Al comienzo de la novela Abaddón el exterminador, publicada en 1974 (dos años antes de que una dictadura cívico-militar diera un golpe de Estado en la Argentina), su autor, Ernesto Sabato, narraba la visión de un borracho que llega tambaleante a la Dársena Sur de Buenos Aires. En ella ve «por encima de los mástiles un monstruo rojizo que abarcaba el cielo hasta la desembocadura del Río de la Plata, donde perdía su enorme cola escamada». Al confrontar su visión con un marinero que pasa por allí, este nada encuentra donde señala el embriagado, y eso que el monstruo ahora «echaba fuego por las fauces de sus siete cabezas». Esta referencia a Sábato resulta oportuna para dar el tono a mi reseña de los Infernautas, novela de Gustavo Abrevaya (Buenos Aires, 1952) con la que hoy debuto en TodoLiteratura. Lo primero que sobre ella debe decirse es que estamos ante un libro de bastante y sorprendente complejidad, tanto temática como estructuralmente hablando; un libro que busca un tipo de lector que hoy –por desgracia– casi pertenece al pasado: aquel que se involucra en el texto dejando mecerse por sus frases hasta ser sacudido, conmovido. Los infernautas abarca diversos registros, no todos estrictamente literarios. Así, se pasa de la distopía y la parábola política a páginas rebosantes de un subyugante delirio onírico con pasajes en los que la locura se enseñorea de la narración. El surrealismo y el existencialismo, características que no deben faltar en cualquier texto moderno que se precie, tampoco escasean ya que abundan los personajes distorsionados empujados hacia situaciones extremas rara vez encontradas anteriormente por quien redacta estas líneas. Una guerra a veces tan solo entrevista, como difuminada, y plasmada otras con preciosismo casi imposible de lograr (dibujada por cientos de detalles al modo de los cuadros del Bosco, con similar obsesiva minuciosidad); una guerra feroz entre las potencias celestiales (batallones de ángeles armados con espadas flamígeras y potentes, y modernas, armas de fuego –denominados de varias formas pero destacándose el nombre de entusiastas–) y las potencias del averno (de mayor salvajismo y con escasa sensibilidad, lo que aumenta su destructivo poder –energúmenos–); una guerra esta que crece desde el principio de los tiempos y que pasa por un tramo de recrudecimiento en un escenario de dimensiones (geográficas y humanas) monstruosas como resulta ser ese Buenos Aires señaladamente atemporal, cercado por nieves perpetuas y fríos siberianos. Ante un conflicto tan inaudito las preguntas que cualquier lector de los Infernautas no tarda en hacerse son: ¿Es real esta cruenta batalla entre ambos imperios? O, como le pasaba el borracho de Sábato, ¿será solo percibida por un conjunto de desorientados sujetos –los protagonistas de esta crónica– que, al principio, el lector detecta disminuidos por carencias de todo tipo, pero que mientras las páginas corren entre sus dedos sin tregua (el lector de los Infernautas es inteligente y activo) puede acabar convencido de cómo las vicisitudes por las que estos personajes pasan nacen, precisamente, de sus daños propios ya irreversibles? Para mí el gran logro de Gustavo Abrevaya en los Infernautas está en cómo, sutil y gradualmente, hace surgir en nosotros la casi certeza de que la población porteña en su conjunto atiende esa guerra, siendo testigo de ella de forma pasiva e indiferente –continuando sus rutinas–, observándola mayoritariamente en un plano oblicuo (al modo de lo que ocurría en el pueblo de La invasión de los ladrones de cuerpos –Don Siegel, USA, 1956–). En ocasiones se pasa al primerísimo plano dado a episodios puntuales. Así la conquista, a sangre y fuego, de una estación (francotiradores del ejército infernal causaban estragos desde una torre) o cuando se cuenta –con alucinada prolijidad– la terrible batalla, confusa y feroz como son todos los choques bélicos, en el aristocrático cementerio de la Recoleta. Con este otro enfoque los subyugados lectores de los Infernautas participan, ahora en toda su crudeza –el hiperrealismo de esas páginas hace que temamos el balazo perdido–, de los presuntos trastornos disociativos de estos entes de ficción, trastornos que vienen caracterizados por las desconexiones y la falta de continuidad entre pensamientos, recuerdos, entornos, acciones e identidades. El insólito tira y afloja entre realidad y delirio de los Infernautas viene ceñido por una estructura que sigue los patrones de un determinado tipo de novela detectivesca. Me refiero a esas investigaciones que alguien encarga a un detective que suele aceptar, y en cuyo desarrollo se arraciman decenas de personajes que entran y salen de la trama de manera razonable, legible, pero que cuando la novela se desmanda lo hacen de incomprensible forma. El título modelo de esta rama del noir es El sueño eterno de Raymond Chandler. En los Infernautas el encargo lo hace Bruno Garibaldi Guttenberg al investigador Juan Milton. Este ayuda a Bruno en la búsqueda de su hermano mellizo, Axel, desaparecido hace diez años por las calles de Buenos Aires cuando ejercía tareas informativas y de logística para las tropas celestiales. Pese a que las voces del perseguidor, Bruno, y del perseguido, Axel, tomen la iniciativa a la hora de contar parte de sus vicisitudes, como oportunamente avisa el prologuista Mariano Abrevaya, el narrador de los Infernautas, principal y omnisciente, no es otro que el detective Milton. La epopeya de aromas metafísicos que discurre en este Buenos Aires indatado, escenario de un conflicto entre homérico y dantesco, dados los medios utilizados por ambas potencias –allanamientos, detenciones masivas sin respeto a la legalidad, desapariciones de personas, torturas, etcétera–, retrotrae a las actuaciones que el ejército, mediante un plan sistemático de terrorismo de Estado, practicó durante 1976-1983 en la Argentina. La estructura policial anuda un libro con más tentáculos que un colosal pulpo. Siempre dentro de una atmósfera apocalíptica ocurren las situaciones más extrañas e impensadas. Los Infernautas, en efecto, no deja de sorprender. Su continuo tour de forcé, con duración e intensidad desconocedoras de los alivios del tiempo muerto, debe ser apreciado por el esfuerzo con que fue parido por un escritor de largo aliento. La locura, y su forma de tratarla a través de una psiquiatría más bien perversa e interesada, tienen importante papel en esta novela. El autor de "Los Infernautas" lleva décadas ejerciendo esta especialidad médica. ¿Sin su historial profesional hubiera sido posilbe trazar esa guerra oculta que, intermitentemente, resplandece en su bestialismo? No es descabellado suponer que Gustavo Abrevaya haya cocinado con reposo, para una cabal criba literaria, lo que como médico habrá oído a sus pacientes para curarlos desde su conocimiento de la mente enferma (y, dado su prestigio profesional en su país, no dudamos que con un porcentaje alto de éxitos). El duelo entre los malvados psiquiatras que participan en el capítulo «La anfisbena» –dedicado a Borges–, ese enfrentamiento entre Georg Levi Borgesson y el doctor Max Preetorius, disputándose sin miramientos el cerebro de Virginia Iribarne (mujer que se relacionó con Axel y a quien denodadamente busca el detective Milton), resulta paradigmático de cómo las más inicuas prácticas de la ciencia psiquiátrica traspasan esta inimitable obra literaria procedente del Cono Sur. Novela muy difícil de escribir por su extrema ambición en planteamientos y desarrollo, con escasos referentes (al Abaddón de Sabato añado el Diario de la guerra del cerdo de Adolfo Bioy Casares) y que viene de causar un considerable revuelo –además de gran interés entre público y crítica argentinos–, los Infernautas se presenta ahora en España gracias a Grupo Tierra Trivium, editorial que arriesga a la hora de satisfacer el paladar literario de ese tipo de lector escaso, pero tan valioso hoy como las pepitas que perseguían los buscadores de oro en ríos míticos. Si buscan en un libro sorpresa, calidad literaria y entretenimiento trabajado los Infernautas es el suyo. Puedes comprar el libro en:
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