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La venganza de la señora
La venganza de la señora

La venganza de la señora

miércoles 04 de enero de 2023, 18:12h
Publicamos el relato "La venganza de la señora", de nuestro colaborador hispano-mexicano Ángel Villazón Trabanco.

La peste que asola y diezma nuestra ciudad es debida a la desobediencia a Dios”, afirmaba el canónigo de la catedral, en el sermón del oficio religioso por los hombres y las mujeres que habían muerto ese día.

Y continuaba desde el púlpito: “Que la ira de divina providencia se volverá contra aquellos que no vivan la vida como Dios ordena, a través de sus representantes en este mundo, que somos nosotros, los sacerdotes.

Y seguía su discurso para decir: “Solo pensáis en comer, en beber, y en fornicar, y hasta la misma señora de la muerte, en su sobriedad infinita, está enfadada y es enviada a castigar la lascivia y la glotonería. Estamos en el año de 1351, llevamos seis años de enfermedad en nuestra Génova, se ha diezmado la población, y seguís empecinados en el pecado.

Después de los enterramientos de ese día en el cementerio, el deán ya de noche volvió al confesionario, y después de haber oído el repique de las campanas, salió e hizo un poco de tiempo hasta que el sacristán bajase del campanario. Mientras esperaba, pensó en el enterramiento de las siete mujeres y de los cinco hombres víctimas de la peste, que había realizado, y de los enfermos que había visitado aquejados por la misma enfermedad. También en las visitas que no había querido hacer, por estar las casas en zonas muy pobres de la ciudad y muy afectadas por la terrible enfermedad. En algunas zonas la suciedad era tal que ni siquiera los funerarios con sus carromatos querían entrar.

Cuando el sacristán bajó del campanario, Fulgencio, el canónigo, se dirigió a la sacristía y sacando un pesado manojo de llaves, cerró la puerta. Después de comprobar que no había nadie en la catedral, se dirigió a la puerta de la salida lateral, la cerró, y se dirigió hacia el palacio episcopal.

Mientras hacia el camino hacia su casa, recordaba que antes de la epidemia, la ciudad estaba limpia, pues al menos en carnavales y en las fiestas de la Patrona se limpiaba, se barría, y se engalanaban las calles; mientras que ahora la suciedad y la porquería se amontonaban por todas partes, y las ratas, moscas, chinches y piojos campaban a sus anchas. Numerosas calles tenían zonas acordonadas para avisar de la existencia de apestados e impedir el paso. Muchas casas tenían crespones negros para indicar que había enfermos, y otras, blancos, para señalar que había habido muertos recientemente. Antes de llegar al palacio del obispo, se encontró con numerosos vagabundos, mendigos, y borrachos con ropajes sucios y pestilentes, rodeados de manadas de perros flacos que deambulaban por la ciudad.

Al buscar la llave para introducirla en la cerradura y entrar en el palacio, pudo ver a su vecino Annibali, que vivía en la casa próxima, y que como él, también entraba en su vivienda. Se saludaron con amabilidad y cortesía, y el canónigo le preguntó por su pierna.

Annibali, al que le costaba caminar, pues tenía que mover mucho sus caderas para conseguir dar pasos debido a su cojera, se acercó a saludarlo maldiciendo el empedrado. Estas calles y estas piedras decía, son los culpables de mi desdicha, le respondió.

—¿Cómo va todo? —Le preguntó.

—Vengo de la taberna “Las Bodas de Canaan” —Le contestó Annibali—. Estuve tomando unos aguardientes que me calman el dolor y me suavizan este carácter ya agriado que tengo.

—¿Y qué tal van las ventas de las mercaderías que recibiste en el último barco de los países de la seda? —Quiso saber el canónigo interesado.

—La venta de especias y de seda va bien, pero cada vez es más difícil fletar un barco y organizar una caravana, pues aunque las ganancias son muchas, y las pagas de los marineros son altas, casi nadie quiere arriesgar su vida, embarcándose en un viaje que puede ser el último de su vida.

—Entiendo —dijo, despidiéndose de Annibali—. Que tenga suerte en sus próximas empresas.

Cuando éste entró al palacio episcopal, su sobrina le tenía preparada la cena. Una gran chimenea daba calor a la estancia, las alfombras del suelo la hacían confortable, y varios candelabros y teas iluminaban la estancia.

Después de cenar, se despidió de la servidumbre, cogió un candil y avisó a su sobrina de que se iba a retirar. Se dirigió a su habitación, se sirvió un aguardiente, se puso su camisón blanco y su gorro de dormir, y se acostó sobre su mullida cama.

Al poco tiempo, se oyó un alarido tremendo en todo el palacio, que hizo que su sobrina, las cocineras y algunos vecinos se precipitaran hacia la habitación del canónigo, a ver qué sucedía. Cuando llegaron, vieron que la habitación estaba vacía y la ventana abierta. Se asomaron, y alcanzaron a ver corriendo al canónigo calle abajo solamente vestido con su camisón.

Unos minutos después, en “Las Bodas de Canaan”, algunos clientes oyeron en la calle los quejidos de un hombre, y cuando salieron a ver qué sucedía se encontraron al canónigo en el suelo. Lo ayudaron a levantarse, y entre todos lo ayudaron a entrar en la tasca. Al verlo, pálido y tembloroso, el tabernero le sirvió un cuenco de aguardiente, que el deán no pudo llevarse a los labios por el temblor de su mano. El tabernero, abriéndole la boca, lo hizo beber. Este le pidió otro, y otro más, hasta que consiguió tranquilizarse un poco. Después, cogió un taburete y se sentó enfrente del gran fuego de la chimenea, todavía con el rostro desencajado, la mirada huida, y con escalofríos.

Ante las preguntas repetidas del vinatero interesándose por lo que le había pasado, éste les contó a él y al corro de clientes que se había formado que lo había visitado la señora de blanco, que lo había aterrorizado, que había conseguido escapar, y que había estado corriendo sin sentido hasta que tropezó en las cercanías de la taberna dónde cayó al suelo. Y lo repetía una y otra vez, con los ojos todavía fuera de sus órbitas mientras el resto de los presentes, asustados susurraba:

—¡La señora de blanco!

“Me he salvado, me he salvado, por lo menos de momento”, exclamaba una y otra vez el canónigo, todavía vestido con su camisón de dormir, descalzo y ya sin el gorro, y sin dar crédito a lo que había vivido. Algunos clientes atemorizados, comenzaron a irse, mientras que otros pidieron más vino y aguardientes para animarse, mientras que las mujeres se abrazaban a los hombres.

Pero las sorpresas no terminaron ahí para los clientes de la taberna. Tan solo unos minutos después, entró Annibali, que casi corría a pesar de su cojera, y muy asustado y desencajado gritaba que lo había visitado la señora, y de forma descontrolada lo repetía una y otra vez. El tabernero le sirvió varios cuencos del aguardiente que solía beber, hasta que se tranquilizó y se repuso un poco. Después se fundió en un abrazo con el canónigo y se sentó también enfrente de la chimenea junto con su vecino.

Pasado un tiempo, ni el deán de la catedral, ni Annibali quisieron irse a dormir a sus casas y se quedaron en la taberna con las mercurias. El terror de ambos era tan grande que una meretriz los invitó a dormir con ella. El canónigo mandó a buscar sus pertenencias a su casa y se quedó a pasar la noche. Annibali tampoco se atrevió a volver a su casa y se quedó también en el local.

La noticia de que el canónigo, y un mercader que había hecho la Ruta de la Seda habían sido visitados por la señora, con unos minutos de diferencia, y que ambos habían sobrevivido, se esparció por toda la ciudad, lo que llegó a oídos del cardenal Lamberto, quién los hizo llamar para oír de sus bocas lo ocurrido.

El día acordado para la vista, entraron al palacio cardenalicio para contar sus experiencias con la señora. Fueron conducidos por un ujier hasta la sala capitular donde los hicieron esperar unos minutos hasta que les invitó a entrar por una puerta lateral.

Mientras esperaban al cardenal, a los miembros de la curia cardenalicia, y a los obispos que querían oír lo que había sucedido, Annibalí se quedó observando la sala. Era alargada, y tenía una mesa en la que solo había una Biblia y tres candelabros, y estaba dispuesta de forma que su longitud principal estaba alineada con la de la sala. El techo tenía forma de bóveda de cañón, y sus frescos reflejaban escenas bíblicas.

Después de una breve espera, entró el cardenal Lamberto, seguido de su séquito, ocupando su sitio en uno de los extremos longitudinales de la mesa. Los miembros de su curia ocuparon los suyos a ambos lados de la misma, y Fulgencio y Annibali, en el otro. Todos de pie rezaron una oración al Espíritu Santo, y pasados unos momentos de reflexión en silencio, el asistente del cardenal le acercó a éste su gran silla. Lo mismo hicieron los ayudantes de los otros miembros de su séquito, y todos se sentaron, excepto los dos protagonistas.

Después de pedirle al canónigo una breve introducción personal, para que el resto de la curia lo conociese, el cardenal Lamberto le hizo señas para que iniciara el relato de su experiencia y que lo hiciera de pie.

Fulgencio, aclarándose la garganta, y todavía con el miedo en el cuerpo, comenzó, diciendo:

—Cuando me iba a acostar, ya con el camisón y el gorro de dormir puesto, tocaron a la puerta. Pregunté que quien era y nadie contestó. Pensé que el ruido tal vez habría sido producido por el viento, pero volvieron a tocar. Volví a preguntar pero nadie contestó. Tocaron una tercera vez, y otra vez hubo silencio. Me quedé esperando unos minutos, y cuando iba a apagar la llama del candil para dormirme, llamaron de nuevo. Esta vez, me levanté y abrí.

—¿Y quién era? —preguntó el cardenal Lamberto, intrigado.

—Era una mujer que vestía una túnica blanca, y que en su cintura llevaba un delicado cordel de seda de color negro, del que pendían un manojo de llaves, de las que sobresalía una por su tamaño. Tenía un rostro muy bello y dulce, unos ojos grises tristes, y una piel muy blanca, e iba acompañada de dos damas de compañía, más jóvenes que ella, también de rostro bello y pálido y de un mancebo de pelo rubio y piel blanquecina que sostenía en sus brazos una caja de madera blanca.

»En ese momento —siguió diciendo—, el sonido de un fuerte repique de campanas inundó la habitación y cuando cesó, las dos acompañantes empezaron a tocar una melodía muy dulce una con una flauta, y la otra con un instrumento parecido a un arpa, mientras el mancebo sostenía en sus manos y a modo de ofrenda, la arqueta de color marfil.

—¿Y qué pasó después? —preguntó el cardenal vivamente interesado.

—Le pregunté a la señora que quién era y que quería a esas horas.

—He venido a darle a usted un beso y a invitarlo a mi palacio —dijo.

»—¿A su palacio?, ¿Qué palacio es ese y dónde está?

»—Es un viaje que no lleva mucho tiempo.

»—¿Y por qué viene a estas horas? ¿No podría haber esperado hasta mañana y decírmelo en la catedral.

»—Es el momento y el lugar adecuado —respondió ella—. Aquí tengo las llaves de la puerta principal, y señaló a su cintura de donde colgaba el manojo de llaves. La más grande es la que abre la puerta principal.

El cardenal y los miembros de la curia no se perdían detalle de la conversación del deán con la señora, y lo miraban y examinaban con mucha atención.

»—¿Pero por qué no ha mandado a un emisario, si tanta prisa tenía? La noche es muy fría y ventosa, la peste es muy contagiosa, y los salteadores y ladrones acechan en todas las calles y caminos. Ha puesto su vida en peligro. ¿Por qué me quiere invitar a mí, y a estas horas? —Le pregunté.

»—Porque conocí a su sobrina, María —Fue su contestación.

»—María murió hace dos años.

»—Lo sé. Ella fue la que me habló de usted.

»—¿Y qué le dijo de mí?

»—Que le gustaba mucho el vino, de forma especial el de Borgoña, y también los aguardientes selectos.

»—¿Y a usted no le gustan los vinos? —Le pregunté, molesto por lo que parecía una acusación—. ¿Y qué más le dijo de mí?

»—La noche que hablé con María —me dijo la señora—, le había preparado una cena copiosa. De primer plato, una sopa de espárragos con trozos de tocino acompañado de una jarra de vino blanco, y de segundo, un capón asado en su jugo con jengibre, pimienta, y un poco de ajo rodeado de nabos y remolacha, regado con dos vasijas de vino tinto, del que se hacía traer de Borgoña. Y de postre un pastel de hojaldre con crema y manzanas asadas.

»—Y dígame, señora, ¿A usted no le gusta la buena comida? —preguntó el deán molesto por tantos detalles de su vida personal—. ¿Es eso lo que le interesa de mí?

»—María me dijo también que la había engañado con muchas mujeres. Que le había sido infiel.

—¿Y qué contestó usted a esa afirmación? —Quiso saber el cardenal.

—Yo le pregunté si ella no había tenido marido o amantes.

—¿Y qué respondió la señora? —inquirió el cardenal.

—Esbozó una breve sonrisa, pero no me contestó. Entonces, desconcertado, le pregunté que por qué me quería dar un beso. Ella sonrió, y al reír mostró una boca en la que la dentadura tenía dientes pero no encías, hizo ademán de acercarse, como si quisiera acariciarme con sus manos, y en ese momento vi que sus dedos no tenían uñas y que se le veían los huesos.

—¿Recuerda algo más de esa escena? —preguntó de nuevo el cardenal con vivo interés.

—Sí, recuerdo con claridad que las campanas de la catedral repicaron con fuerza en ese instante. Además las acompañantes dejaron de tocar la música, y el mancebo se adelantó un pasó y abrió la caja que traía.

—¿Y qué contenía? —preguntó el cardenal impresionado por el relato.

—No pude ver el contenido —dijo—, pues comprendí al instante quien era la Señora y a que venía.

El cardenal entonces dijo, conociendo el final:

—Y el alarido que dio usted fue tan grande que varios vecinos acudieron a ver que sucedía, y usted, vestido tal cual estaba en camisón de dormir, y descalzo, abrió la ventana y de un salto se tiró a la calle, y empezó a gritar y a correr calle abajo y por toda la ciudad.

—Así fue —siguió contando su relato Fulgencio—, hasta que tropecé casi exhausto y sin sentido, cerca de la taberna “Las Bodas de Canaan”.

El cardenal entonces les pidió a los dos visitantes, que salieran fuera de la sala unos minutos, pasados los cuales, los mandó llamar para que Annibali contara su historia.

Annibali después de presentarse, inició su relato:

—Estando en la habitación preparado para acostarme —dijo el comerciante—, alguien tocó a la puerta en varias ocasiones, y cuando preguntaba quién era, no contestaba. Lo hicieron varias veces y cuando ya me iba a dormir, insistieron. Me levanté y con el candil en una mano, abrí.

—¿Y quién era? —inquirió nervioso un miembro de la curia.

—Era una señora vestida con una túnica blanca, y con la cara cubierta por una tela muy fina que apenas dejaba entrever su cara, y que me dijo que quería darme un gran abrazo.

—Yo le pregunté que quien era y por qué quería abrazarme. Me contestó que había conocido a varias de mis amantes en el viaje que había realizado a través de la Ruta de la Seda, hasta China.

—¿Y qué le dijo usted? —quiso saber el mismo sacerdote lleno de curiosidad e intriga.

—No dije nada. La miré a los ojos con escepticismo y en silencio, y la señora continuó.

»—Conocí a una amante tuya de la región de Mongolia, que fue quien te enseño la forma de comunicarte con los tártaros, también su idioma y sus costumbres, y los consejos que te dio para comerciar con los chinos en las compras de los gusanos de seda. Me habló de ti, de lo mucho que te había querido y del hijo que tuvisteis.

»—Miao-Yen —exclamó el comerciante—. ¿Cómo esta ella?

»—Miao-Yen murió a los pocos meses de que te marcharas.

»—¿La peste?

»—Sí, la peste. Y tu hijo, fue adoptado por su hermana —me dijo la señora—. También conocí a Hulagun, hija del jeque Jebey, en la ciudad de Kumul, cuando vuestra caravana se detuvo para descansar. Le engendraste una hija, aunque tú no lo sabías cuando os marchasteis.

—¿Y usted qué le dijo? —quiso saber el cardenal Lamberto.

—Mientras hablaba la señora, yo estaba absorto, sumido en un mar de recuerdos y en silencio —contestó Annibali.

—Continuó diciéndome que había sabido de varias de las amantes que había tenido, en Kashagar, Samarkanda y Bujara.

»—En Bujara —me dijo—, conocí a Manukia, que también me habló de ti. Tuviste una niña con ella, cuando vuestra caravana se detuvo para abasteceros de víveres y de agua. Murió al poco de dar a luz, por la enfermedad que vosotros traíais desde China.

El comerciante desvió la mirada y algunas lágrimas de emoción corrieron por sus mejillas.

—¿Qué pensó en ese momento? —Le preguntó uno de los asistentes.

—Permanecí en silencio, estupefacto y sin poder dar crédito a lo que veía y oía y recordando mi vida.

»—Has amado intensamente y has sobrevivido a la peste —concluyó la señora—. Por eso quiero darte un abrazo.

—Cuando se acercó para dármelo, me di cuenta de que no tenía uñas, que se le veían los huesos de los dedos de las manos, y que no tenía ojos, solo los párpados.

—Entonces —continuó el cardenal, que ya conocía el resto de la historia—, gritaste, abriste la ventana con rapidez y saltaste a la calle, e iniciaste una carrera por varias calles de la ciudad, a pesar de que eres cojo, hasta que llegaste a la taberna las “Bodas de Canaan”.

—Así sucedió —dijo el comerciante.

—Has sobrevivido a la peste, has sobrevivido a los peligros del viaje de la Ruta de la Seda, engendraste vida en tu viaje, has sentido amor y además has sobrevivido a la visita de la señora. Has vivido con intensidad —dijo el Cardenal—. ¿Cuál crees que fue el motivo de la visita? —Le preguntó.

Annibali no contestó.

Le hizo la misma pregunta al canónigo Fulgencio.

La respuesta fue la misma.

Ángel Villazón Trabanco

Ingeniero industrial

Doctor en Dirección y Administración de Empresas

Ángel Villazón, de origen mexicano, tiene una página web dedicada a la Narrativa, al Arte, a la Cultura, a la Gastronomía Mexicana, etc., donde puedes leer muchos relatos y artículos, además de poder comprar sus libros:

www.angelvillazon.com

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