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José Eustaio Rivera
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José Eustaio Rivera

Y aun "La vorágine"

lunes 05 de febrero de 2024, 07:36h

De seguir así, este par de paginas va a parecer una capilla de responsorios con tanto centenario, porque ya suman cuatro seguidos. En mi disculpa, argüiré que no tenía escapatoria al tratarse de La vorágine, el más formidable relato que se haya escrito en el fulgor verde de Nueva Granada, la de José Celestino Mutis y la de Alejandro von Humboldt, la de don Pedro de Ursúa y también la de aquel Bolívar, ensopado de lluvia hasta la calavera y tiritando renuncios hacia la muerte, cuando ya no era sino el escueto Longanizo y Santander le había birlado la partida de la Historia.

La vorágine
La vorágine

En efecto; hace cien años se imprimió por primera vez en Bogotá esta deslumbrante narración, y pronto se cumplirá una década desde que arrancásemos con ella la colección “ficciones y relatos”, en Drácena, como seña de exigencia; no en balde, el título (o los títulos) que la siguió fue ni más ni menos que la Trilogía de la banana (1950-60), del enorme Miguel Ángel Asturias. Nuestro empeño era editar una prosa nacida en español, no importaba dónde, si en Soria o en Guayaquil, si en Sacramento o en Zafra; lo decisivo era el manejo de esta lengua inabarcable, ubérrima, jocunda, trayendo todos sus resonantes mundos con cada palabra. En cuanto el ampararnos bajo La vorágine como bandera, se debe a mi añorado Javier Krahe, quien hará unos tres lustros y pico, me habló de esta descomunal novela. De manera que cuando presentamos la edición —y hasta la editorial— en la Casa de América con el apoyo de la embajada de Colombia, le correspondió leer unas cuantas páginas mientras mi amigo Daniel Salorio envolvía con sonidos de la selva su recitado. Allí estaba, junto a nuestro ángel protector, Diego Hidalgo, Miguel de la Quadra-Salcedo que, en un arrebato de generosidad tan suyo, nos encargó una edición para los chicos de la Ruta Quetzal y hasta se la regaló al rey para que palpase cuán insondables fueron los dominios de sus ancestros, porque La vorágine es, ante todo, un ofuscado viaje a la devoradora selva; en absoluto, a la fantástica de Horacio Quiroga, sino a los intrincados siringales del caucho que exprimían vidas en su laberinto de sudor y mugre. Nunca se había narrado cosa igual: andar apenas unos pasos ignorando si al norte o al sur, o al este o al oeste, porque bajo la trabazón del ramaje, el sol era mero recuerdo y sus innúmeros y fangosos regatos viraban de curso según los aguaceros.

Y el caso es que cuando en 1922 el poeta José Eustasio Rivera emprendió la escritura de La vorágine pretendía, cual el Valle-Inclán de la Sonatas (1902-5), relatar una peripecia de un romanticismo marchito como correspondía a cualquier devoto de Rubén: una pareja de amantes, Arturo Cova —poeta, por supuesto— se fuga de Bogotá con su Alicia, en el trance de ser casada contra su voluntad —faltaría más—, hacia los dilatados llanos. La novela comienza así, bajo un tono que, aspirando a la morbidez modernista, se ve aún lastrado por el poderoso realismo.

Pero he aquí que Rivera se integró en la comisión fijadora de las fronteras entre Colombia y Venezuela, y aun con el Perú y el Brasil, y allí, donde lindan las cuatro repúblicas y el río Negro y el Caquetá buscan torrenciales el Amazonas, se topó, en mitad de la escritura de aquel desventurado idilio, con la destrozante esclavitud de los caucheros. Y la ansiosa huida de Arturo y Alicia dio un vuelco para que brotase entre los barrizales, incontenible como un grito de auxilio, La vorágine. Para poder plasmar cuanto vio, a Rivera ya no le valía patrón literario alguno y tuvo que ingeniarse un nuevo y feraz lenguaje, traza de tantas narraciones posteriores, y de resultado tan inclasificable porque, aun con su factura de novela recompuesta sobre la marcha, La vorágine emergía, con su cuenta desgarrante de crueldades, como una obra maestra que, al poco de su edición, se había elevado a novela nacional en Colombia.

Y es desdicha que al filo de cumplir los cuarenta años y entre la escritura de su segunda novela, La mancha negra (hoy extraviada), Rivera falleciera en un hospital de Nueva York, donde pugnaba por la traducción de La vorágine al inglés mientras discutía enrabiado con aquel Hollywood de melodramones mudos su adaptación fílmica. Una malaria y entre convulsiones de guiñol lo mató un mediodía del uno de diciembre de 1928, tras cuatro malas jornadas de agonía, sin dejarnos más allá de un centón de poemas y La vorágine.

Su cadáver embalsamado fue recibido en Colombia como un santo providencial —¿o acaso no lo era en aquel país, tras un siglo de guerras entre caudillos montunos?—, al que salían pueblos enteros a reverenciar en los embarcaderos y en las estaciones del trayecto hasta su tumba en el Cementerio Central de Bogotá. Y si él calló para siempre; La vorágine, no. Al contrario; aupó la relatoria hispanoamericana a grande, con Los de abajo (1915), de Azuela; La sombra del caudillo (1929), de Guzmán; Las lanzas coloradas (1931), de Úslar; El Señor Presidente (1946), de Asturias; El reino de este mundo (1949), de Carpentier… Un continente entero había comenzado a contarse con voz propia para asombro del mundo, y el español, a desbordarse de sonoridades y personajes de puro pedernal.

De modo que si no la han leído, ¡a qué carajo esperan!

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