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Juan Ruiz de Alarcón
Juan Ruiz de Alarcón

Sobre la alarconidad

Por Eduardo Zeind Palafox
domingo 01 de febrero de 2015, 22:21h

Acatando la autoridad de Arthur Schopenhauer, a lo platónico afirmemos que toda obra de arte es la objetivación de la voluntad y que ésta tiene siempre su origen en una idea [1]. Sólo los artistas reales, seres que no mueren al suprimir su personalidad cuando poetizan, pueden volverse sujetos totalmente cognoscentes, captar la idealidad de las cosas, sacarlas de toda causalidad. Hemos dicho “idealidad”, que es una emanación de las ideas y término útil para clarificar una disputa de sabor escolástico que hubo y habrá entre americanos y europeos, y más precisamente entre españoles y mexicanos.

He leído un artículo de Antonio Alatorre intitulado “Para la historia de un problema: la mexicanidad de Ruiz de Alarcón”, y debo decir que su ameno e inocente discurrir, que parece histórico, científico, es ideológico por las adjuntas tres razones: nunca explica qué es arte, ni qué una obra de arte y menos qué un artista. Yo aconsejo aderezar el título y que el texto se llame así: “Evitad problemas con la historia y determinad la alarconidad de los disputantes”.

Quieren los mexicanos raptar a Alarcón para dar lustre a su nación y los españoles para no bajar su hinchazón. ¿Se derrumbaría el palacio estético de España si le extractáramos a Alarcón? ¿Sería México escenario más bello estando pintado con los tonos de la “alarconidad”? La riña que describe Alatorre, pienso, es primitiva, y si es válido usar lo que recientemente lee uno para explicarse el intrincado mundo, aseguraré que los españoles, perorando demostinamente, quieren a Ruiz de Alarcón para enriquecer su mineralogía y los mexicanos para justificar su cosmología [2].

Siempre he visto con ojos altaneros que los literatos se metan a filosofar, y más cuando son de la cepa de Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Octavio Paz. Los literatos batallan objetivando toda voluntad y los filósofos escrutando todas las representaciones, aplicando la filosofía schopenhaueriana, mas ambas actitudes no alcanzan para dilucidar cómo se determina la identidad de una obra de arte. ¿Fue menos inglesa la poesía de Kipling, que nació en Bombay, que la de Chaucer? ¿Fue Goethe menos griego que Aristóteles? Lidiar por la nacionalidad, como tenemos dicho, es acto ideológico y que ensucia al arte literario.

Propongo a los eruditos y estudiosos no preguntarse por la “mexicanidad” de Alarcón, sino por la “alarconidad” de México y de España. Tan brusca inversión nos forzará a acudir a la categoría mental llamada “acción recíproca”, que ignorada nos pone a parir feas disyunciones. ¿Qué es nación? ¿Qué es hombre? La pregunta inicial querrá ser respondida por la política y la otra por la antropología. Pero mal es, cuando en verdad entendemos de achaque artístico, creer que los artistas son hombres y que tienen nación. Es más, ayudados de Carlyle nos atrevemos a decir que son los héroes y artistas los que forjan naciones y que éstas sólo existen cuando cuentan con un populacho impregnado de “idealidad” heroica.

La vida provinciana que Ruiz de Alarcón arrostró, instalada en el pasado, según entienden los “metropolitanos”, no le impidió escribir substanciosas y ricas obras teatrales capaces de hacer mitote a las de Lope de Vega y compañía, y tal fue lucha de gigantes, de fundadores épicos.

Los judíos, duchos en fundaciones y tan influyentes en España, según refiere Américo Castro [3], explican que su religión “se caracteriza por el matrimonio de un Dios, el del Sinaí; un pueblo, Israel, y una región, Tierra Santa”. Los mineralogistas, los que piensan que el hombre nace de la tierra, alegan que el sensorio humano queda para siempre impresionado por las experiencias primeras, juveniles, y los cosmologistas que poco nos influye el sitio donde estemos cuando algún mito nos ha labrado prisión fantástica; unos dirán que es judío quien nació en santas tierras y otros que lo es quien obedece la ley del Sinaí en Albany o en San Padreo Garza García.

México, así razonando, no era México en tiempos alarconianos, sino una tierra que iba a ser México, o por mejor decir, un cúmulo de usos y costumbres, un lugar con su propia racionalidad. ¿No tuvo Fray Luis de León una mesurada razón por culpa de las vigilancias de la Santa Inquisición? ¿No somos muy razonables cuando hablamos de los colores delante de los descendientes de Langston Hughes? ¿La “tonalidad menor” de la poética de Ruiz de Alarcón, su “mesura” y su “prudencia”, su “zalamería” y su “cortesía”, son absolutas o relativas? Alarcón es tan zalamero para el español como el español lo es para el inglés y el alemán; craso desvarío es llevar el relativismo a tierras tan ingentes como las del gran arte literario.

¿Qué comida prefería el paladar de Ruiz de Alarcón? ¿Qué tipo de mujer le parecía digna de portar su “alarconidad”? ¿Qué música oía con el oído interno y cuál fingía gozar para complacer a los cortesanos? ¿Y qué perdería el teatro universal si Ruiz de Alarcón decidiera largarse a tierra ajena? La respuesta a tan derechas preguntas no la encontraremos en los modernos, que ignoran que idolatran a la política, pero sí en los antiguos. La Diotima de Platón dijo (Sym. 205c): “But still, as you are aware,’ said she, ‘they are not called poets: they have other names, while a single section disparted from the whole of poetry —merely the business of music and meters— is entitled with the name of the whole. This and no more is called poetry; those only who possess this branch of the art are poets” [6].

Se ratificará la calidad artística de Alarcón si en México y en España se halla la “alarconidad”, que no es una vana y peculiar manera de escandir, componer, lijar y hacer sonar diálogos, sino una cosmovisión, o por mejor decir, una voz que expresa lo que no pudieron ni podrán expresar los dramaturgos de los países de marras.

Son los filósofos de estirpe artística los que prueban las cualidades de las obras de arte, que no son arte si no regalan representaciones eficientes para explicar la voluntad de las cosas a las que ayudan a manifestarse. El filtro de una poesía de León Felipe nos dará fuerza: “Sistema, poeta, sistema./ Empieza por contar las piedras,/ luego contarás las estrellas”. Ni piedras ni estrellas, materiales para el poeta, tienen patria, y están disponibles para cualquiera. Yo creo que España no necesita al errante y siempre extranjero Ruiz de Alarcón y también que México no lo merece.

Eduardo Zeind Palafox

Bibliografía:

[1] SCHOPENHAUER, Arthur, “El mundo como voluntad y representación”, vol. I, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2013.

[2] LÉVI-STRAUSS, Claude, “El pensamiento salvaje”, Fondo de Cultura Económica, México, 2012.

[3] CASTRO, Américo, “La realidad histórica de España”, Editorial Porrúa, México, 1982.

[4] CHOURAQUI, André, “Historia del judaísmo”, Editorial Jus, México, 2008.

[5] PLATÓN, “Plato in Twelve Volumes”, Harvard University Press, Cambridge, 1925.


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