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Edith Eger
Edith Eger

"La bailarina de Auschwitz", el testimonio novelado de una de las pocas supervivientes vivas del campo de concentración

viernes 09 de febrero de 2018, 01:00h

El filósofo Theodor W. Adorno se preguntó si era posible escribir poesía después de Auschwitz. El horror del Holocausto fue de tal magnitud que la pregunta tenía sentido. Pero el mundo siguió adelante después de aquello; incluso lo hicieron los supervivientes, aunque algunos acabaran suicidándose.

La autora de este libro, que pasó cerca de año y medio en aquel campo de exterminio siendo adolescente y consiguió sobrevivir, nos da una respuesta afirmativa y positiva. Es posible rehacer la propia vida después del que probablemente sea el mayor horror concebido y llevado a cabo por el hombre. Es posible superar el trauma, curarse y ayudar a otros a hacerlo. En La bailarina de Auschwitz nos narra en primera persona su peripecia, desde la experiencia del campo de exterminio a su trabajo profesional como psicóloga, ofreciéndonos las claves para enfrentarnos a los traumas, problemas e inseguridades de la vida. Una maravillosa historia de superación tras el descenso a los infiernos. La bailarina de Auschwitz puede ser leído como un libro de autoayuda, lo es en cierto modo, pero basado en hechos reales y concretos; es, antes que nada, la autoayuda que se prestó la autora.

La libertad reside en aceptar lo sucedido

Edith Eger superó el trauma de Auschwitz cuando consiguió mirar cara a cara a sus fantasmas. “Durante gran parte de mi madurez creí que mi supervivencia en el presente dependía de mantener encerrado el pasado y sus tinieblas”. Ella no quería contar su experiencia, no quería la compasión de nadie. Quería integrarse en Estados Unidos, hablar inglés sin acento. Pero comprendió que tanto el silencio como el deseo de aceptación, ambos basados en el miedo, eran formas de huir. “La libertad reside en aceptar lo sucedido”, escribe en un libro lleno de enseñanzas.

Una de ellas es que el sufrimiento es universal, pero el victimismo es opcional. “Nadie puede convertirnos en víctima excepto nosotros mismos. Nos convertimos en víctimas, no por lo que nos sucede, sino porque decidimos aferrarnos a nuestra victimización. Desarrollamos una mentalidad de víctima; una forma de pensar y de ser rígida, culpabilizadora, pesimista, atrapada en el pasado”. Ahora constata: “Vivo para guiar a otras personas hacia una posición de fortalecimiento ante todas las penurias de la vida”.

Edith Eger nació en 1928 en un pueblecito de Checoslovaquia que había pertenecido al imperio austrohúngaro antes de la Primera Guerra Mundial, volvió a ser húngaro en 1938 y nuevamente checoslovaco después de 1945. Nació en una familia de judíos integrados, situación que no les libró de ser objeto de la persecución de los nazis húngaros y alemanes. Son desahuciados de su vivienda, obligados a llevar la estrella amarilla, marginados. Ella interrumpe sus estudios y sus clases de ballet, en las que empezaba a destacar.

En el corazón de las tinieblas

Finalmente, Edith, sus padres y una de sus hermanas son detenidos (la tercera hermana, que vive en otra ciudad, logrará escapar). Esa primera parte del libro es un relato dramático de hechos reales contados con la pasión y la tensión de una novela: la instalación en una fábrica de ladrillos cuando todavía ignoran su destino y pueden albergar esperanzas; el viaje en un tren de ganado con cientos de personas hacinadas, un cubo para hacer las necesidades, olor a sudor y excrementos, durmiendo de pie, y gente que muere en el camino; la llegada al campo de Auschwitz, presidido por el siniestro letrero Arbeit Macht Frei. Allí les recibe uno de los símbolos del horror nazi, el doctor Mengele, aunque todavía no saben quién es. Primero separan a los hombres de las mujeres y, a continuación, éstas son divididas según la edad. Edith y su hermana son apartadas de su madre que será gaseada inmediatamente. Cuando Edith pregunta por ella, una presa señala el humo que sale de una de las chimeneas a lo lejos y le da la noticia de modo brutal: “tu madre está ardiendo ahí dentro. Más vale que empieces a hablar de ella en pasado”.

Auschwitz es “un lugar donde lo único seguro son las vallas, la muerte, la humillación y el humo constante”. Un día, el siniestro Mengele le pide que baile para él el Danubio azul y Edith ejecuta unos pasos del ballet que practicaba antes de su detención. “Estoy bailando en el infierno”, piensa. Aquello le salvará la vida, pero no le evitará nuevos encuentros con Mengele.

Auschwitz es un lugar donde lo único seguro son las vallas, la muerte, la humillación y el humo constante

Edith y su hermana sobreviven después de mil horrores. Están entre los 70 supervivientes de los más de 15.000 deportados de su ciudad. Pero cuando llegan los soldados americanos que liberan el campo, cuesta distinguir quién está vivo y quién muerto. “Somos personas muertas y personas casi muertas. Yo no sé entre cuáles estoy”, dice la autora.

De momento, no hay alegría ni alivio en la libertad. “La libertad son llagas, piojos, estómagos corroídos y ojos apáticos”. “Somos traumas en movimiento. Somos un lento desfile macabro. Nos tambaleamos al andar… Somos aterradores. Nadie habla”. Edith tiene la espalda rota, se le ha olvidado escribir. Poco a poco recupera la capacidad de hablar y escribir, pero nadie habla de aquello por lo que han pasado. “Acordamos tácitamente no hablar de nada que pueda reventar la burbuja de la supervivencia”.

“Hay diferentes formas de salir adelante. Yo tendré que encontrar mi propia manera de vivir con lo que ha sucedido. Todavía no sé cuál es”, constata. Los primeros meses son sólo un poco mejores que la vida en el campo. Comprueban, por ejemplo que ir a la casa donde ya no están los padres es volverlos a perder. Hay una atmósfera de incertidumbre y hambre. “La guerra ha terminado, pero no ha terminado. Tenemos pan para comer, pero no tenemos ni un céntimo; recupero peso, pero tengo el corazón abatido; estoy viva, pero mi madre está muerta. Soy toda piel y huesos”.

La difícil libertad

Un día, en un cartel que anuncia un concierto, ven la foto de su otra hermana; saben que “está viva en alguna parte”. Cuando se reencuentren con ella, las supervivientes le pedirán que no las abrace, están llenas de chinches y llagas. Entretanto, su ciudad vuelve a ser checoslovaca, y el país se convierte en una dictadura comunista.

La vida sigue siendo difícil. Experimentan lo que dijo otro superviviente de un campo de concentración, que antes vivían en la esperanza y ahora viven en el temor. Son meses de búsquedas (del padre, del que no han vuelto a saber nada, de un novio de la adolescencia), de esperas, preguntas a los conocidos que puedan saber algo.

Edith se casa. Cuando se queda embarazada, el médico le desaconseja que dé a luz; piensa que está demasiado delgada y débil, y que el niño morirá. Pero ella se empeña en tenerlo: el niño encarna una esperanza, la posibilidad de que perdure algo de sus padres y abuelos.

En la nueva situación de Checoslovaquia, el marido, un hombre acomodado, es detenido. Edith lo saca de la comisaría sobornando a un funcionario. Consiguen salir del país y envían su fortuna a Israel, donde piensan instalarse. Pero, a última hora, Edith rechaza ir a un país en guerra y decide viajar a Estados Unidos aun a costa de separarse de su marido. Él acepta acompañarla, aunque pierdan los bienes que ya han mandado a Israel.

Tampoco son fáciles las cosas en Estados Unidos al principio; el trabajo es agotador, la paga, exigua. “Trabajo tan duramente que mis manos tiemblan sin cesar en la oscuridad cuando llego a casa”. Además, sigue atenazada por el miedo, por las imágenes del campo. La vida en América no era la que esperaban (los emigrantes trabajan a destajo en las fábricas, subempleados con respecto a sus conocimientos y situación anterior) y su mundo interior se convierte en la fuente de su dolor. Es un mundo que ella niega, pero que “entra siempre sin mi permiso”. Edith dice acerca de su hermana: “su dolor sólo es visible en el humor que utiliza para ocultarlo”.

Con el tiempo, la situación mejora y ella cumple su sueño de matricularse en la universidad con más de treinta años, en 1959. “Somos felices por fuera y, a menudo, también por dentro”. Pero sigue sin hablar a nadie de su pasado, ni siquiera a sus hijos.

Un día, alguien le pasa un libro de Victor Frankl, El hombre en busca de sentido, “la historia de un campo de concentración contada desde dentro, explicada por uno de sus supervivientes”. “Me está hablando a mí”, siente al empezar a leerlo. El libro le supone una revolución: “Estoy mirando directamente a lo que he tratado de ocultar. A medida que voy leyendo, no me siento paralizada o atrapada, ni encerrada de nuevo en aquel lugar… Por cada página que leo quiero escribir diez. ¿Y si escribir mi historia me liberara en lugar de atraparme más? ¿Y si hablar del pasado pudiera curarlo en lugar de calcificarlo? ¿Y si el silencio y la negación no son las únicas opciones tras una pérdida catastrófica?”. Leyendo a Frankl, entiende que también ella puede decidir. Comprender eso cambiará su vida.

Inicia una correspondencia y una amistad con Frankl. “Juntos intentaríamos responder las preguntas que nos planteaban nuestras vidas: ¿por qué sobrevivir? ¿Cuál es mi objetivo en la vida? ¿Qué sentido puedo encontrar en mi sufrimiento? ¿Cómo puedo ayudarme a mí y a otros a soportar los avatares más duros de la vida y experimentar más pasión y alegría?”. Ha empezado un camino; largo y tortuoso, porque “nadie se cura en línea recta”.

Yo regresé a Auschwitz en busca de la sensación de muerte para poder exorcizarla por fin. Lo que me encontré fue mi verdad interior, mi identidad , mi fuerza y mi inocencia

Un paso importante en ese camino, siendo ya profesional de la psicología, es su trabajo con otros supervivientes. Les entrevista “para descubrir cómo una persona sobrevive e incluso prospera tras el trauma… de qué formas el propio trauma ofrece a las personas una oportunidad para el crecimiento positivo y el cambio”. Es un paso esencial para trabajar con su propio pasado. Otro paso decisivo es la visita que realiza a Auschwitz, el escenario de sus miedos y fantasmas, acerca del cual “ningún lenguaje es capaz de explicar la inhumanidad sistemática de esta fábrica de muerte creada por el hombre”. En Auschwitz experimenta una suerte de catarsis al recordar lo vivido y comprender el origen profundo de su trauma, un sentimiento de culpa por la muerte de su madre, ya que, al llamarla así (¡mamá!) delante de Mengele, éste la colocó en la fila de las mujeres mayores que iban directamente a la cámara de gas.

Nacida en Hungría, Edith Eger era una adolescente cuando en 1944 padeció uno de los peores horrores que ha visto la historia de la humanidad. Sobrevivió a Auschwitz y huyó a Checoslovaquia para acabar finalmente en Estados Unidos. Allí se doctoró en Psicología y conoció a su mentor, Viktor Frankl. Ha sido protagonista de documentales, es profesora en la Universidad de California y tiene una clínica en La Jolla, California. Fue la encargada de dar el discurso de homenaje a Viktor Frankl por su noventa aniversario, durante la celebración de la Conferencia Internacional de Logoterapia. Este es su primer libro.

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