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Valle-Inclán ante la librería en la Puerta del Sol
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Valle-Inclán ante la librería en la Puerta del Sol (Foto: Torrón Córdoba)

De tripas corazón

lunes 27 de noviembre de 2023, 07:06h

A veces, colaborar con una editorial te brinda la oportunidad de realizar algo verdaderamente gozoso; acaba de sucederme. Con la inestimable participación de Ana Fernández y del profesor Davide Mombelli hemos editado en Drácena los relatos dispersos y extraviados de Valle-Inclán bajo el título de Jardín peregrino. Permitanme no solo anunciárselo sino presumir de haber contribuido a esta notable edición, cuyo fin es abrochar la bibliografía vallinclaniana, pues unas obras completas por una razón, y las siguientes, por otras distintas, ninguna recogía, amén de los títulos fundamentales de don Ramón, esta docena de cuentos más esas cuatro novelas cortas, rematadas con la póstuma: El trueno dorado (1936). Aunque cuanto digo, no obsta para que alguna o varias de estas piezas aparezcan en esta o en aquella otra opera omnia, pero nunca todas reunidas como hemos conseguido sumar en este volumen.

Jardín peregrino
Jardín peregrino

Y si al principio nuestro afán fue redondear las anteriores compilaciones reeditando sus primeros cuentos de finales del s. XIX, extraviados por los periódicos del momento, más los relatos descartados de sus sucesivas ediciones de Jardín novelesco (1908) —antes llamado Jardín umbrío (1903); par de títulos que sugirieron al profesor Mombelli el de esta edición— para acabar el tomo con esas cinco novelas breves, cuatro de ellas insertas con trastrueque de personajes y hasta con podas de partes muy jugosas en su inconcluso ciclo El ruedo ibérico (1927-32); no bien habíamos comenzado, fuimos conscientes de que este Jardín peregrino permitía, ante todo, percibir nítidamente cómo el estilo de Valle-Inclán había evolucionado desde un costumbrismo con tintes tremendistas, quizá hasta del agrado de Zola, para luego revestirse del delicuescente modernismo —en ocasiones, incluso con espectrales apariciones bequerianas— para acabar en ese cuajado Valle-Inclán del castizo esperpento, con sus exabruptos rufianescos y sus réplicas beodas; divina parla atufada en zahúrda de ropavejero que tanto nos admira por su airado desparpajo; por lo demás, prosa abandonada por la literatura hispana desde hacía siglos, cuando no solo es el tejido de nuestra gran y genuina novela, la picaresca, sino la más desenvuelta y anchurosa manera que encuentra el español para asentarse sobre la página en blanco.

En efecto; en Jardín peregrino podrán comprobar, paso a paso, cómo los primeros afanes literarios de aquel gerifalte manco y enteco de Villanueva de Arosa se envolvieron con las estéticas de su tiempo mientras no se embebió por kermesses, tabernas y talanqueras taurinas de un decir arrabalero que, cuando hubo domeñado, timbró en más sonoro y pujante, porque se plasmaba ya bajo el escudriño de un artista consumado.

Al compás de esta evolución estilística, en Jardín peregrino podrán observar como Valle-Inclán asciende también en la selección de los motivos: desde el aguafuerte rural de los primeros cuentos, donde la foresta gallega y sus tipos más grotescos —mendigos con pústulas, curas sufragáneos y miserables en romería— son la ocasión del relato, para escoger enseguida lo erótico, como en El gran obstáculo (1892); pero en absoluto narrando pasiones desenfrenadas, sino amores rasgados por morbosas cortapisas. Concluida esta docena de cuentos, entra ya en escena con la primera novela corta su alter ego: el marqués de Bradomín, y de su mano, el nuevo filón del relatar vallinclaniano: la crónica de la minucia histórica. Pues el Bradomín recogido en Jardín peregrino no es el seductor trotamundos de las Sonatas (1902-5), sino el caduco y liberado de los espolones viriles de su inmediato ciclo, La guerra carlista (1908-9), y en concreto, sorprendido, en Una tertulia de antaño (1909), como distinguido invitado a un vernissage de vetustos y libidinosos conspiradores.

Se trata ya de un Valle-Inclán que, como Baroja con su ciclo Memorias de un hombre de acción (1913-35), intenta emular —y hasta enmendar— los Episodios nacionales (1872-1912), de Pérez Galdós. Si lo consiguió o no, poco importa cuando la suma de este trío de autores llevó a ese subgénero, llamado novela histórica, a una altura inalcanzable en la actualidad, por más romanos y reinas medievales que le echen hoy a sus páginas. Es un Valle-Inclán escrutador de los trajines del poder hasta en ultramar, donde situará su Tirano Banderas (1926), troquel de una figura insoslayable para nuestra literatura posterior: el patriarca americano, y que vuelto sobre España, encontrará un inagotable venero de tipos y moscones en la turbamulta de La Gloriosa, para alumbrar El ruedo ibérico. A la gestación de este ciclo pertenecen los cinco relatos que siguen —Fin de un revolucionario (1928), Un bastardo de Narizotas (1929), Una castiza de Samaria (1929) y El trueno dorado— y en él se fueron integrando como capítulos con las variaciones convenientes y, como ya he dicho antes, hasta con menguas significativas, salvo Un bastardo de Narizotas —retitulada luego como Correo diplomático (1933)—, donde la acción se desplaza a Roma, para dotar al relato de una singularidad escenográfica ajena al ciclo; inserto, de cabo a rabo, en un trotar, y hasta navegar, netamente hispano. No obstante; como sus hermanastras, Un bastardo de Narizotas está trabada con ese lenguaje deslenguado que fue y es blasón de aquel “don Ramón de las barbas de chivo”, como escribiese en célebre soneto su comilitón de nocturnancias, Rubén Darío.

Y mientras escribo, aconteció el sino de “hacer de la necesidad virtud”, adagio presidencial que encuentra su calco callejero —salvo que me corrija el profesor Andrés Amorós, perito en la materia— en “hacer de tripas corazón”; esperpéntico y, por tanto, vallinclanesco aprieto ese de convertir la hermosa ilusión en detrito ventral.

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