Con el título “Lo manifiesto y lo latente” fue incluida en 2011, dentro de la colección “Cuadernos Orquestados”, dirigida por Abel Robino, una muestra de sus poemas concebidos después de 2009. Inédito permanece el volumen “La vida sin O.”, de poesía y relato breve. Textos suyos fueron traducidos al francés, euskera y portugués. Invitada participó, por ejemplo, en el Primer Festival Internacional de Poesía “San Nicolás de los Arroyos”, en el Quinto Encuentro Poético (ciudad de Buenos Aires, abril 2010: http://es.calameo.com/read/00064806894a6df53cc91), en la Feria del Libro y de las Artes de la ciudad de Berazategui, en el Encuentro Argentino de Poesía Rosario 2012, en el Festival de Poesía ABBApalabra, en México.
Ranchera de nacimiento, residiste durante una parte de tu niñez a 45 kilómetros de la Capital Federal, en Alejandro Korn.
NE — Efectivamente, nací en un pueblo rural llamado General Paz (Ranchos), donde vivía “gente de campo”, con sus costumbres, sus creencias, sus sueños y sus limitaciones. Por razones familiares, a mis seis años nos mudamos a Alejandro Korn, que si bien es también un pueblo provinciano, tiene más que ver con la ciudad que con el campo. Alejandro Korn es “el último cordón del conurbano hacia el sur”, y el contacto con la Capital era, ya en aquella época, muy frecuente. La diferencia de idiosincrasia con Ranchos fue algo que me marcó para siempre. En una novela que escribo y reescribo (hasta que me decida a “expulsarla” de mí), la primera línea narrativa recorre la oposición campo-ciudad y las antinomias que se me plantearon en la vivencia cotidiana desde entonces, en las cuales consciente o inconscientemente identifiqué el interior con el radicalismo y el conurbano con el peronismo. Esta cuestión implica otras menores (o no tanto); por ejemplo, el hecho de ir a un colegio religioso en Ranchos, donde había ciertos lujos como un gran piano en la sala de música, y, por otro lado, asistir después a una escuela que me sorprendió por las modestas instalaciones y la situación económica de mis compañeros. Pero no me disgustó, al contrario, guardo en mi memoria algunos recuerdos entrañables, como cuando llegaba la hora del mate cocido con leche, en esas aulas de madera sin estufas durante las mañanas heladas del invierno. Yo fui allí sabiendo leer de corrido, mientras que la mayoría aún estaba aprendiendo, así que muchas veces me tocaba efectuar la lectura del día desde un libro que nunca olvidé: se llamaba “Caleidoscopio” e intuyo que incidió esa obra con mi pasión por viajar y compenetrarme con otras geografías y otras gentes. Cada capítulo se refería a un lugar o situación distinta, y para mí, exótica. Ya el caleidoscopio giraba y enfocaba una tribu del Amazonas, ya apuntaba en dirección a los Andes mientras San Martín cruzaba la cordillera, ya caía en medio del Círculo Polar Ártico, donde un grupo sami se deslizaba en trineo por el hielo de Laponia. Fomentó mi curiosidad; y mi entusiasmo por la lectura.
Otra cuestión que me marcó entonces tiene que ver con el mundo de los hombres y el de las mujeres. Me crié en una familia de mujeres fuertes, algunas por carácter (como mi abuela y mi tía, la única hermana de mi madre), y otras por necesidad, como mi madre, que tuvo la osadía de divorciarse y enfrentar sola la vida con cuatro hijos (tres, varones). He aquí que también me imbuí del mundo masculino. Además, en el campo quedó mi familia paterna, compuesta de padre, tíos y primos, de sangre vasca y pocas palabras. Alterné entre ambos mundos gran parte de mi infancia y toda la adolescencia, y ese ir y venir me abrió interrogantes sobre los que indago todavía.
Cuando terminé la secundaria, coincidieron algunas razones familiares para que, otra vez, nos mudáramos de ciudad, ahora a La Plata, donde vivía mi tía materna, una mujer emprendedora, de mucha personalidad, que muy pronto supo qué hacer conmigo y conseguirme un empleo público que me permitió estudiar y aprender a manejarme en un contexto de relaciones más complejo que el que yo conocía. Así, apenas con dieciocho años, ya trabajaba en el Ministerio de Economía mientras estudiaba Periodismo. Con la llegada de la democracia, participé en política y casi sin proponérmelo me encontré muy cerca de la entonces vicegobernadora Elva Roulet, otra mujer “fuerte”; por lo menos lo fue, simbólicamente. En esta instancia, aparece en mi esquema de pensamientos y acción, el tema del poder. De hecho, a menudo viajaba con ella a pueblos del interior como aquellos en los que yo había vivido, y observar las necesidades de la gente desde el escenario o desde la ventanilla del auto oficial, me producía una contradicción terrible. Volvía la antinomia peronismo-radicalismo, también en lo personal, ya que me enamoré de hombres peronistas (traicionando a mi padre, supongo) de los que después me separé. El amor también fue siempre oscilar entre dos mundos.
¿Cómo “te explicarías” tus búsquedas formativas en Derecho, Letras, Filosofía, Técnicas de Psicodrama en la Escuela de Psicología Social, curso de Yo-auxiliar en la Asociación de Psicodrama, dibujo y pintura en los talleres de Manuel Oliveira y de Hebe Redoano, acercamientos a la interpretación de la Kabalah, seminarios de Cine y Literatura, así como sobre Nietzsche, o Estética, o sobre “Lo queer en la literatura del cono sur”, taller con Alicia Genovese en la Casa de la Poesía…?
NE — Voy a empezar contando una breve anécdota. Cuando estaba en sexto grado, creo, debí abocarme a la redacción diaria y el título convocante era “Nerón incendia Roma”. Al día siguiente me llamó la vicedirectora para felicitarme: tuve por primera vez conciencia del acto de escritura en relación a los otros: me obsequió un hermoso cuaderno de tapas duras y me dijo “tenés que escribir tu diario”. Eso hice, y en uno de esos cuadernos (ya estaba en la secundaria), afirmé que estudiaría Psicología o Letras. Sin embargo, instalada en La Plata vine a estudiar Relaciones Públicas, y ese año los cursos estaban suspendidos, la carrera de Psicología no existía (se había cerrado durante el Proceso de Reorganización Nacional) y por alguna razón que no comprendo no opté por Letras. Terminé en Periodismo, sin una verdadera vocación, aunque siempre lo asocié con el oficio de escribir, lo que me dio una formación bastante amplia. Mientras participé en política estuve unos años en Abogacía, pero estudiar códigos de memoria me aburría. Por fin, decidí anotarme en Letras para cursar las literaturas (argentina, alemana, francesa, española, clásicas, etc.), porque leía mucho y desordenadamente. Cursé las materias de Teoría y de Crítica Literaria, Filología y optativas de Filosofía. No tengo una vocación definida; procuré buscar, hacer lo que sentía que era el camino por donde tenía que transitar para nutrirme. El psicoanálisis, la Cábala, Nietzsche o mezclar colores en un lienzo mientras leía las “Cartas a Theo” de Vincent Van Gogh, fueron surgiendo a medida que andaba por la vida, y así es todavía. Cuando asistí al seminario de literatura queer fue porque estaba leyendo el poemario “Austria-Hungría” de Néstor Perlongher, y me entero que José Amícola (con quien había aprendido mucho en la Facultad) iba a dar ese seminario en el que, entre otros autores interesantísimos como Copi o Marosa di Giorgio, estaba Perlongher. Es una búsqueda constante de ese momento de plenitud, en el que “ser y devenir son la misma cosa”, como dice John Berger. Una “cacería de instantes”, con las palabras de Leopoldo Castilla, refiriéndose estrictamente a la poesía.
No sólo viajaste profusamente por nuestro país, sino que también visitaste Chile, Bolivia, Perú, México, Brasil, Uruguay, España, Italia y República Checa.
NE — Cuando era chica, me quedaba a ver pasar los trenes en la vieja estación de Ranchos y me preguntaba por los pasajeros, adónde irían, qué historias tendrían esas personas que miraban un pueblo quieto en medio de la nada. Conservo enmarcada una nota de Luis Gruss, en una contratapa del diario “Sur”, de 1989, que se titula “Trenes porque sí”, en la que ilustra sobre la relevancia de los trenes para los pueblos y su mítica belleza. Cuando comencé a andar por el país y mi tren se detenía, en la noche, en estaciones solitarias desde las que se divisaba alguna lucecita prendida, en un pueblo, me veía a mí misma, niña, en la estación de Ranchos. Las primeras veces que salí del país fueron a Brasil, un país que aprendí a querer recorriendo sus vastas extensiones por tierra y leyendo las novelas de Jorge Amado. A los veintiséis años ya me había casado y separado, y decidí irme sola a Perú. Ahorré, pedí una licencia sin goce de sueldo y me fui por tres meses. Descubrí nuestro Norte maravilloso, Salta, Jujuy…, pasé a Bolivia, y después subí a Perú. Había conocido hacía muy poco al que sería el padre de mi hijo. Creo que me asusté, y por eso salí a buscar-me. Cuando llegué a lo más alto de la ciudadela, en ese paisaje imponente y celestial que es el Machu Picchu, con la Huayna Picchu enfrente (montaña vieja y montaña joven, tal lo que significa, con el Río Urubamba corriendo abajo…; allí, de pronto, supe que estaba dispuesta al compromiso afectivo y, fundamentalmente, a que, llegado el caso, tendría un hijo). Fue un gran viaje. Otro, aconteció cuando viajé a Euskadi, para visitar Iparralde, donde intuía estaban los orígenes de mis ancestros. Mi padre había muerto cuando yo tenía dieciocho años y mi tío abuelo vasco me decía palabras en euskera que nunca olvidé. Para entonces, ya había publicado “Máscaras del tiempo”, y en este viaje sembré la semilla de “Aspaldiko”. Cuando volví a La Plata, estuve un año aprendiendo la lengua vasca. Aspaldiko es una expresión del euskera que significa “cuánto tiempo sin verte”, y es un libro que busca raíces de España, pero también es mi libro más político, en el sentido en que, sin darme cuenta, está atravesado por la crisis de 2001 en nuestro país. Mientras tanto, seguí andando con mi hijo por toda la Argentina y Brasil. Recuerdo el verano de 2007, cuando hicimos el trayecto por tierra hasta Ushuaia. Su papá fue un hombre a quién amé profundamente y su desaparición física fue un quiebre para mí. De él aprendí una búsqueda singular atravesada por la psicología, el psicoanálisis y (¡otra vez!), la política. No encontré más con quien dialogar —ese dialogar—, como lo hacía con él. La Patagonia seca y desértica fue como un bálsamo para mí, kilómetros y kilómetros de…; a veces, el mar. Después de cruzar hacia el Calafate y andar por el hielo del glaciar, bajamos hasta el fin del mundo.
Y hace poco cumplí el sueño de conocer Praga, lo que deseaba desde chica, cuando leía historias sobre los países que estaban “detrás de la cortina de hierro”, y sobre la Primavera de Praga; sobre la vida de Václav Havel, el dramaturgo que fue presidente, y antes de eso, Franz Kafka a través de sus “Diarios” más que de sus novelas, y supongo que Milan Kundera en “La insoportable levedad del ser”. Viajar es como el segundo verbo, igual que escribir, aún antes que respirar. Ojalá pudiera más, pero no tengo medios para eso, ahorro lo que puedo y, cuando tengo vacaciones, aprovecho. En alemán, hay dos verbos que me gusta pronunciar, uno es reisen, viajar, y otro es werden, devenir. Entre ambos, un lazo muy íntimo. El viaje, literal y metafóricamente, indica una búsqueda y en ese camino de buscar hay una transformación, algo deviene en otra cosa, generalmente superadora. El proceso es similar en el amor, en los vínculos, en la escritura. El viaje es el camino, como en el famoso poema de Constantino Cavafis: Ítaca es el camino. Una vez, tendría diez o doce años, leí un artículo en las “Selecciones del Reader Digest” que narraba cómo un geólogo desquiciado había golpeado la estatua de la Piedad, fragmentando parte de su rostro y el brazo. Hace un par de años, cuando tuve a la Pietá frente a mí, detrás de un cristal, resguardada para evitar ataques salvajes como aquél, no pude evitar emocionarme. Lloré, pero creo que las lágrimas de mi niñez, cuando leí esa historia, se unían desde el libro a la realidad, como en el caleidoscopio que giraba y giraba hasta detenerse. Así, ahora, yo reúno mis partes en el tiempo.
Roberto Daniel Malatesta publicó en 2004 su poemario “Por encima de los techos” (Editorial Leviatán, Buenos Aires), a partir de la tremenda inundación que se produjera un año antes en su ciudad de Santa Fe. Y vos, Norma, debiste pasar una noche con tu familia sobre el techo de tu casa durante la también tremenda inundación de 2013. ¿Cómo afrontaste semejante avance de las aguas y qué instaló y desplegó en tu subjetividad y en tu obra?
NE — Es increíble cómo, de alguna manera, el agua siempre me persiguió. La primera imagen que me viene a la mente es el desborde del Río Salado, y en el medio del campo un ranchito con el agua tapando las ventanas. En el techo, una heladera. Es un recuerdo de cuando tendría… no sé, menos de diez años. Luego, cuando llovía en la noche, sentía angustia “por lo que se mojaba con la lluvia”, pero en relación a la gente humilde, las casas modestas, las cosas que había afuera y se arruinaban. Ya en La Plata, no muy lejos de donde vivo desde hace veinte años, hay un arroyo que suele desbordar y afectar a decenas de familias que viven en la orilla. En “Máscaras del tiempo” hay un poema que se llama justamente “La inundación”. En 2002, cuando construían la Autopista La Plata-Buenos Aires, yo misma me inundé: cuarenta centímetros de agua en mi casa, hubo un antes y un después para mí, tiré algunos libros y papeles pero no fue lo principal, porque por ese temor eterno mío, cuando empezó a llover más fuerte levanté todo, absolutamente todo cuando nadie imaginaba que el agua subiría. Eso afectó sólo a la zona del norte, en Tolosa y Ringuelet. Así que, cuando volvió a suceder en 2013 y esta vez fue un desastre y tapó a toda la ciudad, yo no podía creer que volviera a pasar. En mi casa tuve casi un metro de agua, pero hubo otras donde subió hasta dos! Agradezco a Dios haber llegado a tiempo (había ido justamente a Ranchos) para estar con mi familia y resistir juntos esa noche espantosa, con gente que estaba en la calle, separada de sus seres queridos por distancias insalvables. Todavía no pude escribir nada sobre esa noche, todavía me contengo. Un poema mío bastante divulgado es “Aguas”: creado a raíz de la inundación de 2002, y que recién apareció en mi libro “La ojera de las vanidades…” en 2009. Sí estoy con un módico proyecto en imprenta (“Viajar, leer, inundarse”): rescate de unos treinta textos (no me animo a denominarlos poemas) de mis cuadernos pasados por agua: líneas que empiezan o terminan en puntos suspensivos, que son las borraduras del agua. Es algo experimental; aun en la falta de palabras de cada línea, se arma un sentido. Sobre todo porque eran registros de viajes, lecturas, películas que vi, momentos. Me parece milagroso que se pueda transformar en arte el dolor.
Milagroso…, agradecimiento a Dios: ¿cómo te llevás con la representación “Dios”?
NE — Tengo un costado místico sobre el que se apoya una fe que me ha ayudado en circunstancias de pesar o tristeza, y también en esos instantes en que parece ser que uno está presenciando un milagro. Creo en Dios, o en los dioses, no sé, me da igual. En la soledad y en la visión de la muerte. No se trata de un Dios injusto que permite que mueran inocentes en Palestina: los hombres son los que matan. Pienso en algo superior en relación al universo: asirnos a algo que nos distraiga del inmenso absurdo de la existencia. Cuando se alcanza a vislumbrar la fenomenal contradicción que conlleva la condición humana, si uno no es un poco místico se arrima demasiado al suicidio o la demencia. Soy optimista, opongo al absurdo mi entusiasmo por la vida. Me agrada repetir el significado griego del vocablo entusiasmo: “tener los dioses adentro”.
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: Ringuelet, departamento de la Ciudad de La Plata y Ciudad Autónoma de Buenos Aires, distantes entre sí unos sesenta kilómetros, Norma Etcheverry y Rolando Revagliatti.