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Antonio Álvarez de la Rosa

29/10/2023@16:16:00

La libertad frente a la barbarie, siempre la poesía para iluminar las encrucijadas sombrías del ser humano, para cantar las maravillas y denunciar los desastres, para no sumirnos en las negruras que generamos desde que nos bajamos de los árboles y echamos a andar, para celebrar la vida y el amor que, como el musgo, crece en cuanto encuentra la mínima humedad. Esos han sido y siguen siendo los motores de la escritura y de la andadura cívica y ética de Abdellatif Laâbi, uno de los poetas más importantes de la literatura francófona. Para suerte mía, desde hace más de tres décadas atesoro su amistad y la de Jocelyne Laâbi, también escritora y traductora.

En París y por aquellos días, solo ejercía de flâneur (de paseante, digamos) durante las tardes. Por la mañana, mi trabajo académico consistía en abrir surcos en el campo de la autobiografía literaria. Al mediodía francés –entendiendo por tal las doce de la mañana-, cumplía con la pausa laboral y con la sacrosanta costumbre de un demi de cerveza, o sea, de una caña a palo seco, sin tapa, para entendernos. Frente a mi lugar de trabajo, una pequeña plaza, uno de esos remansos que sirven de oasis al ciudadano, y un bistrot de los “de toda la vida”. Ese día que rememoro, me encontré a Jorge Semprún, café en mano. Cruzamos la mirada, pero la desvié rápido porque suponía que no se acordaría de nuestro encuentro en España un par de años antes. Sabía de su memoria de elefante, pero no hasta el extremo de saludarme por mi nombre. Con la curiosidad que le caracterizaba, me preguntó por mis andanzas parisinas y, al enterarse de que me movía por los territorios autobiográficos y, en concreto, por la literatura concentracionaria, me recomendó, con la pasión del gran lector que era, una novela de la que, hasta ese momento, solo conocía su título. (Recuerdo ahora su consejo literario que leí, emocionado, en mi habitación del Colegio de España, alzando la vista de vez en cuando hacia los árboles que la rodean en la Cité Universitaire: La peau et les os (La piel y los huesos,1949), la novela de Georges Hyvernaud.

Una mujer lúcida y apasionada escribió para sí misma un texto sobre la importancia de la felicidad. Leído hoy, casi tres siglos después, ayuda a abonar la paz interior y a tratar de entender los problemas que nos siguen mortificando. Discurso sobre la felicidad, de Madame du Châtelet (El Desvelo Ediciones, 2023, introducción y cuidada traducción de Marta Cerezales Laforet), me ha hecho reflexionar, además, sobre la actualidad del siglo XVIII.

Me gustan la música y la letra de mis 70 principales. Por supuesto, unos temas más que otros, como ocurre con tantas cosas de la vida y de la edad o de la edad de la vida. Me apetece enumerar algunos para conocer lo que atesoro. Cuando paseo por la playa, por ejemplo, no me canso de oír el mar o de ver las nubes jugueteando con el viento, dibujándose a sí mismas.
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Científicos alemanes y suizos descubrieron hace unos años que los versos de Homero pueden ser un buen medicamento contra la hipertensión. Su lectura, dicen, acompasa los latidos del corazón porque nuestro cuerpo encuentra en ellos el ritmo adecuado. Casi tres mil años ha necesitado el poeta griego para que los humanos le encuentren utilidad a su obra.

Cuando se cerró la puerta del ascensor, permanecimos un buen rato en silencio, entre asombrados y admirados. Nos sentamos en el balcón y, sin más preámbulos, reconocimos que Mary es una ciudadana poco habitual. Acabábamos de vivir una tarde casera, acampados en el espacio de felicidad que proporciona el diálogo con una mujer que, además de saber leer y escribir, solo pudo estudiar cómo alimentar y educar a tres hijos limpiando casas. Con Mary, que nos visita con cierta frecuencia, no recordamos haber comentado nunca el último telediario ni asfixiarnos en la burbuja morbosa de Antena 3, Telecinco y similares pantallas despistantes.