Una historia vivida o sufrida directamente por el europeo que, de camino hacia el progreso y la modernidad, hubo de ser causante y sufriente de situaciones como la guerra de los 100 años, de la aterradora Peste Negra, de la inacabable amenaza del Infierno por parte de una Iglesia dominante e inmisericorde con sus promesas de castigo si no guardaba los principios que la redención después de la muerte le otorgaría en caso de rebeldía espiritual…
Era esa una Europa, pues, abatida por la ignorancia –no se puede obviar el altísimo porcentaje de analfabetos; por lo tanto, en buena medida, de mentes sin criterio formado en un racionalismo más o menos liberador-, por la indefensión para paliar el efecto de las enfermedades y las tragedias, por el yugo de un futuro perversamente malo después de la muerte. Las renovadas alusiones a los efectos del Apocalipsis, la esperanza de vida mermada por las dificultades, las repetidas guerras de poder sembraban en el ánimo del europeo un ánimo triste, de Miedo (tal es el marchamo genérico que engloba el título, el Miedo, en una especie que por naturaleza, está diseñada por la lucha permanente de sobrevivir) Miedo que debilitaba su voluntad y, como un efecto acaso peor, le privaban de disfrutar del bien de la libertad, de una conciencia que le ayudase a entender los acontecimientos no tanto como plagas sino como hechos susceptibles de cambio en cuanto su inteligencia y su conciencia crítica le permitiesen intervenir en un futuro que les correspondía por derecho propio, por derecho de vida.
En consideración a este planteamiento me parece extraordinariamente oportuno y pertinente la exposición que hace el autor respecto de esta definición social: “Las llamaradas periódicas de miedo suscitadas por las pestes hasta mediados del siglo XVIII, las frecuentes revueltas provocadas, en gran medida, unas veces por el miedo a los soldados o a los bandidos, otras por la amenaza del hambre o del fisco, han marcado una larga historia europea que se extiende desde finales del siglo XIII hasta los inicios de la era industrial” Y, más adelante, aporta, a mi entender, una consideración clave para entender el proceso: “Franqueando un nuevo escalón, desembocamos en el nivel de la reflexión –teológica sobre todo- que la época ejercita sobre sus propios miedos. Esta misma reflexión estuvo en el origen de nuevos miedos más amplios y más envolventes que los miedos identificados hasta ahora. Pero el milagro de la civilización occidental es que ha vivido todos esos miedos sin dejarse paralizar por ellos. Porque no se ha subrayado con fuerza suficiente que hubo al mismo tiempo angustia y dinamismo: a este se le ha designado, generalmente, con el término de ‘Renacimiento’ El miedo, así, suscitó sus propios antídotos” Es decir, el hombre había de ser liberado, como no podría ser menos, por sus propios medios de hombre: por su inteligencia, por su voluntad, por su asunción del riesgo y la aventura.
Al fin, el hombre es –o ha de ser libre- porque necesita serlo, porque ha nacido como tal y tal será su destino. Es así que con la asunción de la predominancia, en un momento dado, de ese principio platónico cual es la curiosidad, hacia el Renacimiento nacieron los viajes fuera de las fronteras, se sentaron los principios impulsores de la ciencia y de la investigación, se derribaron los aherrojadores principios condenatorios de las Iglesia dando lugar a una creencia crítica, al margen del sometimiento por el miedo y la amenaza…
El predicador Geiler lanzó en 1508, en la catedral de Estrasburgo su ‘sálvese quien pueda’: “Lo mejor que se puede hacer, es mantenerse quieto en su rincón y meter la cabeza en un agujero tratando de seguir los mandamientos de Dios y practicando el bien para ganar la salvación eterna”. Más afortunadamente el futuro no había de hacerle caso, y es que por esos años había comenzado ya a ejercer el hombre nuevo, el hombre que, gracias al invento de Gutenberg, empezaba a leer y a pensar y a querer construir un futuro distinto. Iba naciendo el hombre distinto y libre, el hombre crítico y renovador: en las artes, en las ciencias, en la política…
El miedo, el gran atenazador, la gran amenaza habría de ser derribada para que hubiese futuro y esperanza, futuro y libertad. Una premisa de comportamiento en la que todavía estamos y que, acaso, no haya de terminar nunca. Digamos que por esos momentos llegó de una manera evidente el hombre que quiere mirar a un futuro abierto, ilusionante para sí y sus herederos, no un futuro cerrado, siempre amenazante.
Escrito con una prosa sencilla, clara, el libro está dividido en una serie de apartados que comprende con precisa didáctica el tema esencial de que se trata. Así, en una primera parte, se abordan temas como ‘Omnipresencia del miedo’, ‘Tipología de los comportamientos del miedo en tiempos de peste’ o ‘Miedo y sediciones’ para abordar, en una segunda parte, otros temas como ‘La espera de Dios’, ‘Los agentes de Satán’ (siempre el peso, teórico y real, de una Iglesia dominante en las conciencias) o ‘Un enigma histórico: la gran repercusión de la brujería”.
Traducido por Mauro Armiño y revisado por Francisco Gutiérrez, resulta un texto necesario y perfectamente actual por su invitación a la conciencia crítica. Por la defensa del valor del libre albedrío como factor de futuro.
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