noche con sus amigos de Ibiza, donde también hacían confesiones. Una terapia barata es mirar el cielo estrellado; ante esa inmensidad las almas se desnudan y cuentan lo que guardan en el fondo de su corazón.

El profesor también recuerda sus relaciones con su esposa y amantes. Recuerda no sólo a su padre, a su madre, enferma, y a su tío Pedro, sino también a esos amigos que dejó para siempre en Ibiza y que habían venido de muchos rincones del mundo buscando ese cielo limpio y sanador. Por esa razón, quizá se vuelve un trotamundos. Como lector de español recorre universidades de países como Francia, Italia, Rumanía, Holanda, Eslovenia, Suecia y, por fin, Portugal, ya cerca de casa, de ese claustro al que necesita volver.

Y mientras nos cuenta todas sus vivencias, reflexiona sobre la fugacidad del tiempo, esa fugacidad de la que cada día se va dando uno más cuenta, sobre todo cuando la vida comienza a lindar con la vejez. Y piensa que vivimos una vida que no llegamos a entender. Una vida en la que caminamos por un camino hacia ninguna parte.

Julio Llamazares, sosegada, tímidamente, nos va poniendo la vida en su sitio. Con su lenguaje característico, con una musicalidad poética, nos va contando su filosofía de la vida. Siempre de forma escueta, a pequeñas píldoras. Si algo se puede expresar con dos palabras, para qué utilizar veinte. Es tal la fugacidad del tiempo que no se ha de perder. "Aprovechas el tiempo". Lo dice su padre en el nudo de la novela: Nos pasamos la mitad de la vida perdiendo el tiempo y la otra mitad queriendo recuperarlo.

Con Las lágrimas de San Lorenzo recuperamos el tiempo perdido. Estamos ante una novela tan entrañable que quien se la pierda no recuperará su tiempo perdido.

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