Como todo concepto fabuloso (en cuanto perdido en los anales del tiempo civil), originado de la primaria desobediencia histórica, la que produjo el cisma de la unidad Paraíso en las dos fuerzas antagónicas esenciales de “el bien” y “el mal”, tan dependientes (en su definición y existencia) la una de la otra. Ya sea como principio de argumentación, como elementos que desborden en una síntesis o como meros acontecimientos que se resolverán en una concatenación, sea aleatoria, reactiva o ambas. En resumen: la identidad de la mentira depende de la verdad.
Y aquí se va complicando el asunto. Mientras parece fácil etiquetar algo como un engaño, no lo es tanto estructurar y enunciar una verdad. Probablemente por temor a la amenaza del referido castigo, elemento fundamental de La Ley, imprescindible para regular la convivencia. Si no estuviera de por medio la pérdida de la libertad (con menoscabo de movimiento y manifestación), del dinero (acumulado por esfuerzo de uno u otro tipo) o de la misma vida (definitiva prueba de fe), ¿quién se comprometería con la grandiosidad de la fórmula “decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad”? ¡Toda la verdad! ¡Eso acojona! Vaya frase, buen gancho de situación para los procesos judiciales de cine…
¿Basta con creer que algo sea verdad para que de verdad lo sea? Según la fe, está claro que es suficiente el deseo, admitido como necesidad, por algo para que eso sea real (o sea, verdad). En los tiempos siguientes a los primarios (convenientemente dibujados de memoria), cuando la fe era el centro del pensamiento, cualquier asunto importante en litigio se sometía al arbitraje divino, en indagaciones manifiestas mediante los actos de verificación más extravagantes –entre otros, inmersión súbita en agua, desmembramiento, examen de las vísceras de un animal, combate armado o sacrificio directo (en este último, claro, exposición y veredicto resumidos en un único protocolo)–, valorados todos más por su efecto letal (latente o flagrante) que por su calidad analítica.
El triunfo del código científico se expresará, con precisión jerárquica y afán comprobatorio, en el Orden del Caos (o su dialéctica viceversa, reafirmante), la relatividad de lo definitivo, la computación del infinito. Pero esta comprobación depende de los sentidos… y, con sus limitaciones, estos “cinco” filtros han quedado para demostrar cuánto somos incapaces de percibir, cuánto no podemos distinguir del “todo que nos rodea”, siempre que, en su lugar, nos fiemos (ay, ¿ha vuelto la fe? ¿nunca se fue?) de tanto aparato construido con afanado ingenio y diligencia. Como en todo buen teorema que se precie, para llegar al perfecto “lo que queríamos demostrar”, partimos de una o varias suposiciones (“si” a es tal cosa y b salió y llegó a c… y tal y tal), explicables por sí mismas, partogenéticas. Algo similar al “Soy El que Soy”, usado tanto por Jesucristo como por Gloria Gaynor.
¿Fundamentalismo del No-Fundamentalismo? Nuestra organización, bien empeñada en cumplir con su “derecho a la búsqueda de la felicidad”, decide desplazar el concepto de totalidad en un giro excéntrico, dejándonos tan desvalidos ante las fuerzas naturales determinantes como ante la voluntad (arbitraria o no, según la predisposición a la honradez de cada creyente) de una “entidad superior”. O sea, ¿sólo sé que no sé nada4? No tanto, no tan calvo, eh, hay que intentarlo. Ah. Como toda acción bien supera a una descripción (ya ni hablar del siguiente paso: la valoración, o de su estado extremo: la explicación), nadie negará que estamos mejor que en los tiempos precedentes. Somos más longevos, sobre todo en Japón. Trabajamos menos (cada vez menos, dirá algún malicioso, aludiendo a la crítica coyuntura actual). Hemos logrado fusionar la fe con la ciencia, basándonos sobre todo en el desinterés (y consecuente desconocimiento) que tiene el seguidor de cada una de estas disciplinas por los de la otra, solucionando la mecánica gestual con la fórmula de la democracia. Así, como “cada cual está en su derecho de pensar como quiera”, llegamos a lo que queríamos demostrar: nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal, etc. (Literatura coplera, elipsis charra).
Bueno, bueeenoooo… Nos estamos perdiendo. Es decir, soy yo (ya, ya) el que me estoy ídem (mentirijillas, y pelillos, a la mar).
Aunque meridiano, casi definitivo, es, en su parte (extraordinaria, sin duda), el enunciado de Aristóteles (en Metafísica):
Decir de lo que es que no es, o de lo que es que no es, es lo falso; decir de lo que es que es, y de lo que no es que no es, es lo verdadero nosotros acudiremos a la autoridad del Diccionario de la RAE (tan subutilizado en crucigramas y otras futiles distracciones), máxima moderna para precisar cualquier diálogo (que sí, ya sé que esto es un monólogo, pero usted, por su parte, puede hablar también solo: en fin que muchas conversaciones transcurren así, un acuerdo de temperamento ansioso al ping-pong, que reparte, si acaso, el tiempo entre sucesivas declaraciones unilaterales, libres e independientes). Leamos: Mentira. De mentir. 1. f. Expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente.
La definición es estudiada, consentida y paternal. Estudiable. Por eso nos pone un espejo frente al morro y nos deja para que, como pupilos adultos, nos la arreglemos por nosotros mismos. Con resolución, reniega del absolutismo y de su disciplina científica, el relativismo. (Con esto te digo nada y te lo digo tó.)
Aun así, nos atreveremos con la secuencia de un método, siguiendo las pautas de la mismidad misma de La Definición. Reflexionemos y luego, científicamente y en orden, vayamos buscando documentación probatoria. Cronológicamente.
Rogelio Quintana nació en 1951, en La Habana. Estudió Filología Inglesa, Arquitectura y Diseño Gráfico. Reside en Madrid desde 1982, donde ha trabajado, entre otros, como ilustrador, diseñador, escenógrafo, redactor y traductor.
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