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Luis Benítez
Luis Benítez

LUIS BENÍTEZ: UNA POÉTICA DE LA INDAGACIÓN

Por Osvaldo Gallone
viernes 01 de septiembre de 2023, 00:55h

“Se conoce mucho acerca de la relación entre filosofía y poesía. Pero no sabemos nada del diálogo entre el poeta y el pensador…”

Martin Heidegger, ¿Qué es metafísica?

FILOSOFÍA Y POESÍA

Suponer que la obra de Luis Benítez redunda en una poética de la indagación supone, cuanto menos, entender el poema (la escritura del poema en términos particulares y la escritura en términos abarcativos) como un vehículo de conocimiento y situarlo en pie de igualdad con el ejercicio especulativo por excelencia: la reflexión filosófica. El connubio entre filosofía y poesía reconoce una historia que, en ocasiones, decantó en una feliz convivencia y, las más de las veces, estuvo erizada de controversias.

Es fama y de conocimiento unánime que la Antigüedad, casi sin excepciones, consideró a los poetas como sabios y maestros (huelga mencionar aquí el ejemplo de Homero, o del grupo de bardos que condensamos y subsumimos bajo el nombre de Homero). Pero cuando apacentaba los rebaños de su padre en el Helicón, las Musas ungieron a Hesíodo como poeta y le comunicaron: “’Sabemos decir muchas mentiras con apariencia de verdades; y sabemos, cuando queremos, proclamar la verdad.’ Así dijeron las hijas bienhabladas del poderoso Zeus. Y me dieron un cetro después de cortar una rama de florido laurel” (Teogonía, “Musas Heliconíadas”): es, por cierto, la rebelión del logos contra el mythos (en el sentido etimológico de “cuento”, “relato”) y también, y por extensión, contra la poesía. Tal como discurre Winckelmann: “La Ilíada llegó a ser manual de doctrina para reyes y gobernantes, y la Odisea desempeñó la misma función en la vida doméstica. (…). Homero transformó en cuadros vivos y perceptibles las especulaciones filosóficas sobre las pasiones humanas; dio a sus ideas un cuerpo, y lo animó con maravillosas imágenes” (citado en Literatura europea y Edad Media latina, Ernst Robert Curtius, F:C.E., segunda reimpresión, 1998, tomo I, p 293). Con todo, se puede pensar que en el centro de la disputa se yergue una reflexión medular del propio Curtius: si bien a partir de allí la filosofía se quedará con la última palabra, ello sucede “porque la poesía no responde: tiene su propia sabiduría” (ob. cit., p. 292). Parece fuera de razonable discusión que este saber que le es propio a la poesía se manifiesta bajo la forma de las alegorías, de las metáforas, de los tropos que constituyen una retórica, lo cual también corresponde punto por punto con una característica singular de la cosmovisión helénica que ha llegado hasta nuestros días recorriendo un vasto itinerario que parte desde los oráculos y llega hasta los chamanes (“psicopompos” en definición del rumano Mircea Eliade en su notable El chamanismo: seres a los que se les reserva el papel de conducir las almas de los difuntos hacia la ultratumba): los dioses se manifiestan bajo las formas del enigma y del misterio; le cabe a los poetas la labor de traducirlas, por ello se los supo honrar con el título de sophista o sophus: sabios. No en vano, en su Epístola VIII, Séneca exclamará: “¡Cuántos poetas dicen cosas que también han dicho o deberían decir los filósofos!” La línea divisoria, como se advierte, puede difuminarse hasta la desaparición o la fecunda confluencia.

En el curso del siglo XIII y comienzos del XIV, la poesía ocupará el sitio de una segunda teología (las parábolas de Cristo pueden ser leídas como una forma cercana a la poética); por tanto, filosofía, poesía y teología abrevan de un venero común. Tal hipótesis no resulta, en modo alguno, novedosa; ya Aristóteles, como condigno colofón de un desarrollo a propósito de la génesis de la cultura, afirmará en su Metafísica que “también el amigo de la ciencia lo es, en cierta manera, de los mitos” (Metafísica, Libro Primero A, 980a-993a). Bajo la advocación de la fórmula et cum hoc (“y al mismo tiempo”), en una epístola enviada a Can Grande hacia 1319, Dante enlaza los dos planos de su Comedia: “mi obra contiene poesía y al mismo tiempo filosofía”, con lo cual reivindica para su poema una función de orden especulativo que parecía reservada a la filosofía. En la misma línea de ideas, Petrarca le escribe a su hermano Gerardo: “La poesía no está de ningún modo en pugna con la teología… Casi podría decir que la teología es una poesía que viene de Dios. (…)… por eso leemos en Aristóteles… que los poetas fueron los primeros ‘teologizantes’”. Y en Fronteras de la poesía (La Espiga de Oro, Buenos Aires, 1945), Jacques Maritain señalará: “La poesía es teología, afirma Boccaccio… El término adecuado sería quizá ‘ontología’, porque la poesía tiene su meta principal en las raíces del conocimiento del ser.”

Señala Ernst Robert Curtius: “Para escribir poesía se necesita la intervención de las Musas; a veces también de Ninfas, Faunos y otras divinidades naturales, porque, según decían los antiguos, el mejor lugar para escribir poesía son los bosques” (ob. cit, p. 296). La observación de Curtius conduce por derecha vía a una sentencia latina que ha suscitado a lo largo de los años un significativo número de interpretaciones: lucus a non lucendo; en principio y literalmente: “una selva que no se ve”. Pero sabido es de sobra que el recurso a la crasa literalidad es una de las peores alternativas para la traducción. Otro modo de acceder al sentido de la locución latina es pensar que el lucus (la abigarrada arboleda) impide a los rayos del sol resplandecer (lucere), penetrar en su ramaje. Originalmente, el término lucus no sólo aludía a un “ramaje abigarrado” o, de modo más explícito, a un “bosque”, sino a un “claro en el bosque”; la locución, por tanto, evocaría a las luces que se encendían en un claro del bosque en el curso de las prácticas religiosas de los paganos; un bosque, entonces, que rebasaría su condición elemental para convertirse en otra cosa: un bosque sagrado, un espacio libre, el lugar más luminoso dentro de un bosque espeso. De esta manera, pues, puede ser comprendido en principio el lugar de residencia de los poetas: habitantes del claro más luminoso que se encuentra en un bosque espeso, en un bosque frondoso, en la selva abigarrada de lo real.

Pertinente es preguntarse, a partir de lo ya enunciado, a qué dioses ilumina, desde su particular lucus, la poesía de Luis Benítez. Es un tema harto frecuentado por el autor ya desde su segundo libro, M/BMP, en el poema titulado “Sobre Tenochtitlán los antiguos dioses toltecas del viento, la lluvia y la muerte, esperan la llegada de Hernán Cortés, abogado de Cáceres”, uno de cuyos versos afirma: “Los dioses esperan su muerte de inmortales: / Un mundo debe concluir, entero, para que ellos / expiren su exacta dignidad de las gargantas”. En GEC, en “El poema de hierro” se lee: “(…) paciente humanidad, que no ve, que no oye, / sólo conversa con las cenizas de sus dioses muertos”. En F, el poema “Veo a los soldados de la noche” concluye diciendo: “Jamás decae, no cesa nunca el décimo círculo / que te cierra el alivio del infierno: / los dioses que traicionas no existen ni perdonan.” En NSDE, en la segunda parte del poema “la vejez de arjuna”, se reflexiona: “un dios de roca que no habla / cómo podría hablar un pariente de las piedras / que pisamos por la calle / entonces quien me habló tiene la estatura / de mi sombra es mi sombra”, y el poema se cierra con los siguientes versos: “esto es un hombre hölderlin / (vos lo dijiste primero) / un dios que está en la ruina.” Estos son los dioses bajo cuyo exiguo auxilio se sitúa la poesía de Benítez: dioses inexistentes o, aún peor, mortales, desposeídos de un atributo que le es inherente a un dios: la inmortalidad. ¿Qué es un dios?: la sombra de un hombre. ¿Y un hombre?: un dios en ruinas. Los dioses serán, en el mejor de los casos y para tomar la expresión de Emil Cioran, aciagos demiurgos: inexpertos, falibles, improvisados; y los hombres, no más que creaturas destinadas a la desventura, moldeados en la arcilla de la insensatez.

En tal paisaje de dioses impotentes y creaturas desdichadas, la única indagación posible es la que se suele llevar a cabo –tenaz, obsesiva, vanamente- en el marco del absurdo: la busca del (de un) sentido.

Entre tantos otros autores –cuya prolija enumeración resultaría tan extensa como tediosa-, en su temprana Teoría de la novela (Ediciones Godot, Buenos Aires, 2010), György Lukács abunda en torno del tema. El teórico húngaro plantea con lucidez que en el mundo del pensamiento griego “la metafísica anticipa toda estética” (ob. cit., p. 26); luego, pues, cuando la metafísica cae por su propio peso o por el agotamiento de sus alcances (cf. Nietzsche), la estética ya no es anticipada, sino que sobrevive en estado de desamparo, despojada de una superestructura que la anuncie al tiempo que la realiza; por tanto, está obligada a reinventarse a partir de la desintegración. Enuncia Lukács: “(…)… ser hombre en el nuevo mundo es sinónimo de soledad” (ob. cit., p. 28); los motivos del aserto son evidentes: los dioses han enmudecido, muerto, o se han retirado; la metafísica ha caído desde su sitial de antiguo privilegio; y el sentido se ha hurtado a la mirada y mora en algún recodo de la enmarañada selva de lo real. Parafraseando a Sartre, se podría pensar que, en efecto, aquello que hay que asumir en su entero desasosiego es que la existencia no tiene sentido y que la denodada –aunque destinada al malogro- tarea del sujeto es encontrarlo en el plano del quehacer (sólo así se comprende que el Sísifo camusiano esboce una sonrisa a despecho de su condena: “El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”, concluye el texto de Camus). La condición previa no sólo de la existencia, sino la del ser consciente del arte es la inadecuación y la desintegración del mundo, introduce en un mundo fragmentario el mundo de las formas. Por tanto, Lukács pone de resalto una paradoja cuya lógica interna es incontestable: “la falta de sentido se hace forma como sinsentido” (ob. cit., p. 44; el destacado pertenece al original); lo cual no puede dejar de remitir al célebre concepto de Emmanuel Lévinas: una universal ausencia es, a su vez, una presencia, una presencia absolutamente inevitable (cf. De la existencia al existente). Resulta claro que no hay en la afirmación de Lukács la emergencia de una dialéctica entre sentido y falta de sentido que pudiera desembocar en una síntesis de afán totalizador, sino que allí se yergue el sinsentido como una de las posibilidades más ciertas del sentido. A un mundo desintegrado le corresponde un sujeto fragmentario; alcanzar la totalidad de lo real excede en mucho las limitadas capacidades del sujeto humano; puede acceder a una unidad estética la cual, a su vez y con fortuna, es capaz de recubrir el fragmento por más que el anhelo del sujeto sea circunscribir el todo. Como queda dicho, la existencia (la presencia) del sujeto en el nuevo mundo sólo puede parangonarse (y encarnarse) con el sentimiento de la soledad, y aun de un desamparo constitutivo; a mayor abundamiento, Lukács añade: “El lenguaje del hombre solitario es lírico, esto es, monológico” (ob. cit., p. 37). Pero en este punto asoma por derecho propio la necesidad de una pregunta que Lukács no plantea (y, posiblemente, resulte ajena al desarrollo teórico del Lukács de ese momento): si la lírica, en términos generales, es monológica, ¿a quién le habla la voz del poeta? ¿O cabría postular que es un monólogo que traduce el afán agónico de una comunidad de voces? Lukács entiende, por otra parte, que la fuerza constitutiva de la poesía lírica es su ignorancia (ob. cit., p. 57). Necesario es añadir que precisamente porque la constituye una ignorancia esencial (sabe que no sabe: un saber trascendente), la poesía es el territorio donde se advierte con más claridad el anhelo imposible de la escritura: decirlo todo; no en vano Lukács afirma algunas líneas después que en la poesía lírica el sujeto es el único portador de sentido; vale decir, aquel que asume las consecuencias de una de las posibilidades del sentido: el sinsentido.

Ya en su primer libro, PTM, Luis Benítez escribe un poema, “Dame una mentira enorme”, en cuyo desarrollo se plantea una alternativa de hierro respecto de la posición del sujeto frente al mundo: o situarse en un plano de despojada lucidez que desnuda y revela el sinsentido de la existencia o esbozar la blanda sonrisa del idiota a quien, por su propia condición, la desventura constitutiva del sujeto ni siquiera alcanza a rozarlo: “Dame una mentira enorme, / que haga girar al revés el tiempo en los relojes / y arrúllame en ella, / hasta que en mis labios aparezca / la helada sonrisa del idiota.” En un libro muy posterior (I), en el poema “Nosotros, antiguos perfumistas” se lee: “Si otros, muchos menos, alcanzan a gustar o creen en ello, / El centro donde ‘reside’ el sentido, apenas”. El entrecomillado del segundo verso no es inocente ni gratuito porque, en rigor, no hay centro ni residencia; el sentido, como tal, no habita en sitio alguno, se ha ausentado hace tiempo de los lugares que solía frecuentar y el hondo sentido del verso está dado por el adverbio, aquel que indica que lo que expresa el verbo se produce en el menor grado posible: “apenas”: el sentido reside apenas; casi no reside, en verdad, no halla residencia sobre la tierra. Si, como afirma de modo inequívoco la teoría psicoanalítica, el inconsciente es aquel saber no sabido, es el saber que no sabe o que no se sabe a sí mismo, la poesía también es un saber que se constituye desde la ignorancia: desde un saber que se ignora a sí mismo y que se expone bajo la forma de la paradoja, la imagen, la metáfora; este saber que no sabe es capaz de traducir la desintegración con un tono, una insinuación, una sola palabra: “apenas”. La poesía en general y la de Luis Benítez en particular constituye su propia anagnórisis, su trabajo de reconocimiento; “Nosotros, antiguos perfumistas” es un ejemplo harto acabado.

El saber implícito en la palabra poética porta un sentido que, en ocasiones, la conduce a la anticipación. Aquello que se conoce como las Cartas del vidente son dos misivas escritas por Arthur Rimbaud en el curso del mes de mayo del año 1871; la primera, dirigida a Georges Izambard, su antiguo profesor en Charleville; y la segunda, al poeta Paul Demeny. Precisamente, en esta segunda es donde Rimbaud expresa un concepto destinado a la posteridad: “Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente. El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos.” Si Tiresias es el ciego que ve más allá de todas las miradas porque le fue otorgado por Zeus el don de la profecía y Homero es el aedo ciego que inaugura con sus trazos la narrativa occidental, el poeta, desde su saber no sabido, recrea y esclarece el pasado (no en vano los autores clásicos, desde Homero en adelante, exhortaban, en primera instancia, a las Musas, cuya madre era Mnemósine, la personificación de la memoria), da cuenta del tiempo presente y anticipa el porvenir (en su necesaria calidad de vidente). En el poema “La suerte del amor en la posmodernidad”, incluido en MS, Benítez delinea una sutil transición que abarca desde los osos polares y la ballena azul hasta los seres humanos: “Desgraciadamente son la gente / Más romántica de este mundo. Sufren todavía más, / Dulces transformaciones del hombre y la mujer, / Obligados a salvarse de la locura por el travestido salvavidas, / Adán con portaligas, eva con bigotes, representando / Incansablemente, dulcemente, áridamente, / A los últimos héroes de la sexualidad. // (…). Porque detrás del ojo que brilla / Siempre esa luz fatídica, ese jugar a los dados solamente / Porque todas sus facetas están en blanco: // El amor, esa Cosa, esa porquería que insiste.” Aquello que Luis Benítez anticipa es, en efecto, el concepto de amor que atraviesa esta aciaga época que se define bajo el nombre de “posmodernidad” y que lo ha terminado por convertir en una infinita y paupérrima escenografía, una fachada, un fastuoso decorado detrás del cual se yergue la pura nada, un remedo de lo que supo o pudo ser.

No es, por cierto, la única vez que en la obra de Benítez se alude, de manera directa o tangencial, a la emblemática figura de Rimbaud. En su poema “Epitafios”, incluido en GEC –valga añadir que estos estilizados retratos que abundan en la obra de Benítez bajo la forma de breves poemas se sitúan en la línea de las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob-, se invoca a Rimbaud para terminar afirmando: “Ya no hubo tiempo, ni otra oportunidad / de contemplar aturdido el incendio de las estrellas, / para traducirlo al hombre ya no hubo tiempo.” La deliberada inversión que aquí realiza el autor no sólo es perfecta, sino que conforma una de las piedras angulares de su poética personal: el hombre no traduce poesía, sino que es la poesía la que traduce al hombre, la poesía es la que lee al sujeto y lo descifra, la poesía es ese saber que no sabe pero que accede límpidamente a la sabiduría. Y su mediador, el poeta, es vidente en la misma medida que laborioso hermeneuta: traduce y descifra a esa sustancia lábil, contradictoria, friable: el sujeto humano.

De tan frecuentado (hasta el uso, el abuso y la distorsión), pareciera ocioso citar textualmente el numerado 49 a (según la numeración canónica establecida por Hermann Diels y Walther Kranz, y rectificada parcialmente por el filósofo español José Gaos) de los Fragmentos, de Heráclito, el más relevante de los filósofos jónicos y considerado con harta justicia el padre fundador de la dialéctica: “En los mismos ríos ingresamos y no ingresamos, estamos y no estamos, tanto somos como no somos.” Acaso la glosa más pertinente al aforismo de Heráclito sea la formulada por Gaston Bachelard: “Nadie se puede bañar dos veces en el mismo río porque en su más íntima profundidad el ser humano comparte el destino del agua fluyente.” El símbolo del río heraclitiano se deja ver en un número significativo de poemas de Luis Benítez a partir de su primer libro, en el marco del poema “Algo fluye, cuando ya nada se agita”: a lo largo de su desarrollo, el poema se escande a partir de la frase que le da título para concluir diciendo: “Porque algo fluye, cuando creemos que ya nada se agita.” En este sentido, es lícito parangonarlo con las aguas del río que discurren en las primeras imágenes de Piedra de sol (1957), uno de los grandes poemas de Octavio Paz, que como de manera impecable señala Enrique Pezzoni en El texto y sus voces (Sudamericana, Buenos Aires, 1986, p. 140) es “el poema del tiempo que vuelve cíclicamente.” En GEC, en el poema “Conversaciones”, el poeta se pregunta no sin un tono de indisimulado desasosiego: “¿Quién sino aquel delgado invierno, / caminando con sigilo de duende / las escaleras del tiempo, / dejó para que lo halláramos / un álbum de fotos extraviadas, / una flor cursi, tijeras oxidadas / con las que el pasado corta, / por un doloroso instante, / el río que nunca se detiene?” Este pasado que tiene entre sus manos un par de tijeras oxidadas parece confundirse con Átropos (“la inexorable”, una de las tres Moiras que personalizaban, para los griegos, al destino), la encargada de cortar el hilo de la vida (la fluencia del río). A contrario sensu, en el poema “Deja que hable Ezra Pound”, incluido en F, se habla “de un río infinito que sí / ése nunca se detiene”, y aquí la alusión se revela transparente: ese río que nunca se detiene ya no es (o ya no es tan sólo) el de la vida, sino un río que la abarca y la trasciende: el río de la palabra poética. En el poema dedicado a “El Hudson” (YN), la remisión a Heráclito es explícita: “¿Qué otro río es éste bajo el nombre / sino el mismo río que te mata, Heráclito, en sus aguas?” No es curioso o extemporáneo, sino lo contrario, del todo coherente el tono de estos dos versos de Luis Benítez: en efecto, si las aguas cambian, fluyen, corren sin solución de continuidad para el hombre que está inmerso en ellas, al cabo, en la orilla opuesta del río no puede asomarse otro rostro que el de la muerte; más tarde o más temprano, el cauce del tiempo (la fluencia) no desemboca en otra cosa que en la condena de la finitud. En “Contra el coleccionismo” (I), las aguas en permanente cambio del río de Heráclito se hallan en íntima relación con el tema que informa al poema: la inevitable dispersión que se consuma sobre el carácter efímero de la vida humana. En “Alétheia tu nombre dice”, poema del mismo libro y sobre el cual volveremos, se lee en sus dos versos finales: “El río escribe / Yo soy su traductor.” Son dos versos que bien pueden calificarse de conclusivos. Desde aquel inicial “Algo fluye, cuando ya nada se agita”, donde el poeta se limita a contemplar la singular fluencia de un universo en incesante cambio, hasta estos dos versos, donde el poeta ya no es un simple testigo, sino un portador de aquel saber que no sabe, un saber que le permite erigirse en traductor de las mudanzas y la fugacidad. Pero también cabe preguntarse: ¿existe realmente el cambio respecto del cual el río de Heráclito es, sin duda, la metáfora consagrada? La pregunta es pertinente en la medida en que frente al río de Heráclito se puede considerar un concepto de Sartre que merece no poca atención: se cambia en el interior de una permanencia. Y no conviene olvidar que uno de los centros neurálgicos de la poesía del maestro José Lezama Lima se finca en la fijeza de las mutaciones: hay mutaciones, sí, pero acompañadas por una inmutable fijeza. La permanencia sartreana y la fijeza lezamiana no hacen más que aludir a un concepto que halla su sitio en cualquier indagación especulativa: esencia. El cambio en el interior de una permanencia es uno de los temas que resulta imposible soslayar en la poesía de Luis Benítez. En el segundo poema incluido en M/BMP, cuyo título exime de todo comentario: “Identidad”, se lee: “ser alguien que es alguien / mientras cambia.” En la segunda parte del poema “la rueda” (NSDE) se afirma: “solamente un ignorante cree que algo cambia las cosas”, y en la tercera parte se abunda: “es difícil entender que los cambios / se producen en cosas que realmente nunca cambian”. Cambio y permanencia, pues, no pueden ser otra cosa que dos complementarios.

No tan conocido y frecuentado como el fragmento 49 a es el número 53, donde Heráclito subraya: “Pólemos [la guerra] es el padre de todas las cosas y el rey de todas, y a unos los revela dioses, a los otros hombres, a los unos los hace libres, a los otros esclavos.” Y a mayor abundamiento, en el fragmento 54 establece: “La armonía oculta es superior a la manifiesta.” La hipotética armonía del mundo no es ni puede ser más que una apariencia que vela la constitución real de las cosas; Heráclito ilustra el aserto –como todo filósofo griego, Heráclito era especialmente sensible a las alegorías- con la metáfora del arco y la lira (fragmento 51): sin la tensión y la oposición, el arco y la lira adolecerían de existencia: “No comprenden cómo lo divergente converge consigo mismo: acople de tensiones, como las del arco y la lira.” La obra de Benítez se halla signada por el pólemos heraclitiano, una tensión que se desenvuelve sobre el ancho espacio de lo diverso que denominamos “mundo”. En GEC, el poema “Guerras y conversaciones” da comienzo de un modo inequívoco: “Las guerras ocupan toda nuestra vida”. Unas páginas más adelante del mismo libro, el poema “Viajero del tercer camino” también se inicia con una frase asertiva: “Una Gran Guerra habita las cosas: / el tiempo las golpea y quiebra la cáscara, / que es la cosa, dejando escapar su áspero combate”; y refirma: “Sí, una ardiente guerra bulle en las cosas, / vive en el corazón de los hombres / y lastima el aire”. En F, el poema “Guerra del tiempo” agudiza el sentido del pólemos en relación al indetenible paso del tiempo (“el tiempo que no vuelve ni tropieza” quevediano): “ (…) si tú te detuvieras, guerra del tiempo / … dónde encontraría sus sentidos / el pesado tic tac del día… / … Guerra del tiempo que eres el escudo y la lanza / y el furioso contacto que los parte.” Y los versos del ya mencionado poema “la rueda” parecen dotados del tono aforístico que es propio del filósofo jónico: “las cosas mueven al mundo por el conflicto / entre los opuestos que viven en ellas”.

Para Heráclito, se entiende como del rayo: el concepto puede aparecer, a primera vista, como oscuro (no en vano sus contemporáneos lo motejaban como “el oscuro”), pero es del todo coherente con su cosmovisión. El rayo es la luz –súbita, imprevisible, deslumbrante- por medio de la cual la percepción entiende lo divergente y lo convergente que constituyen la esencia del pólemos, el “a la vez”, la cerrada lógica de la sincronía. Es el concepto desde donde parte Nicolás de Cusa, uno de los primeros filósofos de la modernidad, para sostener en su De la docta ignorancia (1440): “Lo máximo se entiende incomprensiblemente”, lo cual deriva en una paradoja que roza las formas de la aporía: es posible comprender sin entender. Siguiendo y ahondando los postulados de Heráclito y de De Cusa, se puede concluir que aquello que comprende sin entender, que aquello que entiende como del rayo, que aquello que difunde una súbita luz es la poesía: ese saber que no sabe que sabe. La ilustración más acabada de ello es el poema “El resplandor”, incluido en TE, donde se lee: “extendió la mano / y tocó en el aire El Resplandor.” Esta mano que se extiende en el aire es la mano que comprende como del rayo, la que alcanza la deslumbrante comprensión aun cuando no la acompañe el entendimiento de la razón razonante.

En el poema “La patria de la poesía”, incluido en GEC, hay un verso cuya definición taxativa emparenta la poesía de Luis Benítez con uno de los postulados centrales de la filosofía heideggeriana: “sólo la palabra es la patria del hombre verdadero”. Pero ello se profundiza más aún, y ya desde el título mismo, en un poema al que ya se ha aludido: “Alétheia tu nombre dice”. Literalmente, el término griego remite a “aquello que resulta evidente” o a “aquello que no está oculto”. Pero en la relectura etimológica a la que se aboca Heidegger, alétheia es una noción que des-oculta, aquello oculto se hace evidente por medio de la alétheia, se hace evidente a sí mismo, aparece y, en palabras de Heidegger, se dona como algo inteligible. No es azaroso en absoluto que en la poesía de Benítez gravite el concepto de alétheia vinculado con la poesía en general y la suya propia en particular en tanto que uno de los afanes más propios de la palabra poética consiste, precisamente, en el des-ocultamiento; descorrer el velo a pesar de que, en ocasiones, aquello que se esconde tras el velo siga siendo una imagen oscura, opaca y de arduo desciframiento.

Nota: Los libros que conforman la obra poética del autor se identificarán a lo largo del texto con sus correspondientes iniciales:

Poemas de la tierra y la memoria (Stephen and Bloom, Buenos Aires, 1980): PTM

Mitologías / La balada de la mujer perdida (Último Reino, Buenos Aires, 1983): M / BMP Behering y otros poemas (Filofalsía, Buenos Aires, 1985): B

Guerras, epitafios y conversaciones (Satura Buenos Aires, 1989): GEC Fractal (Correo Latino, Buenos Aires, 1992): F

El pasado y las vísperas (Universidad de los Andes, Mérida, Venezuela, 1995): PV

La yegua de la noche (Del Castillo, Santiago de Chile, 2001): YN

El venenero y otros poemas (Nueva Generación, Buenos Aires, 2005): V

La tarde del elefante y otros poemas (Ala de Cuervo, Venezuela, 2006): TE Manhattan Song. Cinco poemas occidentales (El Final de la Noche, Buenos Aires, 2010): MS

Les imaginations (L’Harmattan, París, 2013): I

Nadie sabe dónde estuvimos (Palabrava Santa Fe, 2021): NSDE

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