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José Bianco
José Bianco

EL ESCRITOR SECRETO – José Bianco (1ª parte)

Por Osvaldo Gallone
miércoles 27 de marzo de 2024, 22:45h

¿Qué es esa figura a la que se suele denominar, con exceso o defecto de pertinencia, escritor secreto, en qué consisten los rasgos que lo configuran y lo velan, la circundante vocinglería que lo sofoca al tiempo que lo confina a un plano subsidiario, discreto, recóndito? Es una recurrencia interrogativa que consiente una variedad de respuestas: un escritor secreto puede ser aquel que elige hurtarse al ingente ditirambo de la autopromoción; quien privilegia sus propios requerimientos por sobre las demandas de un grupo editorial; alguien cuyas obras, aun de excelente factura, quedan relegadas del relumbrón de sucesivas reediciones, del módico placebo de un premio literario o de la provisoria eternidad de una recensión en los suplementos culturales al uso; definiciones todas ellas que no agotan una enumeración que podría ser tan profusa como fastidiosa.

La condición de escritor secreto que estuvo –y aún sigue estando, con honrosas excepciones y discontinuas salvedades- ligada al nombre de José Bianco obedece, alternadamente y en mayor o menor medida, a cada una de las razones expuestas de modo sumario. Sin duda, resulta forzoso estimar la existencia de factores externos y concretos que opacaron (y conspiraron) su labor literaria y la difusión que hubiese merecido. Eximio traductor, llevó el extremo de su pericia a reinventar un título de Henry James (The Turn of Screw) y convertirlo en un sintagma consagrado: Otra vuelta de tuerca. Fue secretario de redacción de la revista Sur entre 1938 y 1961, coincidiendo con los años de esplendor de la publicación, tarea múltiple en la medida en que se ocupaba de la corrección de textos, la elección de los artículos, el vínculo con los autores nacionales y extranjeros… a cambio de una remuneración harto exangüe: en carta a Victoria Ocampo fechada en 1960 e incluida en su imprescindible Epistolario (Eudeba, 2018, pp. 155, 156), Bianco señala: “(…)… no me parece justo, equitativo y razonable, como dicen en el prefacio de la Misa, que cualquier joven entre en un diario o en una editorial ganando de 6.000 a 8.000 $ mensuales y que yo, un viejo, esté desde hace 22 años en Sur habiendo alcanzado 5.600 (menos de lo que gana un cocinero que tiene casa y comida sin contar los extras…(…)”; hasta que en 1961 Bianco decide aceptar la invitación de Cuba para participar como jurado en el Segundo Concurso Literario de Casa de las Américas y Victoria Ocampo publica un editorial (de tono “inconcebible” en palabras de Bianco) en el que desliga a la revista de cualquier relación que se pudiera establecer con el viaje del secretario de redacción a La Habana; es el momento (y el motivo) en el que Bianco presenta su renuncia indeclinable a su cargo en Sur. En sus años como secretario admite que “el trabajo de la revista se hace cada día más absorbente”, ello lo lleva a diferir o posponer la aplicación que solicita y merece su propia labor creativa, y le confiesa, de modo sorprendente y harto injusto para consigo mismo, al ensayista y traductor norteamericano James Irby: “Mi obra literaria es ínfima”. Dos atributos insólitos confluyen en el temperamento de Bianco: el desmedro manifiesto hacia su propia obra y la prodigalidad para estimular y promover la obra ajena, condiciones ambas más que suficientes para desplazarlo del luminoso centro del escenario al margen en penumbras que suelen habitar los partiquinos. Tales tinieblas, como resulta previsible, se trasladan del autor a su obra, la cual aún aguarda una condigna exégesis si bien ya pueden consultarse trabajos de enjundia como La concepción de lo fantástico en José Bianco, de Suh-Ching Li, de la Universidad Complutense de Madrid, Facultad de Filología, tesis escrita en Madrid en 1997 y que se puede hallar on line; o “La topografía de la ambigüedad: Buenos Aires en Borges, Bianco, Bioy Casares”, de María Luisa Bastos (Hispamérica: revista de literatura, número 27, diciembre de 1980, pp. 33-46).

Una mujer inaprensible

Las profusas reflexiones de Henry James a propósito del punto de vista narrativo, añadidas al aura de ambigüedad que orla sus ficciones, son las que influjo más agudo han ejercido sobre la producción narrativa de Bianco. El autor norteamericano eleva el punto de vista al rango de la más fundamental de las categorías narrativas, piedra angular y soporte sobre el que descansa el relato, y lo denomina, indistinta y alternativamente, “reflector central”, “vaso de sensibilidad”, “centro de conciencia”, “espejo de plata”; es el alma del relato en la medida en que, tal como observa Leon Edel en su monumental biografía de Henry James (Vida de Henry James, Grupo Editor Latinoamericano, 1987, 780 páginas), “cada conciencia humana lleva su propia ‘realidad’ y que esto es lo que el arte captura y preserva” (ob. cit., p. 208). Ahora bien, nada indica que esta conciencia ha de ser, por fuerza, clara y distinta; de hecho, hay muchas posibilidades de que, como en la vida, pueda resultar confusa y vacilante puesto que contempla, sorprendida o resignada, la múltiple opacidad del mundo que la rodea; eso que se denomina “la realidad”, y que así la denominamos porque, en palabras de Bianco, “algún nombre hay que darle”, lo que recuerda la definición de Vladimir Nabokov en el post-facio de Lolita: “una pizca de ‘realidad’ (palabra que no significa nada sin comillas)”. En tal sentido y sin salir de la órbita jamesiana, ¿quién puede concluir de modo inequívoco si la joven institutriz de Otra vuelta de tuerca (1898) es una enajenada mental o si los sucesos que refiere se compadecen con la verdad? Y con similar asombro puede el lector inquirir qué conciencia o “espejo de plata” detenta mayor acopio de verdad en Las alas de la paloma (1902), novela que tiene tantos puntos de vista como personajes la habitan. Si cada conciencia individual porta en sí misma su propia e intransferible realidad, pacientemente modelada por percepciones, vislumbres y golpes de intuición, ¿quién podría arrogarse la desatinada potestad de mentar aquello que a ojos vista no existe: la realidad como predicativo conjunto al que todos contemplamos con unánime mirada? Es este carácter opaco, sombrío, velado sobre el que se funda la ambigüedad de las historias de Bianco. Su obra narrativa consta de dos nouvelles (Sombras suele vestir, 1941, y Las ratas, 1943), una novela (La pérdida del reino, 1972), y un conjunto de relatos, publicado en 1932, que el autor jamás quiso reeditar: La pequeña Gyaros (voluntad explícita que, como suele suceder, se ignoró con prolija indiferencia y el libro se volvió a publicar ocho años después de la muerte del autor).

Sombras suele vestir (todas las citas corresponden a la edición de Siglo XXI Argentina Editores, 2da. edición, 1973) se abre con un epígrafe extractado de un soneto de Góngora que reconoce dos títulos: “A un sueño” o “Varia imaginación” (las dos palabras con las que comienza el soneto); Bianco escoge el primero de los dos tercetos: El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado, / sombras suele vestir de bulto bello.

Merece la pena detenerse, aunque sea de modo breve (y, por tanto, harto injusto tratándose de un creador de la estatura del cordobés), en el poema. Su tema es uno de los que informó el Renacimiento (junto, entre otros, con el del Beatus ille… -“dichoso aquel que…”-, del carpe diem –“abraza el día”, Horacio, Odas, 1, 11; tal como la utiliza el poeta latino es un concepto de cuño epicureísta-, del locus amoenus –“lugar idílico, apartado”- y del tempus fugit –“el tiempo que corre”, la expresión proviene de una poesía de Horacio: Épodos; 2, 1) acompañado del retorno al clasicismo griego de la mano de Marsilio Ficino, quien concluyó su famosa traducción latina de Platón en 1482 y a la cual se había abocado desde su infancia impulsado por Cosme de Médicis; tal tema es la vida como representación y/o como sueño. A esta concepción consagrarán sus afanes desde Quevedo hasta Shakespeare y va a conocer su cumbre con La vida es sueño (1635) y El gran teatro del mundo (1655), ambas de Calderón de la Barca, quien al motivo ya clásico le suma el del delito mayor del hombre: haber nacido, motivo que Alfonso Reyes analiza con su acostumbrada penetración en Trazos de historia literaria (Espasa-Calpe, Argentina, 1951, “Un tema de La vida es sueño”, pp. 11 y ss.), y añadir una palabra más a las escritas por Reyes a propósito de cualesquiera materias es, cuanto menos, una irreverencia. Imposible resulta obviar en el soneto gongorino el rango de lenitivos, acaso únicos, que el poeta le concede al sueño, y a la imaginación respecto al diario y laborioso vivir: Varia imaginación, que en mil intentos, / A pesar gastas de tu triste dueño / La dulce munición del blando sueño / Alimentando vanos pensamientos. Si bien es cierto que en su propio desmedro se califica al sueño como blando (frágil, ligero), no lo es menos que nutre vanos pensamientos y que fundamentalmente supone, tal como se lee en el último verso del segundo cuarteto, gloriosa suspensión de mis tormentos. El sueño es un placebo que, como tal, se revela a primera vista como la quintaesencia de la terapéutica: es autor de representaciones (las cuales, merced a su verosimilitud, se erigen como verdades irrefutables) y es capaz de vestir de bulto bello aquello que ya no es sino sombra. Cada una de las instilaciones del soneto gongorino encuentra en el desarrollo y en el desenlace de la nouvelle de Bianco su ajustada y límpida correspondencia.

Dividida en tres capítulos, en el primero de ellos predomina el punto de vista de Jacinta Vélez quien, junto con su madre –la señora de Vélez- y su hermano –Raúl-, viven en un inquilinato de la calle Paso cuya propietaria, doña Carmen, inicia a Jacinta en la prostitución, que ésta ejerce en la casa de citas de María Reinoso. Ya desde un comienzo se señala que Jacinta está nimbada por un halo de “vaga somnolencia que había llegado a convertirse en su estado de ánimo definitivo” (p. 105), le resulta tan apremiante como necesario “perderse en ese mundo infinito y desolado que creaban su madre y Raúl” (p. 108), si bien le fastidia sobremanera la presencia de doña Carmen a su lado: “tenía la sensación de haber eludido su presencia, tal vez para siempre. Había entrado en un ámbito que la encargada del inquilinato no podía franquear” (p. 109), mira, con los ojos entreabiertos, “a sus queridos fantasmas [su hermano Raúl y su madre]” (íd.).

En este primer capítulo de la nouvelle impera el motivo de la mirada, que reconoce dos momentos culminantes. Jacinta juzga que “las cosas, contempladas por su madre, parecían despojarse de todo significado moral o convencional, perdían su veneno” (p. 107); en oposición, los ojos de doña Carmen son “ojos opacos” (p. 110), “dos rejillas complacientes” (íd.). La mirada de la madre de Jacinta es una mirada portadora de aura en los sentidos adorniano y benjaminiano del concepto. “¿No es el aura siempre la huella de lo humano olvidado en la cosa…?” (véase Correspondencia 1928-1940, Theodor W. Adorno-Walter Benjamin, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2021, p. 415); miradas por su madre, las cosas pierden su veneno porque en ellos permanece la huella de lo humano de la que han sido dotadas por quien las ha contemplado; se puede entender, a contrario sensu, que los ojos de doña Carmen le añaden opacidad a aquello que de por sí ya es opaco a la mirada humana: el objeto.

Una tarde, al salir de la casa de citas de María Reinoso, Jacinta advierte, precisamente, los ojos de doña Carmen posados sobre ella (p. 111), y a partir de ese momento deja de concebir el ejercicio de su prostitución como una actividad contingente para empezar a considerarlo como un destino ineluctable: “Abandonó toda aspiración a cambiar de género de vida. Ya no hizo más esfuerzos” (íd.). En ese momento es cuando Jacinta recién experimenta su propia degradación: la miran como a una prostituta; luego, es una prostituta en un sentido esencial y definitivo. Se puede definir el ámbito del género fantástico (a condición de creer que la literatura es susceptible de ser parcelada en géneros, lo cual ya es creer) como aquel en cuyo interior y desarrollo se opera un desplazamiento sustancial: se pasa del como si al es, la identidad concreta ocupa el sitio de la comparación metafórica, lo real se envuelve con el indumento de la apariencia; los otros, la mirada de los otros –trascendiendo holgadamente el género fantástico- constituyen el yo, lo destituyen o lo ratifican, el yo es mirado y adquiere estatuto real o bien es mirado y se disuelve en el intolerable magma de lo invisible o lo abyecto. Como observa Octavio Paz con impecable lucidez en su poema “Piedra de sol”: soy otro cuando soy, los actos míos / son más míos si son también de todos, / para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros, / los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia. Ligada a esta íntima mutación merced a la cual se instala en una condición irrevocable (la de prostituta, lo cual sucede inmediatamente después del fallecimiento de su madre, la señora Vélez, debido a una embolia pulmonar), Jacinta se mira en el espejo y concluye: “Tengo ojos de muerta” (p. 113), se pregunta dónde ha visto una mirada semejante (“¿Dónde había visto una mirada igual? Durante un segundo su memoria giró en el vacío”, íd.), hasta que de pronto lo recuerda: “Era Las dos cortesanas, del Carpaccio” (íd.). Conviene recordar, en principio, una línea del parlamento de Fedra en el Hipólito, de Eurípides: “Por todo lo ancho de la tierra, a todo hombre (…) le llega su hora, cuando el Tiempo le pone delante su espejo” (no es gratuito que en la filmografía bergmaniana, los personajes desnuden y revelen sus íntimas iniquidades o sus módicas miserias cuando, y sólo cuando, se instalan delante de un espejo). Por otra parte, la alusión pictórica bien merece un escueto escolio. Es un óleo y temple sobre tabla pintado entre 1490 y 1495 –aquello que se denomina la “primera época” de Carpaccio- que muestra a un paje y a dos mujeres rodeados de plantas y animales que una interpretación sistemática ha coincidido en juzgar como símbolos de Venus o bien como la típica escenografía de la que solían rodearse las prostitutas en Venecia. Las dos cortesanas exhiben una mirada vacua, inexpresiva, horra de todo esplendor (una mirada como de muerta, en consonancia con los “ojos de muerta” de Jacinta); las dos se hallan en una actitud de espera pasiva, tediosa, que se adivina interminable, y hasta uno de los perros que aparece en escena, que está jugando con una vara que le extiende una de las cortesanas, lleva en sus ojos el signo de un resignado agotamiento, el agotamiento que se deriva no del cansancio feliz del quehacer, sino de la extenuante fatiga del taedium vitae; el cuadro de Carpaccio termina por resulta opresivo a cuenta de la apatía y espera sin esperanza que le transmite al contemplador. Nada cuesta barruntar, con harto margen de acierto, que Jacinta vislumbra que no desentonaría en absoluto en el papel de una tercera cortesana que completara la tela de Carpaccio. No es en modo alguno azaroso que Bianco escoja a este pintor, y no a otro, teniendo en cuenta una preocupación central que recorre su producción narrativa, la de la identidad. En su monografía sobre Carpaccio (Códex, 1965, editada como prólogo al número 24 de la colección “Pinacoteca de los genios”, dedicada a Vittorio Carpaccio), Terisio Pignatti, también autor del ensayo Carpaccio: la Leyenda de Santa Úrsula (hay traducción castellana debida a Albaicin/Sadea editores, 1967), señala la diversidad de nombres que usaba el pintor: Carpaccio, Scarpa, Scarpaza, Scarpazo, Carpathius, entre otros; y para añadirle incógnita al misterio, Pignatti observa en su ensayo Carpaccio: la Leyenda…: “No conocemos ningún retrato [de Carpaccio], a pesar de que en su época tuvo fama también como retratista. Imaginemos que lo complació autorretratarse en alguno de sus personajes y que un día, mirando con atención los innumerables protagonistas de sus obras, tendremos la sorpresa y la emoción de encontrarnos de golpe con su rostro.” Una identidad vacilante, sustraída, deliberadamente subrepticia, como la de los personajes que habitan en la obra de Bianco.

Bernardo Stocker aparece, en principio, como un personaje mínimo, irrelevante, de una estirpe semejante a la que pertenecen los Camilo Canegato, Adalberto Pascumo o Jacinto Amable Palateneo, de Marco Denevi; un borroso y asiduo cliente de Jacinta que, pese a su engañosa futilidad, se convertirá en el centro de conciencia del capítulo II y le dará al relato un giro de ciento ochenta grados: la invitará a Jacinta a convivir con él (“Yo vivo solo. Véngase a vivir conmigo”, p. 115), Jacinta parece callar pero otorga en toda la línea, mutismo del cual se desprende que abandonará el inquilinato de la calle Paso y, en consecuencia, la casa de María Reinoso. En este punto, sería inapropiado soslayar una peculiaridad que Bianco incorpora con infrecuente sutileza en sus relatos y que favorece que los mismos se desarrollen en el plano de la más plena ambigüedad, peculiaridad que en éste resulta harto significativa y en Las ratas, esencial: en los textos de Bianco, el lector infiere, sospecha, deduce en la medida en que nada o muy poco está enunciado de modo manifiesto. En la sosegada estética de Bianco, ajena a proclamas perentorias y resonantes, el lector es, en verdad, un cómplice activo, un coautor, el partícipe necesario que completa y complementa una historia que permanece abierta a múltiples significaciones: todas atendibles y ninguna excluyente.

La ética de Stocker, tal como se desarrolla a lo largo del primer párrafo del capítulo II, se sustenta en un sofisma que, como todo sofisma elaborado, difunde el relumbrón de un axioma irrefutable. Stocker está (o quiere estar) persuadido de que “el dolor verdadero no admite consuelo” (p. 117); siendo así, no existe motivo alguno, ni de orden práctico ni de orden moral, para compadecerse del desconsuelo ajeno en la medida en que si el tal es genuino no hallará bálsamo que lo mitigue; lo cual, por cierto, es una premisa suntuosa bajo la cual se agazapa la más inclemente indiferencia. Pero esa costra de elaborada indiferencia acaba por romperla Jacinta; ya conviviendo ambos, Stocker evoca el pasado en común: “Siempre nos hemos visto en el mismo cuarto. ¿Y la última? Yo te esperé mucho tiempo, media hora, tres cuartos de hora. Nunca llegabas. Creo que mis deseos te hicieron venir. Y ahora mismo creo que mis deseos te vencen, te retienen. Temo que un día desaparezcas, y si te fueras no me quedaría nada de ti, ni una fotografía. ¿Por qué eres tan insensible?” (p. 125). Aquello que se pone de relieve en este diálogo (o simulacro de diálogo: las respuestas de Jacinta oscilan entre la parquedad y el silencio) es exactamente lo opuesto a la indiferencia: la falta; se desea lo que no se tiene, el reclamo de Stocker es de carácter amoroso frente a alguien (Jacinta) que contempla la escena como si nada de cuanto acontece en ella le concerniera: distante, impasible, ausente. Y es, por otra parte, lícito preguntarse de qué magnitud y orden es la resistencia que se le opone a Stocker como para que deba poner en juego todos sus deseos para vencer a Jacinta, para retenerla, para hacerla venir; teniendo en cuenta que, al cabo, no se nos presenta a Jacinta como una contendiente, sino, por el contrario, como una pasiva oquedad que no se defiende, que no objeta, que no se rebela (ni se revela).

Una noche, luego de que ambos han decidido recluir en un sanatorio a Raúl Vélez, aquejado desde siempre por una demencia precoz y claros síntomas de autismo, llega a la casa, invitado a cenar, el socio de Stocker en el próspero despacho que éste ha heredado de su padre y cuya razón social ahora es: “Stocker y Sweitzer” – Agentes Financieros, Sociedad Anónima Bancaria. Julio Sweitzer aguarda a Stocker en la biblioteca de la casa “examinando una reproducción en colores de Las dos cortesanas que habían colocado sobre el escritorio, en un marco de cuero” (p. 128). En algún momento, el narrador ha comunicado, de modo casi oblicuo y aleatorio, que Stocker se había casado joven, enviudó joven, pero que “su mujer todavía habitaba la casa (o mejor dicho el escritorio de la biblioteca) desde un marco de cuero” (p. 120). Imposible no interrogarse acerca de si ello es una adición o un reemplazo: ¿la reproducción de Las cortesanas se agrega al decorado del escritorio de Stocker o bien sustituye, con toda la carga simbólica que ello supone, a la imagen de su malograda mujer? No menor carga simbólica conlleva que sea ése, precisamente ése y no otro, el cuadro elegido porque suscita la sugestiva impresión que Jacinta se ha incorporado definitivamente al cuadro como tercera cortesana, imagen suspendida para siempre en un gesto cristalizado, condenada a los confines de un rectángulo de tela, cautiva de un marco de cuero sin posibilidad de evasión; con lo cual Stocker obtendría algo más que la fotografía de Jacinta que reclama; tendría su pintura. Percepción que se agudiza en el decurso del relato en virtud de que cada vez se torna más notorio que Jacinta encarna el paradigma delicuescente de una ausencia; mientras ambos hombres peroran a propósito de la exegética de las Escrituras, “Jacinta permanecía ajena a todo, vaga, remota, como disuelta en la atmósfera del comedor” (p. 131); pareciera que como al Segismundo de La vida es sueño, el narrador le confiriera a Jacinta dos grados de existencia, uno de los cuales está signado por la incuria, la lasitud, una constante somnolencia. Sólo interviene al final de la cena (y del capítulo) para refutar a Stocker que le transmite a Sweitzer la incredulidad de Jacinta en materia religiosa: “No –dijo Jacinta-, ahora creo” (p. 134), y cavila que “Cristo se había sacrificado por los hombres, por esos hombres que mientras más perfectos, menos se parecían a su Redentor… (…)… Y al margen de aquel rebaño vegetaban otros seres en un estado de misteriosa bienaventuranza, desasidos de la realidad y despreciados por los demás hombres. (…). Eran los únicos, en el mundo, con posibilidades de salvación. (…). Jacinta pensaba en Raúl” (íd.). Para Jacinta, pues, y dentro de los acotados límites de una probable y prometida salvación, Raúl es uno de los pocos que puede abrigar probabilidades de redimirse en compañía de los “desasidos de la realidad y despreciados por los demás hombres”: tales, y no otros, son aquellos que viven su vida a imagen de Cristo: los desheredados, los desasistidos, los necesitados de toda necesidad; aquellos que portan esa marca invisible, pero, a un tiempo, indeleble.

En el capítulo III, donde el punto de vista predominante es el de Sweitzer (recurso que le otorga al relato no sólo un equilibrio formal –los puntos de vista de los tres capítulos se reparten entre los tres personajes-, sino un margen mayor de objetividad: Sweitzer equidista de ambos agonistas), éste recibe una carta en la que su socio le comunica que por problemas de fatiga ha decidido someterse a una prolongada cura de reposo e internarse de modo voluntario en un sanatorio que resulta ser el mismo en el cual está alojado Raúl, el hermano de Jacinta. Sweitzer, sorprendido, lo va a visitar y no tarda en revelarse que la decisión de Stocker fluctúa entre el pretexto y la estrategia: Jacinta lo ha abandonado y le confía a Sweitzer: “Vendrá al sanatorio a ver a su hermano. Lo quiere mucho. El ‘autismo’ de Raúl, como dicen los médicos, no es para ella una tara. Se le antoja un signo de superioridad. Trata de parecerse a él” (p. 141). Todo signo porta, cuanto menos, un sentido doble: aquello que para los demás es una notoria mengua (el autismo), para Jacinta es un signo de superioridad (a partir de lo cual se puede entender que Raúl sea uno de los pocos dignos, en el mundo, con posibilidades de salvación, lo cual lo torna en un elegido, aquel que lleva una marca –análoga a la de Caín o semejante a la circuncisión, entre otros tantas señales distintivas- por la cual se lo reconocerá); un criterio de Jacinta que recuerda vivamente algunas consideraciones de Mircea Eliade en su inapreciable estudio del fenómeno del chamanismo (El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, F.C.E., 1976, 484 páginas), donde señala que el chamán es, fundamentalmente, un psicopompo (del griego psyche: alma y pompós: guía; aquel que tiene la misión de conducir el alma de los difuntos hacia la ultratumba) y añade que en ciertas tribus es indispensable que el elegido tenga cierta predisposición a las enfermedades nerviosas (en especial, crisis histéricas o epilepsia). Existe una evidente correlación entre el chamanismo y la psicopatología: entre los araucanos de Chile, por ejemplo, aquellos que quieren dedicarse al chamanismo “son siempre individuos enfermizos o sensitivos de corazón débil, estómago delicadísimo y propensos a padecer desvanecimientos. Suponen que para ellos es irresistible el llamamiento de la divinidad y que una muerte prematura castigaría inevitablemente su infidelidad o su resistencia” (ob. cit., p. 38). Así, Raúl se configuraría para Jacinta en un mediador entre el Más Allá y el mundo profano, a la manera del daimon griego, que Platón define en Banquete como un ser intermedio entre los mortales y los inmortales, puesto que debía transmitir los asuntos humanos a los dioses y los requerimientos divinos a los hombres: el daimon sería, pues, el encargado de guiar al hombre en el transcurso de su vida y, al cabo, conducirlo al Hades en el momento de su muerte, funciones prácticamente idénticas a las que le están reservadas al psicopompo-chamán.

En el curso de la charla que sostienen en el sanatorio, Stocker le confiesa a Sweitzer que ha tenido un muy vívido sueño en el cual le ha suplicado a Jacinta que se dejara ver; sueño, huelga aclarar, que le confiere a Jacinta una, por lo menos, extraña índole de invisibilidad. A la salida del sanatorio, Sweitzer se tropieza con doña Carmen, la encargada del inquilinato de la calle Paso, quien ha ido a visitar a Raúl, y le ruega que busque a Jacinta y la haga comparecer en el sanatorio para morigerar, aunque más no sea, la melancolía de Stocker ante su brusca desaparición, pero doña Carmen le responde sin sombra de duda: “Jacinta se suicidó el día que murió su madre. Las enterraron juntas” (p. 144) y agrega: “En fin, ahora está muerta. Se tomó un frasco de digital” (p. 145). Todo ello lo ratifica con holgura la alcahueta María Reinoso, quien pormenoriza que la cita previamente concertada entre Jacinta y Stocker (narrada al final del capítulo I como un hecho efectivamente consumado) jamás se concretó pues ese día, precisamente, falleció la madre de Jacinta y ella se suicidó. Por fin, Sweitzer, casi en la piel de un investigador que oscila entre la incredulidad y un atisbo de espanto, interroga a Lucas, el mayordomo de Stocker, quien admite no haber visto jamás a Jacinta (en general, recluida en su habitación), y lo único que atesora de ella es la indeleble estela que el aroma de su piel dejaba en el aire: “Jacinta no tiene ese olor tan desagradable de los blancos. El de ella es diferente. Un olor fresco, a helechos, a lugares sombreados, donde hay un poco de agua estancada, quizá, pero no del todo. Sí, eso es; en la bóveda, cuando vamos al cementerio de los Disidentes, hay el mismo olor” (p. 149).

El relato en su totalidad, pues, se re-significa: en efecto, como percibe Stocker, “Jacinta no sufría” (p. 118), o, para decirlo de modo más riguroso, ya no sufría, velada por una espesa película de indiferencia: la mortaja que envuelve su cuerpo; sus “ojos de muerta” ya no constituyen una metáfora, sino que se ajustan a una descripción; Raúl Vélez tiene raptos de ausencia, pero Jacinta es una ausencia; si Raúl presenta síntomas de autismo, Stocker revela claras manifestaciones de un profundo delirio. Para retomar los motivos del soneto gongorino, todas las representaciones que ha tramado el relato han sido obra del sueño, del delirio, de cierta enajenación que borra las fronteras entre el plano onírico y el real. O no: en una misiva de Bianco fechada en 1970 (Epistolario, ob. cit., pp. 315, 316), respondiendo a una serie de preguntas formuladas por el crítico y traductor norteamericano James Irby, responde con la misma y ejemplar ambigüedad que dimana de la novela: “No sé si Jacinta existe. (…). Por momentos, Jacinta existe; en otros, no.” Como observa con fina ironía Leon Edel en la biografía ya citada (ob. cit., p. 589), a propósito de una de las novelas más complejas de Henry James: “The Ambassadors fue narrada por James en un complejo estilo… Nunca podía uno saberlo todo”.

El rostro en el espejo

En relación a Sombras suele vestir, el trazo de ambigüedad se intensifica en Las ratas (1943; las citas remiten a Siglo XXI Argentina Editores, 2da. edición, 1973) por la emergencia de varios núcleos narrativos que le prestan a la nouvelle un perfil especial y deliberadamente perturbador.

Si bien en el momento de la narración de los acontecimientos ya es un adulto, el centro de conciencia del relato es un joven Delfín Heredia, de catorce años y avanzado estudiante de piano. Julio y Delfín, con una diferencia de edad de una década a favor de Julio, son hijos del mismo padre, Antonio, sobrinos de la tía Isabel, y Delfín es el único hijo del matrimonio legal de sus padres.

La nouvelle comienza con una información sucinta que tendrá amplias ramificaciones y otorgará sustento a las peripecias propias (y, en este caso, acentuadas) de la trama ficcional. “Julio se había suicidado” (p. 13). La narración, de evidente carácter retrospectivo (comienza por el final), será un intento de reconstruir las circunstancias que desembocan en ese suicidio. Los amigos de la familia acuden todas las tardes de visita, advierten que la madre de Delfín y esposa de Antonio se revela locuaz y distendida pese al hecho luctuoso que están sobrellevando, y Delfín imagina que piensan: “Se ve que Julio no era su hijo” (íd.): comentario trivial, imaginado y ligeramente malévolo que, sin embargo, se revelará esencial en el curso de la historia. La primera sombra de duda que se proyecta sobre el suicidio de Julio la enuncia Isabel: “Es un acto que no lo representa” (p. 14): vacilante floración de una suspicacia que acabará por invadir todas las parcelas de la novela, a lo que se añaden las últimas líneas del capítulo I: “En este drama de familia, me imaginaba a mí mismo como un personaje secundario a quien le han confiado funciones de director escénico. Creía ser el único en conocer realmente la pieza. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapaba a los demás” (p.15): nuevamente una trama tejida con los hilos de la insinuación y el sobreentendido, estas líneas dan cuenta de la envergadura sustantiva que reviste en la narrativa del autor el dato velado: no omite, por supuesto, lo fundamental, lo cual no equivale a ponerlo de manifiesto; lo fundamental narrativo (o el hecho central del relato, o el punto de fuga donde convergen todas las líneas de la historia teniendo en cuenta que existen tantos puntos de fuga como historias posibles; en este aspecto, el punto de fuga se constituiría en el complemento inevitable y necesario del centro de conciencia jamesiano) se torna, para Bianco, en un valor inestimable que debe ser rodeado, intuido, asediado en beneficio de la alusión sesgada en el desarrollo y de la revelación indirecta en el epílogo.

El padre, Antonio, ha despuntado, en sus tiempos, un marcado gusto por la pintura, afición de la que sólo ha sobrevivido un autorretrato que se halla colgado frente al piano donde Delfín se ejercita en la ejecución; pero ese autorretrato tiene “la cara tensa y bruñida del modelo que no es sino Julio” (p. 29). Se comienza a desarrollar en las postrimerías de este capítulo III aquello que ya se anticipaba en el decurso del capítulo anterior y que es uno de los temas más caros a la narrativa del autor: la identidad, materia cuya característica más inquietante es la de revelarse lábil, resbaladiza, vacilante: un autorretrato que lejos de asemejarse al pintor delinea la cara de otro, un otro que ni siquiera había nacido cuando sus rasgos fueron oscuramente prenunciados sobre el lienzo, de modo tal que el carácter equívoco de la identidad no sólo se restringe a los límites de la imagen que nos devuelve el espejo y a la que por indolencia o hábito denominamos yo, sino que se extiende en el tiempo: atrasa o adelanta como un reloj mal calibrado y prefigura una fisonomía que aún no es propia pero que ya, de algún y enigmático modo, nos está destinada (como se verá más adelante, con sus semejanzas y divergencias, es el mecanismo narrativo que implementará Bianco en La pérdida del reino: esa presunta autobiografía que el lector tiene ante sus ojos, ¿es la del narrador o la de Rufino Velázquez, quien le encargó que la escribiera en su lugar?, ¿hay dos voces narrativas o una que se superpone a la otra y la sofoca?, ¿esa escritura se sustenta sobre la ruina de recuerdos propios, ajenos o apropiados?). Los personajes, pues, tantean con pie inseguro la superficie de una realidad que nunca es uniforme (cada conciencia porta la suya propia, intransferible por definición) y pronuncian yo adivinando que nada les es tan ajeno como ese pronombre de corto alcance y pasible de inexplicables repliegues sobre la sinuosa línea del tiempo: desmedrado escenario y tragicómica representación, Delfín fusiona su personalidad con la de Julio (trasunto paterno en virtud de los diez años de edad que lo separan de Delfín) confundido en una semejanza que otorga a la comunidad de rasgos una importancia tal que habilita para abolir las peculiaridades. De hecho, a partir del capítulo IV (pp. 35 y ss.) y con motivo de encontrar “en los ojos de Julio ese fulgor de simpatía que sólo iluminaba su rostro cuando hablaba con mi madre”, Delfín comienza a dialogar con el retrato de Julio (es la curiosa añagaza a la que recurre Delfín para acceder a su hermano; por las tardes, Julio trabaja en un instituto de investigaciones bioquímicas y por las mañanas, en su propio laboratorio, instalado en la casa: coto vedado para el resto de la familia y decorado, con gótico talante, por los cráneos de ratas con las que experimenta); la fluidez del diálogo con el retrato se disuelve en mutismo en cuanto los hermanos están frente a frente, a las horas de la comida, por ejemplo. El temperamento de Julio se adivina circunspecto, sentencioso, introvertido en el contexto de una imbricación que remite a la estructura de las cajas chinas o muñecas rusas: Julio se halla amurallado en su mutismo, recluido en su laboratorio, donde están encerradas las ratas en sus jaulas; Delfín queda cautivo de sus bochornosos desplantes de adolescente, enajenado en su música, confinado en su alteridad y sometido a una particular embriaguez merced a la cual mantiene diálogos con una tela inanimada: la disposición de un panal narrativo donde las abejas sólo comparten las paredes en común de cada una de sus celdillas.

El único personaje que se yergue en impertérrita estatura es la tía Isabel, como si el sordo encono que mantiene con el mundo la preservara de mengua y menoscabo; es una mujer, como la define el Delfín que escribe estas memorias, tan excesivamente (siempre a un paso de la caricatura) imparcial que, en el fondo de su propia ratio, no comparte siquiera sus impresiones personales: “(…)… así se explica que impusiera su opinión una mujer en cierto sentido tan ecuánime, pues llevaba la independencia de criterio al extremo de no compartir, en el fondo, sus propias opiniones” (pp. 21, 22). En su inteligente y bien documentada “Introducción” a los Prefacios a la edición de Nueva York, de Henry James (Santiago Arcos editor, Buenos Aires, 2003, 311 páginas), Milita Molina señala “las escenas de la devoración de un carácter propio por otro, que ése es el gran tema de Henry James” (ob. cit., p. 30); tal, el personaje de Isabel: ávida, insatisfecha, voraz.

En el capítulo IV (pp. 31 y ss.), y se reitera en el capítulo X (pp. 69 y ss.), se desarrolla, en la práctica y no en la fatigosa y cargante teoría, aquello que se puede calificar, apelando a un clásico título de Henry James también traducido por Bianco, La lección del maestro. La verosimilitud narrativa es hija dilecta –y, tal vez, única- de la más tenaz investigación, la cual, a su vez, confiere al narrador la soltura necesaria para urdir esa trama de detalles sobre la que se sustenta la ficción. En esas páginas, y puesto en la piel de Delfín Heredia, Bianco escribe con la solidez de un eximio ejecutante de piano que puede hablar con la autoridad que le otorga la empiria de acentos, melodías, fortísimos y notas dobles como si fuera en verdad un avezado pianista.

Una noche, en el transcurso de la cena familiar, a las que se suele sumar Claudio Núñez, el profesor de piano de Delfín, se ponderan en términos generales las aptitudes que supo tener Antonio Heredia para la pintura, éste no sólo las niega, sino que confiesa que incluso la contemplación de sus propias obras le produce “un malestar casi físico” (p. 47), y más adelante propone una singular teoría a propósito de las controvertidas relaciones entre el artista y la sociedad que va a encontrar su palmaria ratificación en el desenlace de la novela siempre y cuando se entienda que el concepto “obra de arte” no se restringe a un cuadro, a una novela o a una sonata, sino que también se puede extender al intrincado diseño de gestos, designios y cavilaciones que rumia un sujeto en pos del objetivo de su vindicta: “Sí, ya sabemos. No conviene apartarse de los demás, aislarse. Pero en las sociedades burguesas, el artista ha perdido toda función y tiene que aislarse necesariamente. Quizá la obra de arte sea una venganza del individuo aislado” (p. 49). Téngase en cuenta que en la novela hay dos individuos cuyo quehacer e idiosincrasia responden de modo inconcuso al concepto de aislamiento: los dos hermanos Heredia: Delfín, como ya se señaló, recluso en su música, en los desajustes inherentes a su adolescencia y en las solicitaciones reluctantes que mal conviven en cada sujeto: “la razón y la pasión, el espíritu y la carne, el deber y los instintos, tantas leyes opuestas y elementos irreconciliables que aún coexisten dentro de mí” (p. 41); y Julio, recluido en su laboratorio y abocado a sus experimentos con las ratas no ya como un mero científico, sino en calidad de orfebre, artista que acaba por relacionarse de manera más fluida con la materia de su obra que con cuanto lo rodea.

Cecilia Guzmán es el personaje disruptivo que se incorpora a la trama a partir del capítulo VII; primero se aloja en casa de María Alberti, una señora italiana amiga de Isabel, y luego recala en casa de los Heredia, y aquí, y especialmente en relación a Cecilia, aflora el narrador jamesiano: aquel que vacila en sus aseveraciones porque cada reminiscencia surge del venero del olvido: de lo que le fue dicho, de lo que ya es fragmento y astilla, de lo que sintió pero que ya no siente. En el último párrafo del capítulo, Cecilia ensaya un remedo de strip-tease enteramente dedicado a Delfín en una escena signada por un doble voyeurismo: Cecilia percibe la presencia de Delfín por el espejo mientras él la observa como si la estuviera “mirando por el ojo de la cerradura” (p. 56) hasta que, al cabo, acaba por huir. Delfín no tarda en reconocer que Cecilia fue “mi primer amor” (p. 60). Pero, ¿quién es Cecilia?: las perspectivas que al respecto alientan Delfín y Julio no son encontradas o, al menos, complementarias, sino diametralmente opuestas: mientras que para Delfín es su primer incentivo vinculado a la fascinación por el sexo opuesto, para Julio, en principio, “es un personaje sin consistencia” (p. 60) que, a mayor abundamiento, “tiene sobre tu piano una influencia desfavorable. Tocas menos bien cuando piensas en ella” (p. 61), le advierte, desde el lienzo, Julio a Delfín.

Pero en Las ratas, como se puede observar en el día a día a poco que se preste un poco de atención, la correspondencia entre las palabras y los actos es frágil, endeble, quebradiza. Cecilia Guzmán canta, es una gran cantante, en cada una de sus interpretaciones sobresale “la calidad sigilosa de su voz” (p. 70: un impecable hallazgo estilístico de Bianco que se hamaca entre la paradoja del oxímoron y la discrepancia de la antítesis) y ameniza con su canto las tertulias nocturnas de los Heredia entonando piezas de carácter clásico acompañada por el maestro Claudio Núñez al piano. Todos dan por sentado el desinterés de Julio por la música y, sin embargo, cuando Cecilia canta se suma a la reunión resignando cualquier salida o la clausura en su laboratorio. ¿Quién es este inesperado Julio?: “no me refiero [aclara Delfín buscando en vano el atisbo de una respuesta] al verdadero Julio que me ofrecía todas las tardes, desde un marco grisáceo, el estímulo heroico de su amistad” (p. 71). Es de advertir, en primer lugar y a propósito del carácter problemático de las identidades en la narrativa de Bianco, que para Delfín el “verdadero” Julio no es el de carne y hueso, el que apenas le dirige la palabra, el que dispone que no ingrese en su laboratorio, sino el del retrato, al que se le pueden adjudicar una suma de atributos superlativos que el real no posee (el error de proporciones en el que incurre el joven Delfín es suponer el altruismo de Julio y, merced al mismo, conjeturar que los deseos de Julio se supeditan a los de él, cuando, en rigor, Julio antepone sus propios deseos a los de cualquiera). Con el transcurso de las noches, Cecilia va degradando su repertorio desde los clásicos italianos y los románticos alemanes hasta pedestres piezas de café-concert que, en opinión de Delfín, dimanan una vulgaridad y un mal gusto que “se introducían subrepticiamente en nuestra casa y parecían distribuirse como sombras, pérfidas, equívocas, sobre la blanca superficie del mantel” (p. 71). Habida cuenta de la incompetencia musical de Julio, Cecilia desciende a su nivel de comprensión: es un acto de amor cuyas consecuencias son ominosas, inunda la casa de los Heredia de “emanaciones de café-concert” (íd.) como si para esa familia el hálito del amor no pudiera insuflar en el aire más que la pestilencia de los detritus, de los restos, de los desechos. En el preciso momento en que se corroboran las relaciones furtivas entre Cecilia y Julio se consuma la más acabada fusión entre Delfín y Julio: a Delfín le parece que ambos son “una sola presencia humana avanzando entre las cálidas corrientes de la noche” (p. 82); por la noche lo conducen “los gestos, las palabras de Julio. Y yo me asociaba a sus gestos, a sus palabras” (íd.); reconoce que “mi apariencia física empezó a molestarme como si fuera un disfraz” (íd.) en tanto que, obviamente y a sus ojos, la semblanza genuina, la que le correspondería, la que responde a la turbulencia de su deseo es la de Julio; no en vano logra prescindir del espejo (“aprendí a peinarme y pude hacerme correctamente el nudo de la corbata sin ayuda del espejo”, íd.): ha encontrado otro espejo que le devuelve su imagen verdadera a condición de que “verdadera” se entienda como “deseada”: el retrato de Julio. En el viaje en tren a la quinta que posee Isabel en la localidad de Las Flores (capítulo XIII), alejado de Julio y de Cecilia, experimenta la necesidad de ratificarse y observa su reflejo en la ventanilla del vagón-comedor del tren: “Entonces, armándome de valor, resolví mirarme a la cara. Soy Delfín Heredia, pensé. No lo puedo negar” (p. 90): es un acto agónico de coraje y de reconocimiento análogo a la anagnórisis de la tragedia griega.

Y si en Las ratas la ambigüedad se acentúa y el amor naufraga en el cenagal de la interdicción es porque en el núcleo de la trama no sólo se disuelven las identidades, sino que también irrumpe con todo su vigor el ancestral motivo del incesto: la relación entre la madre de Delfín y Julio. Hasta para el lector menos avisado no puede dejar de ser significativo que a lo largo de toda la narración de los hechos, y a diferencia de los demás personajes que en ellos intervienen aun de manera indirecta, Delfín jamás nombre a su madre salvo como “mi madre”. Una omisión deliberada que se explica a partir del momento de inflexión en el que atisba en la quinta de Las Flores un encuentro tan solapado como inequívoco entre su madre y Julio delineado por Bianco, como es natural, con los tonos amortiguados de la sutileza y el circunloquio (“En el extremo de la galería me sorprendió una especie de cascada de agua muy blanca que saltaba por los cristales abiertos y corría por el suelo. Era el batón de puntillas de mi madre”, p. 91). Esa madre constituye lo innombrable por antonomasia: se alude a su función, pero no se puede nombrar su nombre entre otros motivos porque, en el centro de su identificación con Julio, Delfín no puede dejar de percibir que su hermano ha puesto en acto su más arraigada fantasía edípica: se ha acostado con su madre. No es gratuito que luego de todo ello lo mueva “un deseo imperioso de mortificación, de expiación” (p. 95): ha deseado a la mujer de su hermanastro (Cecilia Guzmán), ha visto concretada su propia fantasía edípica en la persona de Julio, cultiva con sostenido entusiasmo el ejercicio del voyeurismo, sabe pero no comunica, lo cual reenvía a las líneas finales y ya citadas del capítulo I: “En ese drama de familia, me imaginaba a mí mismo como un personaje secundario a quien le han confiado funciones de director escénico. Creía ser el único en conocer realmente la pieza. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapaba a los demás” (p. 15). Tal como lo recuerda la madre de Delfín (cap. II, pp. 21 y ss.), Julio se ha criado solo, deambulando por distintos internados, recluido en su propio ensimismamiento; si todo ello puede ser atribuido (como lo es) a la responsabilidad o indiferencia de Antonio, su padre, la represalia de Julio responde a la definición ya citada de su padre respecto a la obra de arte: “una venganza del individuo aislado” (p. 49). Y, por cierto, las relaciones entre la madre de Delfín y Julio remiten a las primeras líneas de la novela, en las cuales Delfín presume que las visitas pensarían de su madre: “Se ve que Julio no era su hijo”, pero en la necesaria re-significación a la que conduce todo texto de Bianco, la frase comporta otro sentido: se advierte que “no era su hijo” no debido a la frívola o aparente locuacidad de la que hace gala frente a las visitas, sino por aquello que Delfín, minucioso director de escena, sabe y que el resto ignora: el amor prohibido, pasional y, al cabo, malogrado y trágico entre madrastra e hijastro. La madre de Delfín, en principio, acepta a Julio como si fuera su hijo hasta que el voluntarioso artificio se desvanece a favor del ingobernable primado del deseo. Resulta ejemplar en cuanto al decurso de la trama, hacia el final de la novela, el diminuendo (o crescendo, según se desee interpretar) de los atributos que definen a Julio a ojos de Delfín: de estar dotado de “grandeza de alma, penetración, entusiasmo, energía” (p. 71) pasa a ser alguien “sudado (…), ligeramente obeso, repugnante” (p. 96). Escondido en el laboratorio de Julio, Delfín es testigo de la escena de ruptura entre su madre y su hermanastro, durante la cual subsiste para Delfín el fenómeno de indisoluble fusión con Julio que está fundado, sin duda, en la realización vicaria de su propio deseo: la voz de Julio suena a los oídos de Delfín como “más que nunca mi propia voz” (p. 100) y aquello que responde Julio son “las únicas palabras que yo hubiera pronunciado en su lugar” (p. 101). La madre se marcha, Julio se está preparando un refresco, lo descubre a Delfín, lo golpea y lo echa del laboratorio. Sobreviene la línea final de la novela: “Se había envenenado con una solución de aconitina al diez por ciento.” Una lectura posible, irreprochablemente correcta y apegada a la textualidad de la nouvelle concluiría que, en efecto, se suicidó; otra lectura, no menos ponderable, pero más atenta a las entrelíneas de las alusiones, no dudaría en calificar la muerte de Julio como un envenenamiento merced al cual muere entre estertores, como si fuera una rata, una de esas ratas a las que él mismo le aplica ciertas y calculadas dosis de aconitina al diez por ciento. Esta segunda lectura, probablemente más atinada, tropezaría, sin embargo, con la dificultad primordial del enigma: ¿quién?, pregunta para la cual sólo cabría una respuesta tan lábil y equívoca como las deslumbrantes ficciones que gustaba imaginar Bianco: una mano.

Reste añadir que la novela conoció en 1963 una laudable versión cinematográfica (con las inevitables distorsiones que la página escrita sacrifica en el altar de la cinematografía) dirigida por Luis Saslavsky y con excelentes interpretaciones de Aurora Batista, Juan José Miguez, Alfredo Alcón y Bárbaro Mujica, entre otros.

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