Ellos, representan como nadie, ese reflejo oscuro del alma humana, un reflejo que, sin embargo, nos lleva hasta la fealdad que nos deposita en la verdad del alma. Como decía el personaje de Luces de bohemia, Max Estrella, para definir al esperpento: «una tragedia que no es tragedia», y es cierto, porque los personajes de La rosa de papel nos muestran todo aquello que, siendo intrínseco al ser humano, en demasiadas ocasiones intentamos esconder, ese quizá sea uno de los grandes aciertos a la hora de descubrir una vez más al gran público este melodrama de marionetas, pues el mundo se desmorona a marchas forzadas en demasiadas ocasiones sin que apenas nos demos cuenta de ello. La fealdad y lo grotesco, el horror y lo lírico se dan la mano en un juego de contrarios que nos llevan de viaje por una senda en la que se aúna lo poético y lo salvaje, mostrándonos de nuevo, ese ambivalente juego de reflejos entre los espejos que conforman el alma humana. Tal y como se recoge en muchos de los estudios que se han realizado de la obra de Valle-Inclán, él utilizó el esperpento como una herramienta crítica, y como un retrato deformado de la sociedad y los personajes de su tiempo. Esa fue su forma de gritar contra el horror decadente que le tocó vivir, como en esta ocasión y en cada uno de sus montajes hace Irina, pues nos somete a ese proceso de introspección y reflexión sobre aquello que en realidad soñamos ser y lo que en verdad somos, en una mágica propuesta entre realidad y ficción que de la mano del dramaturgo gallego nos traslada a ese otro mundo de voces y meigas, de oscuridad y nieblas, de aguardiente y muerte en el que el costumbrismo más ancestral parece sacado de un cuento de brujas más próximo al surrealismo que a otra cosa.
La rosa de papel es un grito de dolor en la desmesura, el de La Encarnada (interpretada por Nené Pérez-Muñoz), una bravuconada despedazada por el alcohol y la desidia, la de Simeón Julepe (interpretado por Antorrín Heredia), y una rapiña basada en el oportunismo el de La Musa y La Disa (interpretadas por Chelo Vivares y Rocío Osuna, respectivamente), donde de nuevo, asistimos a esa gran maestría en la dirección por parte de la directora rusa Irina Kouberskaya, pues como en otras ocasiones, sus actores parece que interpretan una coreografía (en esta obra, sobre todo, cuando se desplazan a un lado y a otro del ataúd), donde sus movimientos son pura danza, en una especie de ballet que apuntala sus interpretaciones, siempre únicas de la mano de Irina. Además, en La rosa de papel, también asistimos a esa visión tan particular y mágica que tiene Irina Kouberskaya del teatro, pues igual que una maga, despliega su sabiduría en pos de un mundo mágico y distinto como es el mundo del teatro. Su visión del texto de Valle-Inclán es potente (muy potente podríamos decir) y muy rítmica a la vez, porque traduce esa profundidad tenebrosa que posee el costumbrismo gallego de una forma áurica, con momentos estelares como el del contraluz donde se amortaja a la muerta, pues en instantes como ése, aúna como nadie la realidad y la ficción, el cuerpo y el alma, la luz y las sombras, en un maravillosa reinterpretación de la parte más mágica del mundo, de la vida, del ser humano… Hay que excavar muy profundo para llegar a esa zona del alma donde estamos tan solos y desamparados, y ahí es donde llega la directora rusa para calmarnos un poco ese dolor.
Si por algo destaca la Sala Tribueñe, es por su magnífico plantel de actores. En esta ocasión, el protagonismo cae en un desaforado Antorrín Heredia que borda su papel de marido borracho y mísero, sin por ello perder un ápice en cuanto a la dicción, perfecta en cada momento, como tampoco puede pasarnos desapercibida la expresividad de la cara de la muerta, su mujer, una Nené Pérez-Muñoz envuelta en el manto del dolor y la desgracia, pero también resolutiva y estupenda en ese otro plano del vodevil o la revista, que hace de su interpretación un inmejorable ramillete de rosas, blancas o rojas, qué más da. Chelo Vivares siempre tan ambivalente y resolutiva, no sólo nos atrapa con esa gran expresividad de sus ojos, sino también con el manejo de los figures de los niños creados por Matilde Juárez, dándoles vida y voz a través de un magnífico ejercicio de ventrílocua que nos recordó, como no, a otro de sus personajes más conocidos. Así como Rocío Osuna en su pose de mujer de pueblo perdida en la avaricia, que la actriz traslada muy bien a su cuerpo con el manejo de su boca y sus ojos. El contra punto de todos ellos lo protagoniza el cantaor flamenco Jesús Chozas, al que acompañan, José María Ortiz en el papel de Pepe el Tendero, Carmen Rodríguez de la Pica en La Píngona, y José Manuel Ramos como Mozo, conformando todos ellos, un estupendo conjunto de secundarios.
En definitiva, La rosa de papel de Valle-Inclán, bajo la dirección de Irina Kouberskaya es una magnífica oportunidad de redescubrir a uno de nuestros clásicos de la mano de una directora que conoce muy bien su teatro y su último mensaje, pues como nos queda claro después de haberla visto y disfrutado, esta obra representa muy bien la fealdad que nos deposita en la verdad del lama.