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"El Sacro Imperio Romano-Germánico. Una historia concisa", de Barbara Stollberg-Rilinger

Ed. La Esfera de los Libros
Por José María Manuel García-Osuna Rodríguez
sábado 22 de agosto de 2020, 11:53h
El Sacro Imperio Romano-Germánico
El Sacro Imperio Romano-Germánico
Cuando el rey de los francos o salios, Carlomagno, fue coronado por el Papa San León III [Roma, 750-HABEMUS PAPAM desde el 26 de diciembre de 795, hasta Roma, 12 de junio de 816], en Aachen-Aquisgrán, en la Navidad del año 800 d. C., comenzaba un intento de la jerarquía católica del Alto Medioevo por unificar criterios políticos.

Según el cronista y canciller Alcuino de York, la realeza de Carlomagno era cristocéntrica, superior a la davídica-salomónica, ya que todos los cristianos habían sido redimidos por el Hijo de Dios, Jesucristo. “A Carlos, muy piadoso Augusto, coronado por Dios grande y pacífico emperador, vida y victoria”. Esta titulación es: SACRA al estar consagrado por el Vicario de Cristo, es ROMANA ya que es herencia romana constantiniana, es IMPERIAL por ser herencia de los emperadores de Roma, y GERMÁNICA ya que será el pueblo germano de los francos quienes lo rijan. Pleonasmo necesario, aunque en realidad la autora se dedica al estudio imperial en la Edad Moderna.

En esta época, el Emperador cuando ejerce sus derechos de soberanía debe estar vinculado a la participación del resto de los grandes electores. El aserto queda plasmado en las denominadas como leyes fundamentales del Imperio, entre las que se pueden citar la Bula de Oro (1356), la Paz de Augsburgo (1555), ciudad que, aunque no venga a cuento, no me resisto a indicar que fue la patria chica del padre de Wolfgang Amadeus Mozart, es decir Leopold Mozart; y la Paz de Westfalia (1648). Por todo lo indicado con anterioridad, el Imperio es una monarquía de prestigio y de blasón, pero electiva y no hereditaria; lo que se había hecho efectivo, para evitar malas tentaciones a la muerte de Enrique VI Hohenstaufen (Reinado desde 15 de abril de 1191 hasta 28 de septiembre de 1197), heredero del gran Emperador Federico I Barbarroja Hohenstaufen (Reinado desde 1155 a 1190).

Para conseguir sus votos, en un auténtico toma y daca, era más que obligado, por parte del Emperador, hacer concesiones a esos todopoderosos electores. Eran siete: los arzobispos de Colonia y de Maguncia, el conde-palatino del Rhin, el Elector de Brandenburgo, el duque de Sajonia, el rey de Bohemia y el arzobispo de Tréveris. Ya en los comienzos, los Francos-Salios y los Staufen habían intentado crear una serie de estructuras políticas y administrativas, que denominaron ministerios imperiales, pero el intento abocó al fracaso; ya que el soberano no consiguió que los feudos recuperados pasasen al poder central, sino que volvían a ser entregados a sus vasallos. Igual futuro tuvieron las regalías, tales como: el derecho de acuñación de moneda y de aduana, las minerales y las forestales; todo ello fracasó, y el Emperador no tuvo la más pequeña posibilidad de poder obtener recursos, para conseguir crear una auténtica infraestructura administrativa; por lo que únicamente se pudo apoyar en su propia soberanía territorial, y para las demás necesidades dependía de los votos del resto de los miembros electores, bien en lo tocante a los necesarios recursos financieros o en la ejecución de las diversas decisiones políticas.

Los prelados católicos habían conseguido el suficiente poder, incluyendo el militar; y, ¡cómo no! el anatema del entredicho o de la excomunión, para poder construir sus propios territorios de soberanía propia. Es paradójico que, en unos descendientes del Hijo de Dios, existiese una soberanía temporal como auténticos príncipes terrenales imperiales. Las posibilidades de comunicación entre los diversos territorios eran muy pequeñas, por lo que las órdenes y deseos imperiales tardaban en llegar; por ejemplo atravesar el Imperio costaba a los encargados de llevar el correo, la familia de los condes de Thurn y Taxis alrededor de un mes más o menos. Es obvio, que en estas circunstancias geográficas, la proximidad o lejanía de la corte imperial creaba vínculos más o menos sólidos entre el Emperador y sus Electores.

Al principio el Imperio era una unión de feudos, con el Emperador a la cabeza como señor feudal. El sistema feudal era la base del orden medieval de soberanía y propiedad. Se basaba en que el señor repartía entre los vasallos tierra, derechos, cargos, prebendas, bienes y dignidades de todo tipo, y los unía a él por medio de una obligación de lealtad personal”. El vasallo feudal se comprometía sin la más mínima reserva y ad integrum a prestarle consejo y ayuda sin ambages. Este juramento de fidelidad, casi se puede decir per inde ac cadáver se renovaba de manera ritual a la muerte del Emperador de que se tratase. Con el paso del tiempo, este hecho se relajó, y los príncipes enviaban solo a sus legados al hecho. Desde finales del siglo XV, se crean determinadas instituciones comunes, los Reichstag, como instancias o parlamentos supremos de deliberación política. Con todo ello se llegará a un punto de evolución, en el que el Imperio será una asociación jurídica con instancias supremas comunes de jurisprudencia y legislación.

En este estado de cosas, y tras las pinceladas que he dado a este magnífico libro, es fácilmente comprensible que, conociendo las prácticas autoritarias de Carlos V Habsburgo, los Electores huyesen como gatos escaldados, y no contemplasen la más mínima posibilidad de poder elegir a su hijo, católico a ultranza y recalcitrante, Felipe II de España y de Portugal, como su heredero. Este soberano prudente, pero soberbio por antonomasia, comprendió su nula posibilidad de sentarse en el trono imperial, y ni tan siquiera presentó su candidatura. En suma, recomiendo vivamente esta obra, que es un compendio conciso, pero estupendo, de aquella estructura fracasada que pretendió crear una Europa unida. Virtus et vitium sunt contraria!

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