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María Malusardi: “La poesía y la filosofía me sofocan”

María Malusardi: “La poesía y la filosofía me sofocan”

sábado 21 de abril de 2018, 01:00h

María Malusardi nació el 12 de abril de 1966 en Buenos Aires, ciudad en la que reside. Desde 1989 ejerce el periodismo (entre otros medios gráficos, en las revistas “Nómada”, “Lugares”, “El Arca”, “Nueva”, “Debate”, “Caras y Caretas” —entre 2013 y 2015 exclusivamente sobre poesía argentina— y en los diarios “Perfil Cultural”, “Clarín”, “La Gaceta Cultural”).

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Además de impartir talleres de Lectura y Escritura, dicta las materias Estilo y La Entrevista en Taller Escuela Agencia (TEA). Su poemario “el sastre” obtuvo la Mención Especial del Premio de Literatura Casa de las Américas 2015, de Cuba, y otro, “trilogía de la tristeza” —traducido al francés y editado en 2013 como “trilogie de la tristesse” (Zinnia Editions, Lyon, Francia), en formatos papel y electrónico—, resultó finalista del Concurso Olga Orozco 2009. Es la responsable de la selección, edición y el ensayo preliminar del volumen “Obra poética” de Raúl Gustavo Aguirre (Ediciones del Dock, 2015). Poemarios publicados entre 2001 y 2017: “El accidente”, “la carta de vermeer”, “variaciones en la niebla”, “diálogo de pescadores”, “museo de postales”, “trilogía de la tristeza”, “el orfanato”, “la música”, “artista del trapecio”, “el sastre” y “el desvío y el daño”.

 

Dos meses y pico antes de que el presidente Arturo Umberto Illia fuera destituido por una Junta Militar…, naciste.

Siempre lo digo: nací el mismo año del golpe de Onganía. Me impacta. Mi hermano más chico nació un mes antes del golpe de Videla. Es muy fuerte para nosotros. Aparecí en este mundo a la madrugada.Una y pico de la mañana, dice mi madre. Y agrega: “No querías nacer, te resistías a nacer.” Es gracioso cómo mi madre me responsabiliza. A esta altura me da ternura su gesto. Era muy joven y yo fui muy deseada por mis padres. Es probable que eso me haya salvado de todo lo que vino después, el desastre familiar. El horror en el que se transformó mi familia de origen a partir de la enfermedad de mi padre.

Yo tenía tres años. Mi madre estaba embarazada de mi segundo hermano. Mi padre se enfermó gravemente. Sus riñones estaban en crisis severa. Le dieron seis meses de vida. Tenía 33 años. No recuerdo ese año entero que duró el drama, la inminencia de la muerte; no recuerdo hechos concretos aunque suelo imaginármelos como si fueran ciertos (los relatos van y vienen), pero llevo ese sentimiento de tragedia, dolor y muerte dentro. Hasta hoy. Se ha inoculado. Es crónico. Un sentimiento de muerte, de pérdida que pude alguna vez graficar bien en un poema —en varios o en casi todos— pero esencialmente en éste, de “variaciones en la niebla”: “si no llega es porque en el camino si uno se va no vuelve si va a la niebla no de la niebla si uno del viaje no vuelve descarrila uno en el camino cada vez”. De niña, esperaba con tensión y extrema angustia, la llegada de mi madre o mi padre, cuando debían ir a buscarme a algún lado. Y si había un retraso, yo entraba en pánico. La espera se tornaba una pesadilla. A veces, aún me sucede con mis seres más queridos.

\"LibroMi madre cuenta que durante los meses que duró la enfermedad, mi padre gritaba y lloraba: “Me voy a morir”. Yo escuchaba. Veía. Estuve en medio de ese clima hostil y doloroso. Mi madre estaba a punto de parir a Gastón, mi primer hermano. Nació en medio de esa catástrofe. Mi padre se curó. Y, parece, fue casi milagroso. Siempre él habla del doctor Miatello, un nefrólogo genial. Él lo sentenció: “Te quedan seis meses de vida”. Y luego lo salvó. Malabares, misterios de la ciencia. No lo sé.

Sin embargo, el sentimiento trágico no comenzó allí. Mi padre lo arrastra desde niño. El padre de mi padre era corredor de autos de Fórmula Uno. Se mató en una carrera, en la prueba de posición, en Mar del Plata. Esa carrera la ganó Juan Manuel Fangio y se la dedicó a mi abuelo, Adriano Malusardi. Ese hecho es un estigma familiar. Mi padre tenía doce años. Quedó marcado de por vida. Ese sentimiento trágico cayó en mí, y seguramente en mis dos hermanos, de una manera demoledora. Tengo un sentido trágico de la vida. Aquí, el poema que antes cité, se resignifica.

Encontré en internet este fragmento que escribió Ángel Somma: “El sábado 26 de febrero se desarrollaron los ensayos previos a la competencia que quedaron manchados por un hecho trágico. El piloto argentino Adriano Malusardi falleció carbonizado luego de que a su Alfa Romeo 3200 se le prendiera fuego el depósito de combustible, provocando el incendio de su máquina en la subida que desembocaba en el Boulevard. Esto provocó mucha congoja en Fangio y los demás corredores, además de la conmoción del público.”

Narro esto porque tiene mucho que ver con mi ser poeta y, sobre todo, con mi vida, mi manera de estar en el mundo y de percibir. La poesía surge, permanece, trasciende los extremos. Ciertas experiencias pueden abrir canales que conducen a zonas de absoluta vulnerabilidad, donde no hay resguardo, no hay respuestas, no hay de dónde agarrarse. Zonas de intemperie a las que cualquier ser humano podría acceder, pero no cualquiera lo hace porque no cualquiera lo tolera. Ahora bien, una vez que se llegó allí, no hay retorno. No sé si elegí llegar a ese descampado, pero llegué. Y la poesía sólo puede escribirse desde ese lugar, casi mítico, inalienable, del ser. Ciertos hechos ayudan, conducen. Cierto infierno interior que sólo el arte y el amor ayudan a sobrellevar. Aunque el amor, por momentos, se vuelve parte de ese infierno. Comparto lo que dice Antonin Artaud: “No hay nadie que haya jamás escrito, o pintado, esculpido, modelado, construido, inventado, a no ser para salir del infierno.”

Mientras escribo esto, leo “Léxico familiar”, de Natalia Ginzburg, una de mis narradoras amigas. Amiga porque me acompaña siempre desde su obra maravillosa. Su manera sencilla y honda me ayudará para esta remembranza. Pues hace tiempo que no leo narrativa. Sólo poesía y ensayo filosófico. Leer esta novela me da un respiro. La narrativa airea. La poesía y la filosofía me sofocan. Es pura exigencia, pura pasión.

Entresaco: tu estar en el mundo y percibir.

Por lo que te conté antes y mucho más. Mi padre hoy tiene 81 años. Es una gran persona, un hombre cálido, afectuoso, un padre total. Me alegra tenerlo aún. Sucedió que a los pocos años de su recuperación —yo ya tenía seis o siete— mi abuela materna, a quien yo adoraba, se enfermó gravemente (¡la misma enfermedad de mi padre!) y mi madre, que estaba por tercera vez embarazada, perdió al bebé de cinco meses. Casi se muere. Se fue en sangre. No recuerdo ese episodio. Lo he borrado. Me lo han contado. Sólo sé que mi hogar, desde la enfermedad de mi padre en adelante, se tiñó de horror. Mi abuela materna murió dos años más tarde. Mi madre quedó hundida en la tristeza desde el momento en el que su madre enfermó. La tristeza de mi madre, desde mis cinco años en adelante, se prolongó durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia. Ahí vino otra letanía trágica: mis padres empezaron a llevarse muy mal. Nació Nicolás, mi otro hermano, y antes de que él cumpliera los dos años, se separaron en términos muy crueles. Fue muy traumático. Eran otros tiempos. 1978. El clima era tenso. Difícil. Mis padres se odiaban. Era catastrófico y violento. Una violencia que estaba en el lenguaje, no en el cuerpo. Pero una violencia al fin. Ya sabemos, quienes nos dedicamos a trabajar con la palabra, lo que la palabra puede. Sus alcances filosos.

La escritura poética no es biográfica

Quisiera aclarar algo esencial: la escritura poética no es biográfica. ¡No debe serlo! Rechazo lo confesional, lo autorreferencial. Puede resultar burdo. La escritura debe transformar. Los hechos reales son disparadores, pesados y contundentes disparadores. Lo que pasó pertenece al plano de la acción. Lo que se cuenta o poetiza es lenguaje —acción en el lenguaje, si se quiere. Es otra cosa. Lo que se muestra o se cuenta —aunque se desprenda de un hecho autobiográfico o de una emoción surgida de la experiencia— no es la vida sino el efecto simbólico de la experiencia. Es una cuestión estética. Pero para que sea verosímil, debe surgir de lo que elaboramos, simbólicamente, a partir de la experiencia. Que no es literal. No es la experiencia misma, sino el resultado de un proceso interior que cae con todo su peso en el lenguaje. Lo explican muy bien Hegel, Walter Benjamin, Giorgio Agamben después. De todas maneras, es fundamental diferenciar el poema de la narración. En el poema, el lenguaje decide, arrastra, impone y desde allí se talla. En el relato, las palabras se amoldan a los hechos. Es un proceso mental casi inverso.

Mis mejores momentos en la infancia los pasé con mi abuelo materno cuando, en las vacaciones de invierno o de verano, nos llevaba a mi hermano Gastón y a mí al campo. Nicolás aún no había nacido. Mi abuelo era sastre. Un sastre de mucho prestigio. Le hizo trajes a Perón (década del 40) y a Luciano Pavarotti (cuando vino a la Argentina). Me contaba mi abuelo que ningún sastre se animaba a hacerle el jaqué con el que luego cantó en el Teatro Colón. Y mi abuelo sí. Se lanzó el viejo. El cuerpo de Pavarotti era monumental, no resultó sencillo. Me abuelo me contó que luego Pavarotti le encargó veinte trajes más, porque quedó encantado. Con estos dos nombres podemos imaginar lo que hubo en el medio. Mi abuelo, Bruno, venía de una familia de inmigrantes italianos del norte y muy pobres, como la mayoría de los inmigrantes de entonces. Desde niño trabajó. Pintaba como los dioses. Cursó hasta tercer grado. Un hombre brillante, áspero y cerrado. Cuando yo era niña, él ya se había comprado unas tierras, un campo en la zona de Ayacucho. El campo para mí fue un lugar feliz. El único. Iba con él. Me puso en contacto con los caballos. Me enseñó a ensillarlos y a montar. Desde pequeña, cuando iba al campo con él, cada año, buscaba mi caballo y me iba sola al medio del campo. En ese momento, sólo en ese momento, era feliz. También el campo está en mi poesía. El caballo es un animal muy importante para mí. Solía dialogar con mis caballos. Tuve tres —aclaro que es una posesión simbólica. Había una buena tropilla y mi abuelo me designó los que consideraba podía yo manejar sin peligro. Los recuerdo muy bien. De muy niña, el Pintao (tengo fotos de mis dos años sobre él), luego el Malacara (un caballo de cuadrera que tenía un andar bellísimo, veloz y sofisticado) y el Rubio, un alazán duro, difícil de montar porque se movía, el muy desgraciado, cada vez que ponía un pie en el estribo para subir. Una vez, mientras intentaba montarlo, dejó caer su vaso sobre mi pie entero, que quedó mal herido. Tenía un galope tosco y era duro de boca, se necesitaba mucha fuerza para frenarlo. Me es grato rememorar esta parte salvaje de mi infancia. Hoy la veo así. Entonces, todo era un juego para salirme del mundo que me oprimía. El departamento, la familia, la escuela. Yo, una niña urbana, llegaba al campo de mi abuelo y me soltaba al viento, quería ser una hoja crepitante, una rea, una desamparada de verdad amparada por ese mundo abierto y abismal que es la llanura. Son mis épocas de niña —hasta los catorce o quince— salvajes, muy salvajes. Allí, subida al caballo era ajenamente libre. Me iba sola al medio del campo, desde donde no se veía más que horizonte, montes a lo lejos, ramilletes de animales. Y respiraba la maravilla de existir. Era consciente de esto siendo niña. Eran mis únicos momentos de felicidad. Luego regresaban la ciudad, mi familia, la escuela, todo eso tan árido y difícil.

\"María

 

De tu autoría, “la oveja excluida”, deja entrever una muerte y un martirio interior.

En uno de esos paseos a caballo, maté una oveja. Yo tendría unos doce años. Estaba en medio del campo, sola. Había un rebaño de ovejas. Me bajé del caballo y me acerqué caminando hasta las ovejas, que empezaron lentamente a huir. Y me prendí de una, de su lana áspera. Me monté sobre ella, jugando, sin apoyarme, puesto que tenía miedo de dañarla. Quedé con los pies apoyados en el piso. Ella empezó a corcovear. Las otras corrían desesperadas berreando. De pronto, se desvaneció. Sólo recuerdo que me asusté, monté el caballo y corrí hacia la casa. Le conté a mi abuelo. Con miedo, porque era bravo el viejo. No me dijo nada. Después supe que la oveja había muerto. Supe que las ovejas tienen un corazón frágil. Son, digamos en términos humanos, emocionales y cardíacas. Pobrecita. Nunca me lo perdoné. Una niña tan urbana como yo matando una oveja... Escribí, tantos años después, “la oveja excluida”. La segunda parte del libro “el orfanato”. Rescaté ese recuerdo y sus consecuencias. La transformación fue interesante. A partir de esta historia, podría hacer un texto teórico sobre el proceso de escritura. Sobre la transformación de la experiencia, la utilización del recuerdo, la materialización de los hechos en la palabra, en el poema. Cómo aparece el arte a partir de una experiencia concreta que, luego de muchos años, resulta subjetiva, tergiversada, llena de agregados, de interpretaciones. De todas maneras, admito que la oveja es un animal presente en lo que escribo. Sin duda, todos los elementos de mi experiencia en el campo han dejado fuerte huella.

Te tenemos (con nuestros lectores) en nuestra principal metrópoli y en el campo bonaerense. ¿Dónde más te tenemos en tu infancia, y aun después?...

Vaya otra historia paralela: Mis padres tenían una casa quinta, muy sencilla, pero llena de árboles frutales. Estaba en Moreno, en el oeste del conurbano. Un lugar de pocas casas y mucho campo, monte. Las casitas de esa zona eran todas muy sencillas y pequeñas. Era un barrio semipoblado, digamos. Aunque la casa era modesta, el parque, según mi recuerdo de niña, era enorme. No había plena felicidad para mí allí, pero jugaba mucho, corría, andaba en mi bicicleta azul, remontaba barriletes, ayudaba a mi padre a cortar el césped, me hamacaba, cazaba luciérnagas que ponía en frascos de dulce vacíos. Lo que hacen todos los niños para sobrellevar la vida que no pueden justificar pero deben transitar. El problema es que ese lugar era la representación patente de la familia junta. Un fin de semana entero. La familia pequeño burguesa. Me causaba infelicidad y angustia. Mi aspecto salvaje, durante mi infancia, me ayudó a sobrevivir, es evidente. Trepaba a los árboles. Recuerdo los durazneros, la higuera, los manzanos, el ciruelo y sobre todo el nogal, del que mi padre tuvo que bajarme unas cuantas veces. Yo trepaba hasta la cima y luego no podía bajar. Él subía y me rescataba. También esto aparece en mi poesía de manera insistente. Estos hechos son ramalazos en la memoria. Las escenas que habitan la memoria, sobre todo escenas de mi infancia, son esenciales para mi escritura. Le dan cierta materialidad y argumentación. La infancia y los sueños, diría, son medulares para la escritura.

Mi adolescencia es un espacio en fuga en relación a la poesía. Era deportista. Me distraía, me divertía, me conectaba con el cuerpo y sus transformaciones. Ser jugadora federada de hockey me ayudó, creo, a aceptar ese proceso tan difícil. El deporte resultaba no sólo un espacio lúdico sino que requería de mucha exigencia y compromiso. Y, sobre todo, me sacaba de la casa materna. También tenía muchas amistades, grupos diversos. Y me enamoraba. Siempre enamorada de algún chico. Nunca en paz. La intensidad no es la mejor compañía. En esos tiempos, me gustaba tocar la guitarra y cantar. Me gustaba el rock nacional. Y el rock inglés. Luego, me alejé de toda esa vida e, incluso, de toda esa música.

A mis veinte años, largué la carrera de biología, que al terminar el secundario había sido mi pasión, mi vocación muy marcada, y empecé compulsivamente a escribir poesía. Además, la música siempre fue un tema crucial. Infancia, adolescencia. Es difícil contar la propia vida, puesto que hay historias paralelas, como muestra de manera flagrante David Lynch. No somos eso sólo, eso que se ve. Somos mucho más, aun lo que desconocemos de nosotros mismos. Mientras iba al campo y andaba a caballo, también tocaba la guitarra y cantaba en mi habitación. Ciertamente, ambos tenían en común que eran espacios de soledad e introspección. Siempre me gustó la música. Pero sólo pensé en dedicarme cuando largué la carrera de biología. Empecé a estudiar flauta traversa, una deuda pendiente de mi infancia. Mi padre me regaló el instrumento. En ese entonces empecé a estudiar Musicoterapia, que era una carrera que aún andaba por los zócalos. La democracia estaba en pañales. Aunque creo que siempre estará en pañales la democracia, pero ese es otro tema. Mientras estudiaba esta carrera advertí que lo único que me importaba era escribir y leer. Leer y escribir. Y que, además, tenía condiciones para escribir. Condiciones a las que jamás había prestado atención. Años más tarde descubrí que muchos exámenes, incluso en la facultad de ciencias, los aprobé gracias a mi habilidad para redactar. Gracias a saber contar. Ese fue el comienzo. Porque la escritura resultó un camino lento, difícil y prepotente, como diría Roberto Arlt. Nunca me abandonó.

Mi adolescencia es un espacio en fuga en relación a la poesía

Me saltearé algunas cosas. Podría decir que empecé a ser “culta” —dudo en poner esta palabra pero creo que es la más precisa para que se entienda a qué me refiero—a los diecinueve, veinte años. Además de leer desaforadamente, descubrí, entre otras cosas, el cine de Ingmar Bergman, que me marcó y hoy continúa siendo un artista ineludible. Sigo viendo sus películas. De hecho, escribí un poema a partir de uno de sus films más viejos, “Detrás de un vidrio oscuro”. Por entonces escuchaba la radio Clásica y también descubrí el tango. Escuchaba a Astor Piazzola hasta sofocarme. Y luego llegaron los grandes poetas como Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi en las voces de Roberto Goyeneche, Edmundo Rivero, Rosana Falasca, Julio Sosa. En casa siempre hubo música, era inevitable. Mi madre es pianista. No profesional, pero pianista clásica. Y muy abierta a todo lo que sus hijos adolescentes le acercábamos.

Ya no siendo una veinteañera publicás un primer libro, “El accidente”, editado por Mascaró, y que seguís validando.

Sí. De mis treinta años en adelante, mi vida con la poesía ha sido una. De ahí en más, llegaron amigos como Paulina Vinderman, Ana Arzoumanian, Javier Galarza, Susana Szwarc, Inés Manzano (cómo olvidarla), Alberto Szpunberg, Lidia Rocha, Natalia Litvinova, Carlos Juárez Aldazábal y tantos otros.

He vivido del periodismo. A partir de mis treinta y cuatro, treinta y cinco años me focalicé en el periodismo cultural. Escribí en muchísimos medios y además hice todo tipo de trabajos que requiriera el oficio de la escritura. Hice de la escritura un oficio útil (quizás una redundancia). La poesía nada tiene que ver con esto. Sin embargo, la escritura, para mí, siempre es una sola. Me fascina escribir artículos sobre poetas. Hace tiempo que lo hago.

Mi pasión, ahora, es la docencia. He ido aunando todo el trabajo con la palabra. Vivo de la docencia. No sin culpa. Tengo muy presente el desprecio de Sócrates hacia los sofistas, porque cobraban para enseñar. Sócrates, que era un altruista, tenía razón. Pero, siguiendo con esa lógica, como decía Antón Chéjov, es inaudito cobrar para sanar. Él, como médico, no cobraba un peso. Vivía de la literatura. Decía que era indigno cobrar para sanar a la gente de sus enfermedades. ¡Tenía razón! El mundo es muy extraño. Y está plagado de contrariedades.

En este momento de mi vida, mis lecturas se concentran en dos géneros que tienen tanta relación como disputas entre sí: la filosofía y la poesía. La relación entre ambas es como la familia: se necesitan tanto como se dañan. Se aman tanto como se repudian. Hace ya unos cuantos años constituyen mi foco de lectura. Leo filosofía como poeta. Es, sin duda, una lectura muy sesgada. Pero, admito, peculiar. La filosofía me desarma y me estremezco cuando comprendo. Es siempre un desafío. Me excita. En este momento, estudiaría académicamente, si me fuera posible. Pero ya estoy enviciada con el autodidactismo, no tolero las aulas, los exámenes. Es imposible de sanar. Mis maestros son los autores. Y los recibo siempre con los brazos abiertos. Sin embargo, mi lugar de pertenencia es el poema. Allí me aniquilo y me restablezco.

 

Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, María Malusardi y Rolando Revagliatti.

http://www.revagliatti.com/040315.html

http://www.revagliatti.com/languila.html   

 

Puedes comprar los libros de la autora en:

 

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