Desprovistos de su parnaso, pero con local fijo en Brooklyn, Roger y Hellen siguen protagonizando historias metaliterarias, donde el libro, en sí mismo, es el verdadero protagonista. Esta es una novela escrita a través de grandes frases, de sentencias y diálogos tan esclarecedores como épicos, que sustentan al río de la vida de una forma prodigiosa. La primera parte de la misma es un compendio de certezas libreras, librescas y literarias (eso sí, hay que tener en cuenta que fue escrito al terminar la Primera Guerra Mundial), de ésas, que no dejarán indiferente a todo aquel que ame los libros. Es verdad que, en esta ocasión, el devenir de la acción de la novela nos muestra una intriga, que no por ello, nos hace tildar a la misma de novela de suspense, sino más bien, de una narración más cercana a las intrigas postbélicas existentes contra los alemanes tras la finalización de la Primera Gran Guerra, lo que por otro lado, le sirve a Christopher Morley para mostrarnos a través de la literatura y los libros, los diferentes puntos de vista sobre las guerra y el ser humano, en una nueva demostración de esa simbiosis metalitararia entre el autor y su obra que, en este parnaso estático de Brooklyn, vuelve a volcar sobre el Sr. Mifflin: «Gracias a Dios que soy librero, traficante de sueños, belleza y curiosidades de la humanidad y no un simple mercachifle ¡Aun así, cuán indefensos quedamos cuando tratamos de explicar lo que ocurre en nuestro interior.» Esa sustancia interior de la que estamos formadas las personas es la que recoge una y otra vez cada línea de esta novela de situación que desgrana ese tipo de sabiduría del día a día y de la vida que, normalmente, dejamos escapar por esa atención mayúscula que nos provocan las causas más absurdas. Ese punto de observador estático que Roger representa es, sin duda, un perfecto equilibrio de la sinrazón a la que en demasiadas ocasiones condenamos a nuestras vidas, teniendo su punto más original en la nutrida relación de lecturas que nos presenta, como si todo aquello que en verdad necesitamos para vivir estuviera dentro de las tapas de un libro: «...el hecho de que usted haya creído que valía la pena venir hasta aquí me produce interés. Refuerza mi convicción en el esplendoroso futuro que le aguarda al negocio de los libros. Sin embargo, le diré que ese futuro no reside meramente en sistematizarlo como un negocio. Reside más bien en dignificarlo como una profesión. De nada sirve mofarse del público porque desea libros de mala calidad, baratijas y engañifas... El apetito por las buenas lecturas está más generalizado y es más persistente de lo que usted podría imaginarse, aunque todavía de una manera inconsciente. La gente necesita de los libros, pero no lo sabe. Generalmente las personas no saben que los libros que necesitan ya existen».
En esa prodigiosa y encantada enseñanza es donde reside el duende de Roger, Hellen y su creador, Christopher Morley, pues su tesón como artista nos hace disfrutar de esa rica vida interior que nada más conoce el buen lector, siempre dispuesto a que cada nuevo libro le cambie la vida, y que en el caso de la novela La Librería Encantada viene reflejado en este diálogo entre el Sr. Mifflin y Gilbert.
«—Siempre imaginé— dijo Gilbert, —que la vida en una librería sería apacible y tranquila.
—En absoluto. Vivir en una librería es como vivir en un depósito de dinamita. Esas estanterías están cargadas con los más temibles explosivos del mundo: los cerebros humanos. Puedo pasarme toda una tarde lluviosa leyendo: mi mente alcanza entonces estados de pasión y ansiedad por los problemas mortales que puede perder mi humanidad. Es terriblemente nocivo para mis nervios. Rodee usted a cualquier hombre con los libros de Carlyle, Emerson, Thoreau, Chesterton, Shaw, Nietzsche y George Abe... ¿Se imagina la excitación que experimentaría? ¿Qué sentiría un gato si lo obligaran a vivir en un cuarto tapizado de hierba gatera? ¡Enloquecería!» Y nosotros con ellos, pues no hay nada mejor que el gusto por las buenas lecturas.
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