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No habrá más penas y olvido
No habrá más penas y olvido

No habrá más penas ni olvido

Por Maximiliano J. Benítez
lunes 26 de abril de 2021, 13:00h
Publicamos el artículo "No habrá más penas y olvido", del escritor argentino Maximiliano J. Benítez sobre la escritora Carmen Jodra.

Hola nuevamente, Carmen:

Me cuesta arrancar, llenar la hoja sin censurarme, hablarte desde el presente sin recordarme veinte años atrás, cuando la melancolía era tan solo una semilla. Corría el año noventa y nueve. Vivía en una pensión de la calle Corredera baja de San Pablo de tu ciudad, uno de esos viejos hostales ya desaparecidos. Ya casi no existen este tipo de alojamientos para almas solitarias. Al parecer, la gente prefiere piso con internet o con las comodidades de la casa de la infancia, a compartir alacena, baño y cocina con un puñado de extraños. Es comprensible. Pero para mí se trataba de todo lo contrario porque precisamente había volado del nido un par de años atrás. Todo era nuevo, digno de ser descubierto, hasta las paredes desconchadas por el tiempo. De manera que, por pequeña y oscura que fuera la habitación (no tenía ventana sino una especie de claraboya en lo alto, casi pegada al techo), se trataba de mi hogar, mi refugio, mi primera trinchera. Iba muy encaminado a ser, por mi propio carácter, igual que tú, quizás, un solitario empedernido. Así pues, visto de una u otra forma, las veinticuatro mil pesetas al mes que costaba la habitación de tres por dos eran lo único que podía y quería permitirme pagar a mis veintipocos años. Entonces escribía poco, menos que tú, claro, y bebía y pintaba; mucho, todo el tiempo. Me pasaba las horas muertas mirando la vida desde el prisma de Van Gogh o el ángel de Chagall. Todo era exceso y comunión, una búsqueda incierta, pero búsqueda al fin. Acababa todas las noches durmiendo en el suelo de la habitación pero no dejaba de pintar, de escribir, de leer. Mi día libre estaba consagrado a la limpieza de la trinchera. Una tarde, al finalizar mi media jornada laboral, me llevé del restaurante el suplemento dominical de El Mundo O El País, no recuerdo exactamente de cuál de los dos matutinos. Ahí, en el papel, por primera vez, supe que existías. Acababas de ganar uno de los certámenes más importantes de poesía al que un poeta pudiera aspirar, y sólo tenías dieciocho años. Yo tenía veintitrés. Me pasaba escribiendo textos sueltos y pintando óleos demasiado ambiciosos para mi precaria formación, pero tú, con cinco años menos, habías dado forma a un poemario bellísimo. Tu nombre, tus sonetos y tu foto en blanco y negro fueron suficientes para que me enamorara febrilmente de vos. No podía ser cierta esa sensibilidad, esa mirada, esa poesía encerrada (como en una jaula de cristal) en sonetos tan perfectos, ni más hermosa ni sincera. Hasta tu nombre me enamoraba. Te llamabas Carmen, y tu apellido (que me costó años recordar) era J. Carmen J.

Pasó un tiempo en que la soledad se dio de bruces con el amor, o con el deseo, aún no lo sé, y entonces te olvidé, me esforcé mucho en conseguirlo, y creo que lo logré definitivamente. Nublado por la obstinación del alcohol, te dejé a un lado, como si todas las lágrimas en la habitación del hostal no hubieran significado nada, como si despertara de un mal sueño. Años después quise recordarte, traerte a mi corazón en un momento de amarga soledad, pero había olvidado tu apellido, ese condenado apellido que me costaba recordar. También perdí, entre tanta mudanza, los recortes que guardaba con tus poesías, con tus fotografías en blanco y negro en la que tan guapa te veías con esa mirada hacia el suelo como si buscaras una respuesta en la tierra fértil. Entonces decidí que nunca habías existido, que todo era parte de la nebulosa de mis años solitarios y tan locos en la Malasaña de fines de los noventa. Sucedieron tantas cosas que te borré de la memoria, o al menos lo intenté. Pero fracasé.

Esta tarde, durante mi gris jornada laboral, eché un vistazo a las redes sociales, esa especie de amalgama donde se mezclan los grandes con los insectos, y vi tu foto y tu nombre, sí, tu nombre que ahora regresaba a la memoria de mi corazón como un mazazo en el pecho. Acababas de morir. De morir. Tantos años después, creyendo que había enterrado el vergonzoso recuerdo de un amor que jamás supo ni conoció nadie, te vi. Ya no tenías dieciocho añitos, pero seguías igual de magnética. Una puta enfermedad cobraba ahora especial importancia porque en lugar de matarte, te instaló, a mis cuarenta y pocos años, nuevamente en mi corazón, en el cofre de lo más terrible y hermoso que me ha pasado en lo que llevo de vida. Mis compañeros ni siquiera advirtieron mi ausencia pero bajé al vestuario y lloré, lloré como en aquella habitación del hostal, como si volviera a perderte. Entonces, con las lágrimas corriéndome por las mejillas sonreí, y lo hice con ganas, casi con ganas de reír: tu apellido, que tanto me costaba recordar, quedaba grabado a fuego para siempre, veinte años después.

Ahora sé, Carmen, que algún día llegaremos a vernos, a charlar, así, como quien no quiere la cosa. Me costará un poco hablarte porque en el fondo sigo siendo ese muchacho tímido de la habitación del hostal; pero sé que te hablaré, y te haré reír, y que, como dice el tango, ya no habrá más penas ni olvido.

Allí, donde sea, espero verte, Carmen J.

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