Quizá, si nos parásemos a observar en lo más profundo del alma humana llegaríamos a atisbar algo de luz en el universo de tinieblas en el que nos desenvolvemos. Pero quizá no sea tan sencillo, porque mirar no es tan fácil como parece. Bajo la imagen que se nos presenta día a día hay un trasfondo que apenas nos limitamos a escudriñar. Sí, por falta de tiempo. Pero también por esa falta de interés que a medida que avanzan los años nos va sepultando en la mediocridad como si fuera una lava volcánica que no para de cubrir las laderas de las que procede. Contra todo, contra todos, surge el arte como sentimiento o el arte en sí mismo. Una expresión del ser humano que, como la del artista, busca un límite, además de la complicidad de los otros para desentrañar su verdadero significado. El pintor Jordi Teixidor nos habla de esta exposición como «la pintura del límite… o como lo que no se ve es lo que hay que ver». De ahí, sin duda, nace la reinterpretación de la esencia de la que estamos hechos. De la necesidad de inmiscuirnos en las entrañas de un arte que es pura abstracción y sentimiento por descubrir y disfrutar. Los cuadros de Reinhardt necesitan de esa cómplice mirada del espectador y de la necesidad del tiempo para poco a poco introducirnos en sus múltiples capas. Capas que nos hablan de lo abstracto y lo teórico, pero también del amor y la belleza. De la vida y la muerte. De lo incógnito y del descubrimiento. Magmas de colores que se cruzan e interseccionan. Que se trasponen y suplementan. Que se funden y se confunden en unas gamas cromáticas rojas, azules que, al final de su vida, llegan al no color: el negro.
Brumosos, esquemáticos, a veces coloridos y siempre difuminados. Cromáticos…, sus formas poco a poco se diluyen en colores que se acercan y alejan, hasta llegar a encontrar la profundidad del color negro, donde también descansan cruces e intersecciones sobre las que se deposita la verdadera naturaleza del arte: aquella que nace de la abstracción del alma. Arte despojado de palabras. Arte que se define a sí mismo y en sí mismo. Un mimetismo pictórico protagonizado por un único deseo: el de observar la nada. Una nada capaz por sí sola de despertar emociones en el espectador. «El arte es el arte…» y, quizá por ello, admirar su plasticidad y su significado sean tareas difíciles de asumir por un mundo que se precipita en la búsqueda de materiales y elementos huecos, sin esencia y sin la multiplicidad de significados que poseen las obras de arte en sí misma. El arte es el arte y no admite más alternativa que la búsqueda de la belleza que, en el caso de Ad Reinhardt y esta exposición, sea la búsqueda de lo más esencial y primitivo que pertenece al ser humano: la necesidad de formularnos una y mil preguntas para poder llegar a encontrar alguna respuesta a todo aquello que nos mueve y nos conmueve como seres sensibles.
La exposición de la Fundación Juan March está divida en dos. Por un lado, la sala recoge la muestra plástica de este artista minimalista norteamericano que se afanó en buscar la esencia de la vida a través de sus cuadros; y, por otro, una sala donde a modo de cronología se muestra la faceta del artista como profesor, escritor e ilustrador, junto a diapositivas de contenido artístico, que utilizó como herramienta educativa en sus clases y conferencias, algunas ilustraciones en libros, revistas, periódicos, viñetas, cómics artísticos y material diverso. En definitiva, una exposición que busca la opción de la pregunta o la interrogación, para mediante la duda que nos genera, permitirnos llegar a espacios y lugares en los que antes no habíamos estado o tan siquiera pensábamos que existieran. Quizá, porque mirar no es tan fácil como parece.