Le tocó la cabecita a la cumpleañera; dio gracias por todo a desconocidos; tocó más cabecitas; prometió recoger al hijo a la hora establecida. Consultó el whatsapp. Sin novedades. ¿Qué iba a hacer en esa hora? Ya podría durar más el cumpleaños… Quedaba lejos el centro, con sus parques, sus cafeterías modernas, su paseo marítimo tomado por perros y gente corriendo en mallas negras y rosas.
Consultó el whatsapp. Sin novedades. Te pasas el día mirando el whatsapp, papá. No lo miro, hijo. Lo consulto. Aguardaba una revelación que daría un giro a su vida. A una vida mejor. El mínimo despiste, y adiós oportunidad. Algún día me entenderás, hijo.
Sin novedades. Tampoco había movimiento en el barrio. ¿Qué movimiento iba a haber en ese ángulo de la ciudad un domingo a mediodía? Sus pasos lo dirigieron al bar. Allí, al menos, no lo molestaría nadie. Hoy, al menos, no tendría que fingir que estaba conforme. Aprovecharía para limpiar, ordenar, revisar pedidos, cerrar gestiones. Nunca quedaban bien cerradas las gestiones.
Cabizbajo, el hombre dejó atrás Neumáticos Roar, La Bolsa de Aguas, Dorta e Hijos Venta de Repuestos Automovilísticos Nuevos y Usados. Los baches del pavimento habían crecido desde el viernes y abrían cráteres sólo para él, único testigo. Bocas hambrientas que, de cuando en cuando, se tragaban a un taxista que devolvía a la refinaría a un operario al que se le habían pegado las sábanas; a turistas alemanes o ingleses que obedecían al pie de la letra las indicaciones de sus navegadores, por extraviadas que pudieran parecer. Navegadores infalibles que les acortaban su ruta desde el sur. Remolinos de basura junto a los contenedores. Los tanques de la refinería. Uno. Dos. Tres. Silenciosos.
Le llegó un olor que estaba seguro de haber olido muchas veces antes. Ya se acordaría. Tampoco se iba a hundir el mundo si no lograba recordarlo. De repente, pájaros. Una colonia de pájaros trinaba y trinaba y amenazaba con tumbar el árbol sobre el que se había congregado. El hombre se acercó para observarlos mejor. No distinguió ninguno. Era el árbol mismo el que trinaba. ¡Pájaros tan lejos del centro! ¡Doce años sin percatarse! ¿Cómo había sido posible?
De repente, el olor. El mismo de antes. Una mezcla de sal o salitre, alquitrán, calor del sol, qué sé yo. Procesos químicos ajenos a su entendimiento fabricaban aquel olor que emanaba del suelo. Ahora lo recordó: era el olor del sur. Se levanta en ese barrio y no los abandona hasta llegar a los Apartamentos Achacay, en el sur verdadero, y él se pelea con sus hermanos para ser el primero en bajarse del coche del padre, el primero en llegar a la piscina, el primero en evaluar su estado, el primero en lanzarse de cabeza, como le había enseñado el padre.
Se hizo la hora y ni siquiera le había dado tiempo de pisar el bar. Tocó cabecitas. Dio gracias por todo a desconocidos. Mostró un nivel de educación admirable a la hora de rechazar el inevitable trozo de tarta que el papá de la cumpleañera, todo sonrisa, se aprestó a ofrecerle. Alegó padecimientos estomacales. A mí no me engañan, se ve a la legua, es una de esas tartas de chocolate compradas a toda prisa la tarde anterior en el Mercadona más cercano, ésas que nunca se descongelan del todo, que te crían ladrillos en el estómago, que no terminas de digerir hasta la noche, hasta la mañana siguiente.
Mientras conducían de vuelta a casa, el hijo le preguntó si le pasaba algo. ¿Estás llorando? ¡Qué dices, hijo! Estás llorando. Tienes los ojos muy rojos. El hijo implacable. Es este cochino tiempo sur que no le deja a uno en paz, declaró.