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Ardua sed de superación

Reseña de la novela "Barrancos", de Pablo Matilla
Por Luis Cerón Marín
domingo 18 de junio de 2023, 18:09h
Barrancos
Barrancos

Decía Dostoyevski que sucedería algo tan sublime que ahogaría todas las indignaciones y redimiría toda maldad humana…; y que solo así podría perdonarse todo, además de, incluso, llegar a justificarse todo lo que le ha acaecido a los hombres. Por otra parte, Séneca afirmaba que el tiempo remedia en no pocas ocasiones aquello cuyo arreglo no ha podido acometer la razón. Es por tanto, que ambos contendientes, el perdón y el tiempo (entreverados por la ira y el rencor) pueden llegar a ser indisolubles a la hora de abordar una solución convincente sobre el porqué de la dificultad de nuestra existencia.

Barrancos (Témenos Edicions, 2023) es la primera novela de Pablo Matilla (Mieres, 1986) -autor también de La sabiduría de quebrar huesos (Témenos Edicions, 2017), obra con la que fue finalista del Premio Setenil-. En ella se aborda el viaje que Andrés Barrancos, su protagonista principal, realiza a Aljarán para satisfacer el último deseo de su padre, un viejo fotógrafo de prensa que vive aislado del mundanal ruido en un piso cercano situado en la zona portuaria de las afueras de la ciudad. Este viaje comenzará con una de las visitas que Barrancos hace a su padre con motivo de su necesidad de conseguir dinero para seguir gastándolo fundamentalmente en vino y gasolina -de ahí la aparición de su sempiterno automóvil, y compañero-. O sea, para seguir dando vueltas en círculos concéntricos sin evolutivo fin susceptible, ni esperanza alguna de cambio. Sus intentos de inserción laboral han resultado infructuosos y, por tanto, no ve otra salida que recurrir a su indeseado padre para pedirle algo de cash para seguir dando tumbos por su holgazana vida rutinaria.

El padre de Andrés, tras escuchar su desdeñoso girar vital y comprobar que sigue sin hacer nada por variar el curso de ese destino tan propio, le impone una condición sine qua non previa a la entrega del capital. Ésta consta ante notario y estará, además, compuesta por todo el dinero que pueda restarle luego de su fallecimiento. Pero haciendo constar, también, que habrá de hacerse rápido, ya que está muy enfermo y, por tanto, no podrá esperar mucho más. Este será el punto de inflexión que lleve a Andrés, aunque a regañadientes, a cumplir su promesa… tras el fallecimiento de su padre.

La novela consta de cinco capítulos en los cuales está presente un narrativo orden discontinuo. La trama va y viene, alternándose en ella pasado y presente de una forma un tanto equívoco, con el fin de provocar un efecto exhortativo en el lector. Para ello, Matilla introduce diferentes elementos narrativos que hacen que la inmersión de éste en el transcurso de la historia sea plena, no dándole lugar a una posible distracción en la lectura. Precisamente, esta no es una cuestión baladí, ya que el autor pretende trastocar la visión más o menos apolínea que los lectores tienen de la construcción de una novela. Así pues, para conseguir este misceláneo efecto de matices, el escritor emplea tres tipos de narrador: el de tercera y primera -e incluso una tibia segunda persona del singular, a la hora de implicar al lector-. El autor los alterna de golpe para acrecentar la viveza de la trama: “Ahora lo tenía claro. No era la muerte lo que se decidía, era la vida […] Padre, usted tenía que haberme querido… La culpa es de Andrés…”. Y entre capítulo y capítulo, entre apartado y apartado, hacen su aparición varios elementos constantes, tales como el silencio y el tiempo, tan inherentes a la correlación existente entre la vida y la muerte. Su efecto es sempiterno y como tal así ha de ser empleado en esta viva trama: “Guardaron silencio… Trató de observar el silencio, ¿qué decian las ramas de la encina, las piedras mudas que pisaban? […] el silencio no era capaz de prender donde los hombres…”. Y en cuanto a la relación espacio temporal, he aquí una prueba: “Nunca iba a lograr lo que deseaba… Ya había pasado ese tiempo para siempre”. Y para destacar esa ineludible certeza, nada mejor que situar al protagonista en un pueblo alejado del bullicio urbano. En esa pequeña aldea desierta habita un viejo taciturno harto manido por la soledad, Meseguer, llamado por Barrancos “el viejo brujo”, quien hará de paciente faro para con el hastiado y perdido muchacho. Entre sus menesteres diarios se hallan los cuidados del agro y la apicultura. Este personaje será clave en el transcurso de la novela, ya que enderezará, de forma indirecta, tanto la ira desmesurada como el rumbo vital de Andrés, ambos desbocados. Así pues, este reencuentro de Barrancos con el pequeño pueblo que guarda la memoria de sus ancestros tiene lugar en una especie de locus amoenus de lo más apacible. Aunque nuestro protagonista vive en piloto automático, sigue disfrutando del momento presente, si bien ahora está aderezado por ciertos ecos pertenecientes a jardines epicúreos: “Allí se percibía el bisbiseo de las abejas. Había dos filas de columnas formadas por troncos de encina… Algunas abejas entraban y salían de ellas perezosamente… Solo la vibración del zumbido de los insectos… ponía de manifiesto la vida”. E incluso le da tiempo al autor a evocar a Proust: “Barrancos aceptó la cuchara, la hundió en el líquido espeso y… se la llevó a la boca […] Miel. Parecía que hubiera olvidado las cosas más básicas de la vida… Se demoró en el placer. Hacía tiempo que no se sentía tan bien… La exuberancia del dulce sabía reconfortar el corazón del hombre”.

Otra cuestión a destacar de Barrancos gira en torno al estilo. Matilla adapta el ritmo de la prosa a la necesidad acuciante que va desgranando la trama, con unos personajes un tanto peculiares, independientemente de su profesión o circunstancia azarosa, y revestidos de una predominante y caótica condición filosófica. Estos destellos narrativos podemos apreciarlos en varios momentos. Sirva como ejemplo este fragmento en el que se eliminan los signos de puntuación para aumentar el sentimiento de desasosiego en el lector, más allá de la constante acción que late en esta road movie ‘a la aljarana’, cuyo fin no es otro que la inercia superviviente: “Aún recordaba los pensamientos del día anterior. Ahora sabía lo que tenía que hacer… como el viento que gira como el sol que alumbra como las encinas que dan bellotas igual que las bellotas se pudren en el suelo…”. De esta manera, la trama va acrecentándose a un ritmo vertiginoso, tanto como el efecto ininteligible de los sueños y, a veces, de la memoria, sin control alguno, sin lógica aparente…

Por tanto, como resumen, podríamos afirmar que Barrancos es una novela bien concebida, perfectamente expuesta y, ante todo, muy ambiciosa. Su elaboración representa un arduo afán de superación para Pablo Matilla, el cual es muy similar al que lleva a Andrés Barrancos a lograr la reconciliación con la memoria de su padre.

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