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Enrique Montero

21/08/2023@11:11:00

En más de una ocasión y, dentro de nuestra vida cotidiana y anodina, nos hemos tenido que ver en ciertas situaciones límites. Llámese, por ejemplo, no poder más en un atracón de comida y seguir, a pesar de ello, comiendo. O tener que correr al límite, con el corazón desbocado saliéndose del pecho, para que no se nos escape el autobús y tener que esperar después más de diez minutos al siguiente. E, incluso, y este es el caso al que vamos, quedarnos encerrados, por un tiempo que a nosotros nos parece una eternidad, en un espacio más o menos infranqueable: un ascensor, nuestra propia vivienda, en un aula, en el hospital, en un garaje donde no encontramos el coche, en el rellano de la escalera, (sabiendo que, al menos, tres mirillas nos están observando), en el estudio de un “pódcast”, en un tren o, más allá, en un búnker. Que todo puede suceder.

Que en épocas pretéritas, y me refiero a las de Franco, hubiera leyes como las de La Ley de Vagos y Maleantes que se aprobó en 1933, que se modificó en 1954 para penalizar la homosexualidad, y estuvo en vigor hasta 1970, año en que fue sustituida por la Ley de Peligrosidad Social, no es de extrañar, aunque sí de echarse las manos a la cabeza.

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