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Sorolla pintando a su mujer, Clotilde
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Sorolla pintando a su mujer, Clotilde

Un verano aciago

lunes 07 de agosto de 2023, 08:07h
Aun a riesgo de que estos artículos, con tanto conmemorar decesos célebres, parecieran una sucesión de pomposas necrológicas, me había propuesto recordarles que el próximo jueves se cumplirán cien años de aquel viernes cuando, dadas ya las diez de la noche, moría en Cercedilla Joaquín Sorolla Bastida.

En efecto; mi intención era homenajear a este colosal pintor —el más veraz legatario de Velázquez y de Goya; observen de cerca y con detenimiento sus retratos y descubrirán el porqué—; además, entristecido al saber que sus tres últimos años debieron de ser un calvario por su apoplejía —eso que ahora llamamos ictus—; truculento revés que lo imposibilitó para su fascinante tarea: plasmar la sensual fugacidad de la vida sobre una tela o un cartón. Si bien, sus estampas de la realidad no fueron siempre semejantes; pues si comenzó orientado por su amigo y maestro Pinazo pintando retumbadores episodios históricos, pronto se ocupó de escenas de “denuncia social”, siguiendo la traza de Jules Bastien-Lepage, convencido de que, por el imperante naturalismo zoliano de la época, le reportarían mayor reconocimiento; y acertó: obtuvo en 1892 la primera medalla en la Exposición Nacional con ¡Otra Margarita!, y de nuevo, en 1895, con ¡... y aún dicen que el pescado es caro!; para abandonar estos patéticos motivos tras el sufrimiento que le produjo la ejecución de Triste herencia (1899). A partir de ahí, Sorolla se volcará en algo más difícil por efímero, por cotidiano o por, si prefieren, anodino: ese instante de jubiloso bullicio que sucede a nuestro alrededor sin que apenas lo percibamos, y con tan deslumbrante acierto que sus grandes óleos, e incluso sus acuarelas, se las atribuimos al primer golpe de vista sin dudar, y con mayor certeza si se ubican en una playa donde el oleaje salpica jovial la tamizada luz del ocaso.

Tal vez por eso, porque Sorolla nos resulte tan familiar y conocido, a menudo lo trasponemos, como si su depurada y eficacísima pincelada fuera sencilla, cuando es hija de una incesante indagación sobre cuánto el ojo es capaz de captar sobre un instante espontáneo, venturoso, irrepetible; o quizá nuestro despego se deba a que su madurez artística —hacia 1909— coincida exactamente con la eclosión de las primeras vanguardias —sin ir más lejos, con el cubismo y el futurismo—, y a que estas hayan sublevado con su luminoso birlibirloque nuestra exigencia por demandar al arte lo imprevisto, y en Sorolla, ese suceso —lo inesperado— no se exhibe en la composición de la escena sino en la vigorosa urdimbre de su quehacer; al punto que cuando se está muy cerca de sus más consumadas obras, se descubre todo el ímpetu vitalista de los vanguardismos en sus trazos; es más, la crítica no sabiendo cómo clasificar su genuina técnica porque de todos los movimientos escapaba, debieron buscarle un ismo menor y sin seguidores en España: el luminismo. ¡Qué más se puede decir de un artista cuya singularidad es tanta que no había forma de definirlo!

Pero las variadas y magníficas exposiciones y la mucha información que les han proporcionado los diarios y sus suplementos con motivo de este centenario me contenían, muy consciente de que poco más añadiría a cuánto hubiesen contemplado o leído ya sobre Joaquín Sorolla y su obra.

Sí; dudaba en dedicarle estas dos páginas a Sorolla cuando de pronto me topé con las imágenes de los incendios en Corfú y me sobrecogió una punzada amarga, muy amarga. Pues sospecho que quién no ha conocido Corfú —o al menos, aquel Corfú— no ha transitado el paraíso; con sus insólitos bosques de cipreses, sus caminos frondosos bordeando los acantilados, sus garzas mitológicas sobre la albufera de Korissia o aquel caballo a galope desbocado que me precedió cientos de metros sobre la carretera como una aparición espectral, indómita, fulgurante. Y claro, las cenas en la cosmopolita terraza del Rex o en aquel otro chisconcillo, frente a una sorprendente, por raquítica, puerta, cuyas embutidas jambas pertenecieron a quien sabe qué remoto y majestuoso templo y, por supuesto, Kate, una neoyorkina que conocí en una parada de autobús para matarnos de la risa entre los apretujones de simpáticos estudiantes, por las últimas tabernas; preludio de nuestros afanes de amor bajo la angostura nocturna de sus palacios venecianos. Y ahora, ante estas devastadoras fotografías, presiento que se ha quemado también un trozo jubiloso de mi biografía; qué tristeza, ¿verdad?

Entre tanto, un calor aplastante y España en vilo; ¿acaso nos hemos merecido estar en manos de una tropa de gañanes que solo pretenden nuestra destrucción para satisfacer no se sabe ya qué antigua y purulenta venganza? Por lo pronto, se adivina una oprobiosa discriminación —la presenten con el desenvuelto gracejo con el que quieran presentarla— entre españoles de primera, de segunda y quién sabe si hasta de tercera; ¡será posible que el sueño de libertad, justicia e igualdad, emanado de las Cortes de 1812, no hayamos sido capaces de mantenerlo ni tan siquiera unas cuantas décadas! ¡Qué desdicha!

Solo algo me ha alegrado: mi primo Vicente Valero-Costa ha publicado una nueva aventura de su querida Celia Blum, El secreto de Arquímedes (2023); esta vez a propósito de la llegada de una esfera prodigiosa de aquel gran ingeniero heleno a la corte de los Austrias e incluso de su celoso ocultamiento posterior y de sus ansiosos perseguidores. Ya ven, cuánto y diverso nos proporciona Grecia; y algunos aún pretenden borrar su lengua del Bachillerato.

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9788419653109
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